El ruiponce, el pavo real y Rapunzel

Tengo dos lecturas sobre Rapunzel.

La historia sobre una madre que desea preservar a su hija de la crueldad e impureza del mundo y la historia de una mujer que se niega a envejecer e intenta guardar su juventud en lo alto de una torre.

La primera lectura es la más “aceptada” o la más común de este cuento. Pero, esta vez, me pregunto si Rapunzel no podrá ser la doble de su madrastra.

Trato de aferrarme a esta interpretación porque la presencia del doble es común en los cuentos de hadas y, de hecho, está presente en Rapunzel: su madre biológica es la buena y la hechicera que la rapta, la madre malvada. Una disociación que hacen los niños pequeños, según el psicoanálisis. En este caso, el binomio dominante es madre buena-madre mala, pero lo que yo propongo es juventud-vejez.

La madrastra de Rapunzel ha descubierto la fuente de la eterna juventud: guardar ésta en una torre para que nada la corrompa y, al contrario, continúe creciendo y floreciendo (una lectura que podríamos hacer del pelo de la muchacha, que no deja de crecer, símbolo también de sensualidad y lujuria); pero esto no es más que pura ilusión. Cuando la madrastra se entera de que Rapunzel ha estado viendo al príncipe y que ha violado su “pureza”, la destierra y le corta la cabellera, que sujeta a un gancho al lado de la única ventana para dejarla caer y, así, engañar al príncipe. Cuando éste sube, no encuentra a su joven y lozana esposa, sino a una vieja, y es tanta su impresión que cae desde lo alto de la torre y, de tan tremendo golpe, pierde la vista.

Desde hace algún tiempo creo que la idea de la pureza le ha hecho mucho daño al mundo. Una creencia de razas “puras” o de cuerpos puros puede fácilmente llevar a la discriminación y, en última instancia, hasta al genocidio. En este caso, la bruja aísla a una niña pequeña del mundo exterior para guarecerla del peligro. Una eterna inocente (un bebé “congelado en el tiempo”, como decíamos en la entrada acerca de Veva). Pero, a diferencia de Veva, la madrastra de Rapunzel no se resigna a que la chica crezca y se convierta en una mujer. La torre simboliza la “virtud”, la virginidad, y cuando ésta es hollada por el príncipe, una traición a la maternidad se lleva a cabo, además de cierta corrupción de la pureza. 

Sin embargo, no podemos culpar a la bruja. A cualquier madre le duele ver crecer a sus hijos y casi cualquier mujer madura desearía conservar su antigua belleza. Me parece que se ha perdido la compasión que despiertan los cuentos de hadas al leerlos tan literal y fríamente.

La Rapunzel que estoy comentando aquí es la del fantástico ilustrador Paul O. Zelinsky, quien, para el texto, conjuntó las versiones de este cuento de los Grimm con la que aparece en El pentamerón y, para la ilustración, tomó referencias del Renacimiento italiano. Me parece a mí que Zelinsky está fuertemente influenciado por el pintor flamenco Jan van Eyck, no solamente en el estilo sino también en recursos y símbolos. 

Es evidente la influencia entre el ilustrador y el pintor si observamos la escena en donde la madrastra de Rapunzel se entera del embarazo de ésta (con una elipsis deliciosa, además) y luego, observamos el cuadro Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa de Van Eyck. Es imposible olvidar el espejo convexo colgado al fondo que refleja a los Arnolfini de espaldas: un “ojo de bruja” utilizado comúnmente para ahuyentar la mala suerte y muy popular en la pintura flamenca. Un ojo de bruja se encuentra también sobre la mesa de la habitación en donde están Rapunzel y su madrastra cuando ésta se entera del embarazo de la muchacha y las refleja a las dos de abajo hacia arriba, lo cual, por cierto, vuelve más terrorífico el rostro de la hechicera.

Pero voy a arriesgarme con otra interpretación de las imágenes. Al estar inspirado en el Renacimiento italiano, podemos suponer que Zelinsky es fuertemente simbolista. Uno de los símbolos pictóricos, por así decirlo, que llamó mi atención fue el pavo real, que aparece sólo en las ilustraciones, no en el texto. Para investigar más sobre ello, leí un artículo de Esperanza Aragonés Estella titulado “Lucifer y el pavo real: un simbolismo coincidente en la pintura renacentista del norte de Europa”. Para la autora, el inicio de la representación de los diablos de piel azul se halla en la época bajomedieval, cuando, con este color, se buscaba diferenciar a los ángeles rebeldes caídos del paraíso de los querubines, que permanecieron fieles a Dios y a quienes se les otorgó una túnica roja. 

Poco a poco, Lucifer va ganando características de pavo real: además de su piel azul, tiene cresta coronada y alas oceladas, igual que esta ave. La simbología detrás de una representación así es, de acuerdo con Esperanza Aragonés, la siguiente: “De la misma manera que el pavo real es la más bella ave del Paraíso, Lucifer es el más bello de los ángeles, y ambos por su atractivo representan la vanidad y soberbia que provocaron la caída del diablo” (p. 3). De hecho, algunos elementos, como joyas o anillos que puede portar Lucifer en ciertas pinturas (como Lucifer en el panel de la Natividad en el retablo de Isenheim, de Matthias Grunewald, 1512-1516), son también símbolo de vanidad y soberbia, de acuerdo con Aragonés. 

Creo que lo que nos permite conectar a Lucifer vestido de pavo real con Rapunzel es tanto la belleza de ambos como el destierro del paraíso en donde los dos habitaban. Aunque es verdad que Rapunzel no es soberbia ni vanidosa ni se jacta de su belleza, en su torre no conoce dificultades: es un paraíso en donde, como he dicho, no hay lugar para la corrupción de la virtud, sin embargo, Rapunzel traiciona a “Dios”, es decir, a su madrastra, cuando conoce al príncipe y, tal como Lucifer con su soberbia, es desterrada. Adentrándonos más en esta interpretación, me parece significativo que el pavo real aparezca en las primeras páginas del libro, es decir, en una aldea desierta y en la escena en donde Rapunzel es apenas una niña y juega libremente en un arroyo. En esta misma escena, por cierto, Rapunzel está usando un vestido azul. Todo ello funciona como un presagio, ya que anuncia el destino que le espera a la muchacha en la torre.

Creo que he ido demasiado lejos, todavía no lo sé con seguridad. Para darles un poco de calma y demostrarles que aún tengo la cabeza sobre los hombros, permítanme decir otra interpretación de otro símbolo pictórico más aterrizada. Me refiero a las flores de rapónchigo, ruiponce o rapunzel. 

En esta versión, el padre de Rapunzel le roba a la hechicera (la futura madrastra) algunas flores de ruiponce de su jardín porque su mujer, embarazada, se muere del antojo. De ahí que la bruja lo descubra, rapte a Rapunzel y que suceda lo que ya todos sabemos. Estas flores, de color púrpura y forma de campanilla están presentes en la ilustración de forma más o menos evidente: en la torre, en el color púrpura del vestido de Rapunzel y en un collar que lleva en el cuello durante casi todo el cuento, si bien es más evidente en la escena donde el príncipe y ella se han comprometido. 

Sin embargo, hacia el final de la historia, cuando la muchacha y el príncipe se encuentran en medio de un campo agreste, Rapunzel ya no viste de púrpura, sino que lleva un vestido blanco. Ha renacido. Ya no es la niña pequeña de su malvada madrastra: está lista para una vida terrenal, con todos sus sinsabores, al lado del príncipe y de sus dos hijos. Y justo al final, cuando está establecida en su palacio, la nueva princesa se cubre con tonos más sobrios y con la capa verde del príncipe. Además, desde la ilustración en donde la bruja descubre el embarazo de la muchacha, esta se quita su collar de ruiponce, que permanece en la mesa, justo a un lado del ojo de bruja. A partir de esa escena y hasta el final del cuento, Rapunzel no volverá a usar ese accesorio. Se rompe el hechizo, la inocencia no existe más.

Creo que seguiré bajo el influjo de la Rapunzel de Zelinsky durante mucho tiempo. Me parece a mí que una buena parte del papel que juegan las ilustraciones en un texto es no solamente ampliar su sentido sino enriquecerlo. La mayoría de las interpretaciones sobre Rapunzel que he escrito en esta entrada han nacido gracias a la prodigiosa paleta de Zelinsky. Sin ella, creo que me hubiera quedado con las lecturas “de siempre”: la virginidad, la virtud, la corrupción. No son malas interpretaciones, pero siempre viene bien cierto aire fresco. 

Para preguntar en la librería:

Rapunzel [versión en inglés]

Paul O. Zelinsky (texto e ilustraciones)

Nueva York, Puffin Books, 2002

Y para el lector curioso:

Aragonés Estella, E. (2002). Lucifer y el pavo real: un simbolismo coincidente en la pintura renacentista del norte de Europa. Disponible en: https://www.academia.edu/42891900/Lucifer_y_el_pavo_real_un_simbolismo_coincidente_en_la_pintura_renacentista_del_norte_de_Europa_Lucifer_and_the_peacock_a_coincident_symbolism_in_Renaissance_painting_in_northern_Europe 

Mallko, Gusti y la vida como un ensayo

La vida es un ensayo. A lo largo de nuestra vida vamos probando, haciendo y descartando miles de cosas, rutinas, relaciones, amistades, trabajos, ciudades, hasta que encontramos un modo de ser y de vivir que nos viene bien.

Sucede especialmente con la creación de hábitos y con casi cualquier disciplina artística. Para escribir, siempre intento con tal o cual tema, con esta o aquella focalización, con este o este tono. Y, si al final no termina de gustarme, puedo borrar y volver a comenzar.

Pero, ¿qué pasa cuando un hijo no es como esperabas? Eso se pregunta Gusti, autor e ilustrador de Mallko y papá, un libro acerca de su experiencia y su vida cotidiana con su hijo Mallko, que nació con Síndrome de Down.

Las ilustraciones de Mallko y papá se han realizado con varias técnicas: hay collage, dibujo a tinta, bocetos con lápices de colores, plastas gruesas de pintura, cómic, fotografías, dibujos hechos por Mallko y algunos juegos con la tipografía (incluso, el autor escribe con su puño y letra en algunos pasajes). Para mí, esto es lo que recupera el sentido ensayístico de la vida con un hijo con Síndrome de Down.

Ilustración de Gusti en «Mallko y papá»

El ensayo empieza al momento de nacer. El mundo de Gusti se viene abajo porque su hijo no es como se lo imaginaba y, al principio, NO LO ACEPTA. Aquel tabú vergonzante está escrito con una tipografía enorme que ocupa ambas páginas; se trata de un grito, una “salida del clóset”: no acepté tener un hijo con Síndrome de Down.

Sin embargo, Gusti poco a poco se da cuenta de que Mallko está bien así como es y ensaya varias perspectivas: la de su pareja y madre de Mallko, que lo aceptó en el mismo instante en que nació, o la de su otro hijo, Thèo, a quien no le importa si su hermano tiene orejas de elefante o antenas de hormiga, él lo va a amar igual, porque es su mejor hermanito. Gusti encontró dos maestros en su familia. Con ellos y con el ensayo de su propia vida, Gusti comenzó a descubrir a su hijo.

Este libro no muestra cómo criaron a Mallko, sino cómo es, cuáles son sus gustos, cómo es su universo y personalidad. Mallko es un ser humano independiente con una identidad propia y un padre que ensaya su modo de ser con el de él. Esto nos sucede a todos, por cierto, pero hay personas que nos derriban, que bajan nuestra guardia.

Mallko y papá no se ensimisma en lo “difícil” que puede ser tener un hijo con Síndrome de Down o en la peregrinación entre médicos, hospitales, diagnósticos y cirugías. Es un relato de descubrimiento y de toma de conciencia ante el otro, con todas las vulnerabilidades que esto conlleva: para aceptar al otro tal como es, Gusti tiene que ser sincero con él mismo y con las expectativas del futuro que se había imaginado.

Escribo frases que no sé si quiero conservar en el texto. A veces terminan sirviendo y otras veces las rayo o las cambio de lugar o las guardo porque en ese momento no me sirven pero me han quedado bien. No obstante, pase lo que pase con esas frases, intento no exiliarlas del todo, pues cada una de ellas enseña algo dentro de su extraña diferencia. Y cuando esa diferencia es el cromosoma de un hijo descubrimos que, si es verdad que todos aprendemos de todos, aprendemos más de quienes nos retan y nos invitan a ensayar.

Para preguntar en la librería:

Mallko y papá

Gusti (texto e ilustraciones)

México, Océano, 2014

Una sentida y educada carta a Puffin Books

Lo que sigue es una carta que envié (traducida al inglés, naturalmente) a Puffin Books: customersupport@penguinrandomhouse.co.uk con copia a la Roald Dahl Story Company: contact@roalddahl.com en referencia a la censura que enfrentan las novelas de Roald Dahl. Si tú, como yo, estás preocupado o enojado por este atentado contra la cultura, te sugiero hacer lo mismo.

Hola, Puffin Books

Me llamo Katia Escalante, soy una lectora de México, de un pequeño pueblo al sur del país. Mi camino lector comenzó con los libros de Roald Dahl que me compraba mi familia. No exagero cuando les digo que sus libros me enseñaron a leer y, también, me enseñaron qué era la literatura y qué hacía que un texto fuera bueno.

Más tarde, cuando di talleres de lectura a niños pequeños (hace unos 6 años), comprobé que Roald Dahl seguía fascinando. Su magia no había caducado ni caducará nunca. Fui testigo de cómo los niños se morían de risa (lo digo en sentido figurado, no se asusten) y cómo la lectura de los libros de Dahl los hipnotizaba.

Parte de la magia de Roald Dahl era su sentido del humor y la sátira que hacía a niños y adultos crueles y malvados (por cierto, estoy segura de que tendríamos un bellísimo texto satírico salido de su pluma si estuviera vivo y viera lo que le han hecho a sus libros. Pero claro, como no está vivo, entiendo que fuera más fácil censurarlo, dado que no se puede defender). 

En aquel lejano 2000, cuando su servidora tenía 6 años y leyó Matilda, ¿creen que me asusté al leer este párrafo?:

Your daughter Vanessa, judging by what she’s learnt this term, has no hearing-organs at all.

Ni siquiera levanté las cejas. Al contrario, me sentí comprendida, porque en ese entonces conocía y conozco, aun hoy en día, a muchas Vanessas. Pero en 2022, sus censores (¡perdón! El término correcto es “lectores sensibles”) lo han cambiado por esto: 

Judging by what your daughter Vanessa has learnt this term, this fact alone is more interesting than anything I have taught in the classroom.

¿Sus censores (¡ay, lo dije mal otra vez!, pero creo que entienden mi punto) tenían la instrucción de quitar palabras ofensivas solamente o también se les dio la orden de eliminar toda la gracia del estilo de Roald Dahl? Porque eso es lo que han conseguido con esta destrucción, este atentado a la cultura y la literatura. Pero lo que me parece más alarmante es que sean editores (¡y qué editores tan grandes y prestigiosos! O al menos lo eran, antes de esta infamia) y no conozcan a los niños. 

¿Qué les enseña Roald Dahl a los niños? De acuerdo con sus censores, les enseña a ser machistas, antisemitas y racistas. De acuerdo con los lectores con criterio (que somos muchos, por suerte), Dahl nos habla de justicia y esperanza; nos dice que los bullies son castigados, que la magia existe y que, con sólo un poco de ella, puedes ser más afortunado (“Those who don’t believe in magic will never find it”), que aunque el panorama sea negro, siempre hay alguna esperanza de que todo mejore y, de hecho, termina por mejorar. A fin de cuentas, por eso sigue siendo un clásico. 

Déjenme recordarles una de mis definiciones favoritas de clásico, de acuerdo con Italo Calvino:

Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.

Sin duda, el contexto actual es totalmente diferente al de Roald Dahl cuando escribió sus novelas. Sin embargo, ¿nos da derecho eso a censurarlo cambiando “palabras ofensivas”? Tengo una mejor idea: ¿por qué no escribir nuevas historias que sean congruentes con el contexto que vivimos hoy en día? ¿Cuál es la necesidad de ajustar el pasado con el criterio y los ojos del presente? ¿A quién beneficia eso? ¿Acaso los niños se convertirán en un dechado de virtudes si leen estos libros “edulcorados”? Deben de creer que sí, pues imagino que si cambiaron los libros será porque pensaron que les haría mal leer el original. Otra prueba de que no saben cómo funciona la literatura.

Digamos que se animan a publicar novedades que respondan a esta agenda diluida que no ofende a nadie. ¿Serán recordados? ¿Alguien los disfrutará como disfruta libros incómodos? En mi experiencia, todo aquel producto cultural, ya sea libro, película o serie que esté más preocupado por cubrir cuotas, por ser agradable para todos y por no ofender a nadie, no es un producto artístico. Nadie tendrá una experiencia estética, porque los panfletos no las provocan. Uno termina, después de leer literatura edulcorada, tremendamente aburrido y, por si fuera poco, regañado. 

Pero veamos ahora el panorama completo. Ustedes son una editorial grande y no dudo que ya tengan planes editoriales para los siguientes años. Así que permítanme preguntar: ¿qué libros le siguen a los de Roald Dahl en la censura? ¿Cuál es el criterio que siguen o seguirán sus censores? He visto que en Matilda han cambiado a Rudyard Kipling por Jane Austen. ¿Qué tiene de malo Kipling? ¿Que es hombre? ¿Que ganó el Nobel y Austen no? ¿Que es el escritor del imperio? ¿Y por qué consideran que a los niños es mejor hablarles de Austen que de Kipling? ¿Creen que se volverán machistas cuando vean que Matilda leía, sobre todo, a hombres? Eso, por lo demás, es una visión muy condescendiente. ¿En verdad creen que hombres o mujeres se vuelven machistas por leer un libro? Una visión muy simplista que perjudica la búsqueda de soluciones reales a problemas reales.

No creo en la cultura de la cancelación. Pero, dada esta situación y sabiendo quiénes son en realidad, ahora me lo pensaré dos veces antes de comprar libros nuevos de ustedes. Lo más valioso que tiene una editorial es su reputación y la suya ya está muerta. (¡Lo siento, lectores sensibles! No quise decir “muerta”. Sólo digamos que su reputación está… durmiendo con los peces).

Su servidora,

Katia

Ilustración de Quentin Blake en «Cuentos en verso para niños perversos».

Veva y la ternura

“Es sólo pureza e intensidad lo que debemos buscar” dice Edgar Carritt en su Introducción a la estética. Pureza e intensidad de la experiencia estética.

Creo que la pureza está muy relacionada con la ternura, un sentimiento despertado por lo nuevo, lo delicado y lo amoroso. Todos estos sentimientos me despertó Veva de Carmen Kurtz, un libro narrado por la protagonista del mismo nombre, que es recién nacida al principio de la novela y de nueve meses al final de esta. Veva es una bebé que nace sabiendo hablar y caminar, y decide comunicarse con su abuela, tocaya suya y el único miembro de su familia cercano a su sensibilidad, pues casi al final de la vida, nuestro ciclo regresa al origen y somos bebés de nuevo (“Los niños y los viejos siempre se han entendido bien”, dice la Buela). 

No sé si al principio y al final de la vida vemos “lo esencial” y nuestros canales sensoriales están abiertos, listos para recibir información que no se dice pero sí que está en el ambiente. Pero tal vez es por eso que niños y viejos se entienden.

La ternura es algo que sentimos por lo que está cerca del abismo lleno de nada que no conocemos (es decir, lo que está antes del nacimiento y después de la muerte). La ternura es una forma de respeto.

Sin embargo, si hay ternura en Veva, también hay madurez, representada en Natacha, la hermana mayor de Veva. Natacha, de 18 años, tiene la crueldad burlona típica del adolescente y se pasa el día molestando a Veva y diciéndole que es fea. En realidad, Natacha es el “otro yo” de Veva. Es Veva cuando se haga mayor, cuando se enamore y se case. Por eso pienso que esta novela corta es, en realidad, un cuento de hadas para tranquilizar a los adultos, en especial a los padres. Veva les dice a estos que no importa si su hija mayor decide casarse e irse a Guinea con su esposo, pues siempre tendrán una bebita en casa. Así, viven tranquilos las dos vidas: la de ser unos padres asertivos que crían hijos maduros que se van del nido y la de cuidar un bebé tiernísmo y pequeñísimo, congelado en el tiempo.

“Tengo la memoria heredada de todos los míos”, dice Veva. Pues la ternura no debe confundirse con ingenuidad. Estoy convencida de que hay conocimientos ancestrales, de los cuales nos hablan los cuentos de hadas, sobre el amor y la seguridad que nos da nuestro entorno. Veva afirma que ha nacido sabiendo todo aquello y decide comunicárselo a su Buela, cercana a Veva no en edad, pero sí en visión del mundo y en su compasión por todos los que la rodean. Debido a estas similitudes, pienso que no es una casualidad que la protagonista de esta novela y su Buela sean tocayas. Las dos son Vevas, las dos son bebas, las dos experimentan ternura, delicadeza y sensibilidad a flor de piel. 

–Que no te oiga hablar más del asunto– dije a la Buela–. Yo te necesito y te necesitaré siempre. Cuando me case, vendrás conmigo y hablarás con mis niños.

–Cuando tú te cases, Veva…

–Cállate, Buela.

Kurtz, 2022, pp. 88-89

Después de esta charla, Veva y la Buela se ponen tristes. Hay un silencio entre ellas. Un silencio como el que viene después del miedo. ¿En qué momento se pierde la ternura? Puede ser que alguien más la robe en un evento traumático o en alguna situación de abuso o violencia. O puede suceder que perdamos esa ternura porque crecemos y, además, lo hacemos demasiado rápido. Como dice la misma Veva: “crecer es inevitable”. Sin embargo, pienso que es posible conservar esa primera ternura e inocencia de los bebés por medio de experiencias estéticas. En mi búsqueda de pureza e intensidad, sólo quiero llenar mis ojos de belleza y afinar mi sensibilidad para que no se me pase, ni por error, pensar un poquito, cada día, en mi Buela y en sus manos y en su voz. Ambas hemos crecido pero ambas seguimos siendo las mismas.

Para preguntar en la librería:

Veva

Carmen Kurtz (texto) & Odile Kurtz (ilustraciones)

España, Noguer, 2022

La laguna y el año nuevo

En la orilla del papel todavía puedo sentir el filo del cuchillo.

Al llegar a casa de la librería tuve que cortar algunas hojas del libro que, cerradas, guardaban gusanos, mariposas y hormigas de un color tan rojo como la sangre. Natura (texto de María José Ferrada e ilustraciones de Mariana Alcántara) es una colección de estampas de plantas azules y animales rojos que guardan un misterio en su piel. El misterio son las huellas en el sendero que dejan hombres, mujeres y niños.

Si el bosque es un cuerpo, su voz son los pájaros; y los gusanos, el tejido blando. Si el bosque es un cuerpo, el venado es la sangre. Si el bosque es un cuerpo, las mariposas son su alma. Si el bosque es un cuerpo, nuestras huellas son sus cicatrices. Los pensamientos del bosque son la poesía de Natura, pues allí siempre sucede algo, pero a una escala pequeñísima. Aun así, alguien escucha, ya sea un poeta o un niño.

La naturaleza no es azul. Este color se esconde por todos lados, a pesar del cielo y el mar. Sin embargo, las plantas de Natura están estampadas rotundamente en la página con un azul de Prusia cargadísimo, que recuerda a las algas de Anna Atkins, en donde arte y ciencia se fusionan.

«Natura», ilustración de Mariana Alcántara

Me gusta la mirada que tiene María José Ferrada sobre la naturaleza, pues la considera una maestra del cambio, del viaje, de los pasos que damos y de las cicatrices que ganamos para ser quienes somos. Y en Un jardín, otra obra de Ferrada (esta, ilustrada por Isidro Ferrer), la naturaleza es la maestra del señor Wakagi, que, al observar su jardín, se convierte en todos los seres que lo habitan: conejo, rana, lluvia, brote, suelo. El señor Wakagi sueña con ese jardín, al que llega poco tiempo después, para vivir en un paraíso personal. 

La trascendencia es algo que me mueve profundamente (a veces, es la brújula de mi vida). Compartir el conocimiento o el arte con los demás hace que valga la pena vivir (al menos, a mí me lo parece). Natura, con el azul de Prusia y el rojo sangre, con el lomo cosido y expuesto y las hojas blancas aún unidas por uno de los bordes, regresa al lector a un mundo orgánico, palpable y lleno de riqueza que se alimenta de sus visitantes (hombres, mujeres y niños); a la vez, los visitantes también se nutren de la naturaleza. Esta alimentación mutua es lo que le permite al ser humano trascender. Creo que no son solamente los artistas clásicos quienes trascienden con su obra, pues cada uno de nosotros se nutre de los demás y, así, deja su huella en el mundo. Finalmente, como dice Natura, todo sucede a una escala pequeñísima.

Me conmueve hacer esta reseña en el mes de enero. A principios de mes, estaba yo en un parque donde había una laguna, árboles y muchos patos y cisnes, pensando en el año nuevo y en los cambios que, en ese entonces, tan sólo se aproximaban. Me parecía que en aquella laguna todo seguía igual, el agua lisa, los pájaros yéndose a dormir a las copas de los árboles. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que tanto ese parque como yo nos hemos alimentado uno del otro.

Para preguntar en la librería:

Natura

María José Ferrada (texto) & Mariana Alcántara (ilustraciones)

México, Alboroto Ediciones, 2022 

Mío, mi pequeño Mío:

Upplandsgatan, 14 de diciembre

El 15 de octubre de hace muchos años, escuché la radio.

Oí que Bo Vilhelm Olsson había desaparecido. Días después, lo último que se sabía de él era que había estado en el parque de Tegner, jugando con una botella vacía de cerveza.

Pasaron años antes de que pudiera comprender qué había pasado con mi amigo Bo hasta que, un día, llegó a mis oídos la historia del príncipe Mío, que dejó su ordinaria vida con su tío Sixten y su tía Edla y abandonó su primer nombre, Bo Vilhelm Olsson, para cumplir con el destino que marcaba la profecía. ¡Ay, Mío, mi pequeño Mío! Desde que te llamabas Bo y te decíamos Bosse, sabíamos que te encantaban los cuentos. De alguna manera, cuando escuché la radio el 15 de octubre, intuí que estabas inmerso en uno.

Cuando lees cuentos de hadas, parece que todo es felicidad, fantasía y belleza, igual que tu viaje al País de la Lejanía, donde todo es hermoso: las casitas blancas, la rosaleda y tu caballo Míramis. Pero, a medida que leía tu historia (¡porque, ahora, tu historia está en un libro, Mío!), yo sabía que algo no iba bien. Tanta felicidad y perfección no es normal en un libro. Sabes que, tarde o temprano, algo malo va a pasar (¿verdad? Si no, no habría narración). Y sentía mucha pena por ti, tan feliz con tu padre, el rey, tu amigo Yum-Yum, la rosaleda y tu caballo. Sentía miedo de que, al final, todo hubiera sido un sueño tuyo.

Finalmente, conociste la profecía que dictaba que el príncipe Mío debía vencer al caballero Kato, cuyo solo nombre hacía marchitar las flores y estremecer a los animales. Este caballero Kato es alguien muy misterioso, según me cuentan. 

«Mío, mi pequeño Mío», ilustración de Ilon Wikland

Pienso que, la mayoría de las veces, así se nos presentan las dificultades de la vida, como algo misterioso, oscuro, poco más que una energía maldita. Y le tenemos miedo a lo desconocido, y nos sentimos indefensos, avergonzados de nosotros mismos, incluso. Yo no soy hijo de un rey ni he luchado contra fuertes caballeros, pero en las batallitas del día a día también me he sentido pequeño.

¡Y la pérdida! Ay, Mío, la pérdida es lo que más miedo me da en el mundo, más aún que el caballero Kato. ¿Quién hubiera dicho que la pérdida también existe en el País de la Lejanía? Quizá no haya mundos lo suficientemente grandes para la muerte, especialmente la muerte de niños, una de las más amargas. Tú conviviste con el duelo muy de cerca, incluso en ese paraíso brillante y seguro, y me enorgullece que no te arredraras. Al contrario, tuviste que ir hasta el cuartel de la misma muerte, en donde todo era dolor y desesperanza, para mirar tus miedos a los ojos, plantárteles firmemente y decirles que tú eras el príncipe Mío y estabas allí para terminar con el sufrimiento de todo un pueblo.

La gente corta de miras te dirá que, en la vida real, los muertos no regresan de las tumbas, que no hay mantas tejidas con hilos mágicos que despierten de su largo y pesado sueño a ninguna hija de ninguna tejedora, como le ocurrió a Milimani. Pero ¿recuerdas esa frase sobre los cuentos de hadas que te gustaba tanto? Decía: “El bebé conoce al dragón íntimamente desde el momento en que tuvo imaginación. Lo que el cuento de hadas le brinda es un san Jorge para matar al dragón”.

Quizá sueno cruel, Mío, pero tengo que decirte que tu historia no es original. Hay muchas otras que nos hablan, y nos hablarán en el futuro, sobre san Jorge y el dragón; sobre miedos primigenios; sobre sentirse tan poquita cosa frente a caballeros oscuros; sobre la amenaza de la maldición en un mundo cálido y perfecto como una manta en invierno. No importa nada de eso, Mío, porque con tu historia, me devolviste la ilusión de estar leyendo un cuento de héroes, príncipes y villanos como si fuera la primera en toda la historia de la humanidad. Y he de decir que eso, sin duda, es la prueba de una narración que sobrevive al paso del tiempo. Nunca dejaremos de leer esas historias, incluso si los pájaros del luto no dejan de cantar.

Cómo me hubiera gustado ayudarte en tu misión en el País de la Lejanía, Mío, pero me alegra que hayas encontrado a Yum-Yum y a los otros niños que también querían vencer al caballero Kato. Todos ellos fueron tus hadas buenas, quienes te dieron la magia necesaria para enfrentar a la muerte y la tristeza sin miedo, igual que hacen nuestros amigos y familia de este lado del mundo. ¿Qué sería de nosotros sin toda esa ayuda? Aun en nuestras guerras cotidianas, estaríamos perdidos.

Al final de tu historia dices que ojalá tu viejo amigo Benka haya encontrado otros amigos. Después de muchos años, los encontré, Mío, pero nadie es como tú. Me siento feliz de que hallaras un mundo mejor para ti en el País de la Lejanía, pero no puedo evitar estar triste de que te encuentres tan lejos. Creo que sólo me quedará atesorar tu libro, que ya se convirtió en uno de mis favoritos. Cada vez que me lamente de lo pequeño que soy, cada vez que me vea frente a frente con un caballero como Kato, cada vez que dude de mi fuerza y mi voluntad, cada vez que me aterre la posibilidad de perder y cada vez que mi vida se torne tan fría como aquella cámara en la que fuiste encerrado, leeré tu libro y encontraré en él un san Jorge.

Tu amigo que no te olvida

Benka

Para preguntar en la librería:

Mío, mi pequeño Mío

Astrid Lindgren (texto) & Ilon Wikland (ilustraciones)

Barcelona, Editorial Juventud, 2010

Osos, elefantes, ratones, sapos y lobos. Animales en la literatura para niños

No me considero una animalista, mucho menos una ecologista, pero me gustan los símbolos.

La naturaleza y, particularmente, los animales, nos han proveído de símbolos desde tiempos muy antiguos. Los animales en la literatura han sido metáforas, dobles, alegorías, y también aliados y enemigos del ser humano. Ejemplos hay miles, pero en esta entrada (que puede ser la primera de muchas) he querido hablar de cinco libros que tienen animales como protagonistas.

El oso que no lo era, Frank Tashlin (texto e ilustraciones)

Me sorprendió la sencillez de la historia y la profundidad de la metáfora en El oso que no lo era, un cuento ilustrado sobre un oso que, al despertar de una larga hibernación, descubre que su bosque ha sido convertido en una fábrica. El oso le intenta explicar al capataz (y luego al Vicepresidente Tercero, al Vicepresidente Segundo, al Vicepresidente Primero y finalmente, al Presidente de la fábrica, en lo que parece ser una loca carrera burocrática) que no es un hombre disfrazado y tonto, sino un oso.

Pero el oso es llamado tantas veces “hombre tonto, sin afeitar y con un abrigo de pieles” que termina por creérselo y trabajar varios meses en la fábrica, hasta que se olvida de cómo ser un oso y, cuando llega la época de nieves otra vez, no sabe que tiene que refugiarse en una cueva.

El oso que no lo era nos pone ante una interrogante explorada millones de veces por la literatura y la filosofía: la identidad y las preguntas ¿quién soy?, ¿cómo sabemos que somos quienes creemos que somos?, ¿cómo demostrarlo? El oso de esta historia se “acultura” hasta convertirse no en un humano, sino en un obrero de la fábrica, lo cual borra por completo su identidad. Este es el drama que vive cualquier obrero de cualquier fábrica del mundo: la pérdida del yo ante el trabajo repetitivo de grandes corporaciones.

Las ilustraciones de El oso que no lo era no fungen, precisamente, como las ilustraciones de un libro álbum, pero aun así, le aportan información nueva al lector. De hecho,  las ilustraciones son las encargadas de mostrar el absurdo que reina en la burocracia y en el mundo corporativo a través de su vertiginosidad y su ironía. Noten, por ejemplo, que en cada oficina que visita el oso para hablar con el Vicepresidente Tercero, el Vicepresidente Segundo, el Vicepresidente Primero y finalmente, con el Presidente, se va agregando una secretaria (idéntica a la anterior) y un teléfono, a medida que el oso sube de nivel en el organigrama de la empresa para intentar explicar quién es.

Historia de Babar, el elefantito, Jean de Brunhoff (texto e ilustraciones)

Babar, el elefantito, también se incorpora a la vida humana, aunque de un modo muy distinto al del oso de El oso que no lo era. Después del asesinato de su madre a manos de unos cazadores, Babar huye de su natal selva y corre hasta llegar a una ciudad, en donde conoce a una anciana señora muy rica que lo cuida, lo educa y le compra trajes muy elegantes. Pero, a pesar de su nueva vida en la ciudad, Babar se siente triste, ya que extraña la selva y a sus primos, Arturo y Celeste.

Ahora que lo pienso, Historia de Babar, el elefantito se parece mucho a Heidi o a cualquier coming of age story. Babar deja su hogar, es decir, lo salvaje, lo indómito, y lo cambia (al menos, temporalmente) por otro mundo en el que aprende cosas nuevas y luego, lleva ese conocimiento a su pueblo natal para mejorarlo: Babar regresa, más culto y maduro, para casarse con Celeste y convertirse en el rey de su aldea.

Como muchas historias exitosas sobre animales, Babar se convirtió en una serie de libros, y así, tenemos El viaje de Babar, El Rey Babar, El ABC de Babar, Las vacaciones de Zefir, Babar en familia y Babar y Papá Noel, escritos entre 1932 y 1941. Y, como muchas historias que se convierten en íconos, otro autor ha continuado escribiendo las aventuras del elefantito: Laurent de Brunhoff, hijo de Jean de Brunhoff.

Las ilustraciones me encantan por su dejo impresionista. El paisaje de la selva, con los elefantitos bañándose y luego, el paisaje de la ciudad, cuando Babar pasea en su coche, están atiborrados de color y de formas dibujadas con suavidad y delicadeza. En parte, el estilo de las ilustraciones es lo que define el tono tierno de la historia en su conjunto.

Sapo y Sepo, inseparables, Arnold Lobel (texto e ilustraciones)

Lo que me encanta de Sapo y Sepo es su inocencia, su ternura y también, el absurdo filosófico y sutil de las historias que protagonizan. Su relación fluctúa entre el amor y la amistad, y he leído a muchos críticos que aseguran que Sapo y Sepo, inseparables es una metáfora de una relación homosexual (incluso, esta opinión se “refuerza” gracias a la vida privada de Arnold Lobel, quien confesó ser gay luego de la publicación de esta obra). 

Sin embargo, yo siempre acudiré a María Nikolajeva, a quien ya he mencionado antes en este blog y en cualquier ocasión que se me presente. Esta autora dice que los animales u objetos inanimados antropomorfizados no tienen género ni edad, a diferencia de los personajes humanos. Yo estoy de acuerdo con eso y también pienso que, gracias a que Sapo y Sepo son batracios y no humanos, podemos apreciar su amor y amistad de manera pura, como si estuviéramos observando colores en un cuadro abstracto y accediéramos a ellos directamente.

«Sapo y Sepo, inseparables», ilustración de Arnold Lobel

Quiero decir que no importa mucho si realmente Sapo y Sepo son una alegoría de una relación homosexual, porque la historia habla sobre algo mucho más profundo, como la tolerancia y la sensibilidad que tenemos hacia las excentricidades del ser amado. Es especialmente tierna la historia en donde Sepo hace una lista de cosas que tiene que hacer, como desayunar, vestirse o dar un paseo con Sapo. Pero cuando la lista se va volando por los aires, Sepo dice que no puede ir tras ella, porque eso no estaba dentro de las cosas que tiene que hacer. Aun así, Sapo corre detrás de la lista y acompaña a Sepo a quedarse sentado, sin hacer nada, hasta que se hace tarde y tienen que dormir.

Incluso ante las dificultades de la vida, sean estas reales o imaginarias, grandes o pequeñas, Sapo y Sepo siempre están juntos; no por nada son inseparables.

Pinta ratones, Ellen Stoll Walsh (texto e ilustraciones)

Muchos recordarán Pinta ratones o Cuenta ratones, ya que son parte de la colección “Los especiales de A la orilla del viento”, creada en el Fondo de Cultura Económica por uno de los editores más exitosos de México, Daniel Goldin.

Pinta ratones es un libro álbum para niños pequeños, yo diría que de 3 años en adelante. El texto breve, las ilustraciones minimalistas y el carácter juguetón de las relaciones entre ratones y gato le confieren gran ternura a este libro.

Los ratones son precavidos y curiosos a partes iguales. La hoja blanca es su lugar seguro para esconderse del gato, porque su pelo se confunde con el color de la hoja. Sin embargo, eso no les impide salir un momento de dicha zona de confort para explorar los jarros de pintura que se asoman unos pasos más allá.

Todo juego es descubrimiento y aprendizaje; en este caso, los ratones descubren los colores que nacen de la combinación de colores primarios. Pero pronto se dan cuenta de que estos colores no les ayudan a camuflarse.

Me gusta leer álbumes para niños muy pequeños o bebés porque me devuelven a una sencillez que se presenta, casi siempre, como necesaria y urgente. De pronto siento que la escritura, los libros o la vida misma se embrollan demasiado o que dicen poco con muchas palabras. En un mundo así, refresca la sencillez.

Lunática, Martha Riva Palacio (texto) & Mercè López (ilustraciones)

Desde hace algunos años sigo la trayectoria y las obras de Martha Riva Palacio, para mí, una escritora de atmósferas con una sensibilidad que yo encuentro muy acorde al tipo de sensibilidad que me gusta encontrar en los libros, especialmente en la literatura infantil. Me sucedió lo mismo cuando leí La bolsa amarilla, libro del que ya hablé en este blog y del cual seguiré hablando todo el tiempo. 

Dado que no soy una gran lectora de poesía, me apoyo en esta atmósfera para leer Lunática. La atmósfera, iluminada por las ilustraciones de Mercè López, me habla de una niña inmersa en su propio mundo artístico, con un lenguaje que ella misma ha inventado. En este mundo, el yo se transforma en una niña-loba, en una lunática-licántropa; su cuerpo es “una pradera infinita en la que aúlla el lobo de los cuentos de hadas” (Riva Palacio, 2015) en donde tienen lugar infinitas aventuras, desde un raspón en el tobillo hasta rascarse las pulgas con una pata. 

«Lunática», ilustración de Mercè López

El yo se transforma y con él, el entorno. Lunática se desarrolla en el mundo de la imaginación, pero no se trata de una imaginación desbordada como la de, por ejemplo, Alicia en el país de las maravillas, sino de una imaginación contemplativa que mira hacia dentro y que ocurre en cualquier momento: al subir un muro o en la bañera. 

Siempre nos encontraremos con la loba blanca, alter ego de la niña soñadora. ¿Cuántos de nosotros no hemos deseado alguna vez convertirnos en otro animal, más fuerte, más inteligente, más valiente? ¿No sería ideal meternos, como aquella princesa, en una piel de asno y experimentar el cuerpo y el mundo de otra manera?

Al final, creo que las alegorías nos permiten eso, justamente. Los animales son nuestro espejo, aunque no siempre nos devuelvan una imagen fiel de nosotros mismos (como sucede en las fábulas de Esopo). Como digo, esta fue sólo una muestra de los animales y su relación con lo humano en la literatura para niños, pero todavía quedan muchos ejemplos.

Para preguntar en la librería:

De Brunhoff, J. (2010). Historia de Babar, el elefantito. México: Alfaguara.

Lobel, A. (2017). Sapo y Sepo, inseparables. México: Loqueleo.

Riva Palacio, M. y López, M. (2015). Lunática. México: Fondo de Cultura Económica – Fundación para las Letras Mexicanas. 

Stoll Walsh, E. (2020). Pinta ratones. México: Fondo de Cultura Económica.

Tashlin, F. (2021). El oso que no lo era. México: Loqueleo.

La E es de Edward

La E es de Edward, en su mansión de 200 años

Hace muchos años, yo soñaba con casas. Eran casas nuevas, brillantes, luminosas, enormes. Pero todas ellas tenían una habitación extraña que parecía no pertenecer al resto de la construcción, ya sea porque estaba completamente sellada o porque estaba en obra negra con las paredes y el suelo sin repellar o porque tenían mucha basura y desechos humanos. Alguna vez logré entrar a esta habitación, y resultó que me encontré con personas a quienes había dejado de ver. La habitación tenía una ventana, diminuta, a través de la cual se veía un jardín inaccesible.

No suelo confiar en las interpretaciones de sueños. Sin embargo, cuando en aquellos años yo no dejaba de soñar con casas, busqué el significado y, a decir verdad, me decepcionó la obviedad del simbolismo. Supuestamente, el sueño se relaciona con el propio ser, con el cuerpo. Entonces, recordé que Bachelard ya había hablado sobre la configuración del espacio en este sentido (Poética del espacio) y me pareció que, a fin de cuentas, uno también tiene una habitación oscura en su interior, y a veces, nunca se abre.

Recordé todo esto cuando leí (¿u observé?) El ala oeste de Edward Gorey, una serie de ilustraciones sin texto que, muy a su manera, cuentan una historia. 

¿Cuántos elementos se necesitan para interpretar una imagen? ¿Cuánta información se necesita para llenar los espacios vacíos entre imagen e imagen y quedarnos con una historia en la mente? En El ala oeste Edward Gorey demuestra que son muy pocos. El título ya remite a algo prohibido, oscuro o clausurado, como las habitaciones de mis sueños. Sin embargo, la imagen de la portada dice mucho más: una mansión antigua, de ventanas severas, abiertas pero oscuras, con un hueco indescifrable en la pared. 

«El ala oeste», ilustración de Edward Gorey

Para entrar a este libro, pienso que soy una niña vulnerable, como los pequeños macabros, y que voy caminando por la acera mirando hacia la mansión. En el fondo, sé que hay algo raro allí, especialmente en el ala oeste. 

Aun así, decido entrar, con más curiosidad que valentía, en el ala oeste. Lo primero que veo es una alfombra barroca con motivos geométricos difuminados. Frente a mí, una escalera. Subo para encontrarme un pasillo con las puertas de las demás habitaciones, como en cualquier edificio normal. En efecto, veo una puerta. De ella sale una mujer con el pelo recogido y un vestido negro del siglo XIX. ¿Es una viuda? ¿Es una anticuada? ¿Es un fantasma?

Ilustración de Edward Gorey

No tengo tiempo de averiguarlo, porque ya estoy en otra habitación, en donde sólo hay tres zapatos blancos. Dos forman una pareja, pero el otro está solito. ¿Dónde ha quedado su par? La asimetría y la falta de explicaciones son sumamente molestas. Recorro más habitaciones hasta encontrarme con Mr. Gorey, que viste un abrigo negro de piel y lleva un bastón. Está sentado entre dos puertas y parece meditar con los ojos cerrados. Le pido respuestas y él me dice: “Explicar algo hace que desaparezca. Idealmente, si algo fuera bueno, sería indescriptible” (Bellot, 2018. La traducción es mía). Y después, agrega: “Desdeña las explicaciones” (Bellot, 2018. La traducción es mía). 

Ilustración de Edward Gorey

La E es de Edward, de puntas en las tumbas

Para leer un álbum sin palabras, tienes que contarte una historia en la mente. Hay elementos que ayudan a esto, como el título, el estilo del autor, los textos incidentales que podrían aparecer de repente, los arquetipos, el imaginario colectivo. 

La primera vez que hojeé El ala oeste pensé “Este álbum no tiene hilo conductor” y de inmediato me pregunté “¿Cómo lo sabes?” Sin embargo, siempre que pienso muy rápido, los acontecimientos terminan por demostrarme algo distinto. En este caso (y aunque suene a perogrullada), el hilo conductor de El ala oeste es el ala oeste de una antigua mansión.

Volveré a pensar en el libro como una mansión victoriana y a mí como una pequeña macabra. Entro una vez más pero, ahora, ya sin miedo y tratando de ser racional (los fantasmas le temen a la luz, recuérdenlo). Cada página es una habitación diferente: una tiene a una inquietante criatura blanca asomada a la ventana; otra, a una momia; otra, a un hombre tumbado en el suelo boca abajo; otra, a un cubo de heno. Todas las imágenes (todas las habitaciones) están incompletas. La mayoría de ellas retratan escenas a la mitad, pues no se explica el pasado (¿cómo perdió su ropa el hombre desnudo que se asoma al balcón?) ni el futuro (¿qué hará a continuación la criatura de la ventana?). Sólo tenemos el presente, y como buen presente, es inasible, indescifrable si no fuera por el paso del tiempo. Un momento tan pequeño rechaza conexiones lógicas y desdeña las explicaciones. 

Esta falta aparente de sentido, sumado al estilo visual de Edward Gorey, es lo que otorga el halo de misterio y de miedo al ala oeste de la mansión. De hecho, el estilo de Edward Gorey está conformado por una textura muy fina y apretada que no permite distinguir muy bien las formas de los objetos; es como ver detrás de un velo. Pensándolo bien, es, asimismo, un efecto muy sensual: ahora lo ves-ahora no lo ves. Está allí y está ausente. Está en el ala oeste y en tu imaginación.

La E es de Edward y la G es de Gorey, parado frente al espejo: Ogdred Weary

Cuando soñaba con casas, tenía otra vida. Cambió la realidad, cambié yo, cambiaron mis sueños. Lo cierto es que, en ese entonces, me sentía como las casas con las que soñaba. Pensaba que había algo oscuro en mi interior, algo cerrado que necesitaba abrir desesperadamente.

Nunca me pregunté ni me molesté en averiguar por qué necesitaba abrir esa puerta en el sótano de mi propia mente y cuerpo. Tampoco sé a ciencia cierta qué significaban esos sueños (o si significan algo, siquiera). Algunas cosas, como la obra de Edward Gorey, pueden ser apreciadas sin que necesiten interpretaciones. 

En la entrada anterior, donde comentamos Sofía en el País del Infinito, yo hablaba acerca de cómo sufro con las matemáticas, de cómo parpadeo y de pronto ya hay un número nuevo que salió quién sabe de dónde. Digamos que ese es un tipo de dificultad con el que no me siento cómoda, pero con El ala oeste es diferente.  

Ahora que reflexiono más profundamente, me parece que, en el caso de los problemas matemáticos, hay resultados que deben ser encontrados. En álbumes sin palabras como este no hay nada garantizado, nadie tiene la última palabra y quizá, mientras haya lectores de Gorey, siempre se aceptarán nuevas interpretaciones. Cada vez que regresemos a la mansión del ala oeste, encontraremos algo nuevo y, a la vez, algo raro nos estará esperando. ¿Tendremos alguna vez todas las respuestas? Muy probablemente, no. ¿Asusta no comprender algo que leemos? Claro, yo diría que es hasta natural asustarse. ¿Debería esto detener a potenciales lectores? No, nunca. ¿Qué puede animarlos a leer álbumes sin palabras como este? ¡La belleza! 

El ala oeste se comporta como mis sueños. Se sienta en mi interior y espera una interpretación tardía. Ahora, en la víspera de Halloween, leo este álbum como una casa embrujada que mira de frente a través de sus ventanas ciegas y me recuerda mis propias casas embrujadas. Tanto la mansión del ala oeste como mis sueños estarán esperándome, siempre abiertos.

Para preguntar en la librería:

El ala oeste

Edward Gorey

Barcelona, Zorro Rojo, 2010

El eslabón perdido

Una versión de este texto fue leída en la presentación de Sofía en el País del Infinito en la FILU 2022 el 8 de septiembre de 2022.

No puedo decir que recuerdo con alegría mis clases de matemáticas en la escuela. Siempre que enfrentaba un problema, una ecuación o un plano cartesiano sentía que me perdía en el camino.

Parpadeaba y de pronto ya había un número nuevo o un resultado que salió de quién sabe dónde. Todavía tengo esa sensación de perder eslabones en la cadena de solución cuando alguien me explica algo de matemáticas.

Y estoy hablando de operaciones sencillas y cuestiones elementales, porque de teoremas más complejos me encuentro a años luz. A veces veo videos de divulgadores que hablan sobre la “belleza de las matemáticas” y pienso en lo mucho que me encantaría apreciar esa belleza en su totalidad. Cuando un matemático habla sobre la Luna de Hipócrates o sobre Leonard Euler o sobre el problema de Monty Hall (y la historia de su resolución por Marylin vos Savant), me siento como cuando leo a Shakespeare. Sé que habla de cosas terribles de una forma maravillosa, sobrehumana, pero aun así, siento que no me estoy enterando de todo. La diferencia es que con Shakespeare me siento cómoda con esa parte de información que no entiendo, y con las matemáticas no.

Sin embargo, ¿no dicen los filósofos griegos que un poco de incomodidad es buena, e incluso deseable? La incomodidad casi siempre se encuentra muy cerca de la dificultad y, por lo tanto, del rechazo. Es obvio que rechazamos las matemáticas porque no las comprendemos, pero ¿qué pasaría si las toleráramos un poquito? ¿Por qué no deshacernos de ese aura que las ha rodeado durante mucho tiempo, un aura de ciencias difíciles, reservadas sólo para “unos cuantos genios” pero que, al fin y al cabo, de qué nos sirven si no somos ingenieros?

Sofía en el País del Infinito, de Gabriela Frías Villegas e ilustraciones de Bernardo Fernández, Bef, se libera de ese aura y, en cambio, nos presenta un viaje al País del Infinito en donde la pequeña Sofía, junto a su gatita Luna, conocerá un hotel infinito, un barbero con el pelo muy largo, una encargada de zoológico muy afligida y a una enigmática reina que, en realidad, ha tenido mucha más influencia en la historia de lo que creemos.

Fractal en un romanesco, tomado de «Scientific American»

Así, a través de un viaje espacial y de un homenaje a Alicia en el país de las maravillas, este libro nos habla sobre el concepto del infinito por medio de paradojas científicas, como la paradoja del hotel infinito, la paradoja del barbero de Bertrand Russell (con el mismo Russell como personaje) o la cinta de Möbius. Todas estas paradojas, combinadas con referencias a los más importantes matemáticos de la historia y a Lewis Carroll, pueden parecer abrumadoras, especialmente para los niños y jóvenes, pero Sofía en el País del Infinito demuestra que las matemáticas en realidad son un juego.

Una de las delicias de la divulgación científica para niños y jóvenes es que se puede jugar con la forma. El fondo, es decir, el contenido (en este caso, el infinito y todas sus posibilidades de estudio) tiene que incluir información fidedigna, respaldada por datos duros, pero la forma puede ser tan libre y dúctil como se quiera. Y es precisamente la forma lo que le permite al lector “pensar fuera de la caja” y estimular su creatividad, lo cual es el fin último de la divulgación científica, ya sea que esta se dirija a adultos o a niños.

Algunos conceptos matemáticos o científicos son especialmente poéticos, y el infinito es uno de ellos. Borges hablaba de él en “El Aleph” y Escher lo pintaba. El infinito rebasa la comprensión humana; muchas veces nos descoloca pensar en hoteles con habitaciones infinitas o en la ilusión de la banda de Möbius, que tiene una sola cara infinita. En ese sentido, la divulgación de la ciencia y libros como Sofía en el País del Infinito nos acercan a comprender mejor estos temas. 

Lo anterior se logra, en parte, gracias al juego metafórico de Sofía en el País del Infinito que alude a Alicia en el país de las maravillas, pero también gracias a las ilustraciones de Bernardo Fernández, Bef. Estas están realizadas al estilo cómic, ya que presentan escenas muy concretas de las peripecias de Sofía en el País del Infinito. Además, hay movimiento y varios planos en una misma ilustración (como la de la portada), lo que expresa el deseo de aventura. Sofía y Luna van como locas tras el robot, angustiado por llegar tarde a cierto evento muy importante, pero también picadas por la curiosidad.

«Sofía en el País del Infinito», ilustración de Bef

En última instancia, Sofía en el País del Infinito es un homenaje a la curiosidad, como buen libro de divulgación científica. Una vez que descubrimos o leemos algo sobre matemáticas, queremos saber más, y la nueva información nos lleva, poco a poco, a conocer más y más, pero también (y más importante) nos plantea preguntas científicas. Los lectores de divulgación científica siempre están siguiendo a un conejo o un robot apresurado, símbolo de la curiosidad.

Tuve la fortuna de presentar Sofía en el País del Infinito en la Feria Internacional del Libro Universitario de la Universidad Veracruzana, en compañía de la autora y el ilustrador. Allí, ambos decían que el libro era un homenaje a Sofía, la pequeña hija que tienen en común (y que también estuvo con nosotros en la mesa de la presentación). El objetivo del libro era enamorar a Sofi de las matemáticas creando un mundo en donde todo fuera infinito. 

La definición más elemental de ficción es, quizá, la de crear mundos imaginarios que tienen sus propias reglas. En este caso, para seguir la lógica del País del Infinito, hay que preguntarnos qué hay en ese país. Como Gabriela Frías dijo en la presentación, en el mundo que visitan Sofía y Luna existen cines donde puedes pedir palomitas y refresco infinitos. ¡Nunca se acabarían! Así es como la ficción y la imaginación conviven con las ciencias duras y los datos científicos que se presentan, como las paradojas que ya he mencionado. Creo que no hay nada más divertido que ver una cinta de Möbius mientras tomas una malteada infinita en alguna cafetería del País del Infinito.

Bef habló de una habilidad que me parece importantísima, sobre todo en la divulgación científica y en textos de ficción que dialogan con la ciencia: el ser capaz de explicar algo complejo de una manera sencilla. Sencillo no quiere decir bobo. No es necesario hablarle a los niños como si fuéramos tontos (“Möbius era un matemáááááááático y astróóóóóóónomo… ¿saben qué es un astrónomo?”). Se trata de utilizar la imaginación, el sentido del humor, el pensamiento crítico y la creatividad para jugar con las ciencias duras (y también, por qué no, con las artes y humanidades). Esto no “baja el nivel” del discurso, sino que lo pone en otra perspectiva para poder leerlo e interpretarlo de maneras novedosas.

El final de Sofía en el País del Infinito es abierto; no voy a revelarlo aquí, solamente diré que la historia da pie a muchas aventuras de Sofía y Luna en otros mundos. ¡Espero verlas publicadas muy pronto! Mientras tanto, seguiré persiguiendo al conejo-robot matemático, y esta vez, intentaré no perder los eslabones y apaciguar mi intuición con un resultado que comprenda en su totalidad. ¿Lo conseguiré? Ya lo veremos.

Para preguntar en la librería:

Sofía en el País del Infinito

Gabriela Frías Villegas (texto) & Bef (ilustraciones)

México, Sexto Piso, 2022

Libros que te dejan… qué sé yo

Para (y por) la ternura

Desde hace algunos años, me pasa un fenómeno muy curioso: sé que los libros que elijo y decido leer me gustarán, en mayor o menor medida.

Las editoriales tienen mucho que ver en esto, porque yo sí juzgo un libro por su portada (y por su diseño, sus ilustraciones, si las hay, su traducción, su prólogo, su manufactura e incluso la reputación o fama del sello editorial). Pero también ayuda el hecho de conocer, aunque sea vagamente, autores o clásicos, y es cierto que mi personalidad siempre se inclina por los clásicos, aunque es lo suficientemente aventurera para experimentar con otros géneros y propuestas. Además, cuando leo por placer o para hacer reseñas en este blog, no pierdo el tiempo en leer libros con una técnica pobre: la vida es muy corta.

Por eso, en mi última visita a la librería, tomé una edición de Hojas de hierba, de editorial Austral, que me gustaría y me gustó, a pesar del diseño modesto (pero compensado por ser la primera traducción de la edición original en inglés). Luego, me agaché, miré en los entrepaños que están más cerca del suelo, y encontré un pequeño ejemplar, de 10.5 x 18.5 cm, de editorial Norma, escondido entre otros libros para niños. Era La bolsa amarilla de Lygia Bojunga, que estaba agazapado en el librero, tal como los personajes que viven dentro de la bolsa amarilla. Ni el título ni el nombre de la autora me decían nada, y la ilustración de la portada no me gustó, si bien recuerda a las de los libros infantiles de los 90. Bueno, en general el libro no me pareció particularmente atractivo hasta que le di vuelta y leí la contraportada.

¡¿Cómo era posible que no haya oído hablar de la autora si ganó el Hans Christian Andersen en 1982, y no sólo eso, sino que ese año se lo dieron por primera vez a un autor latinoamericano?! “Este sí o sí me lo llevo”, pensé. “Y me gustará”.

Esto sucedió el mes pasado, durante mis vacaciones de verano. Fui a la librería para buscar nuevas lecturas, ya que había terminado el libro sobre psicópatas que me llevé en la maleta. Últimamente he estado leyendo géneros que no suelo leer con tanta frecuencia, como la poesía y la divulgación, aunque nunca dejo la narrativa y mucho menos, la literatura infantil. Creo que empecé a leer La bolsa amarilla ese mismo día y lo terminé también aquel día. En parte fue gracias a que estaba de vacaciones y en parte fue porque la historia, el lenguaje y la sensibilidad de la autora me maravillaron.

Raquel quiere ser escritora, pero ese es uno de sus secretos. Los otros son ser mayor y volverse hombre. Estos secretos crecen y crecen, por eso hay que encontrarles un buen escondite. No tiene que ser muy sofisticado, como una caja fuerte detrás de un cuadro; de hecho, puede ser más modesto, como la bolsa amarilla que la tía Brunilda desechó por ser muy fea y vieja.

Los secretos de Raquel a duras penas caben dentro de la bolsa, y el espacio se reduce todavía más con los estrafalarios inquilinos: Rey, un gallo que prefirió llamarse Alfonso, la Paraguas, el Gancho de Pañal y, temporalmente, el gallo Terrible.

Ilustración por Pedro Hace

La bolsa amarilla tocó fibras muy sensibles dentro de mí, porque yo, al igual que Raquel, fui una niña que quería ser escritora. Además, las historias de rebeldes, de gente que cree que no “encaja” en la sociedad o dentro de su familia o en su muy reducido círculo de amigos siempre me inspiran. Desde que leí Matilda he estado acompañada de valientes que desafían las normas convencionales y viven su vida exactamente como ellos quieren, con reglas que ellos mismos diseñan (a menudo, inspiradas por la literatura y el arte).

Como dice Raquel: “Un día me puse a pensar qué iba a ser yo más tarde. Resolví que iba a ser escritora. Y empecé a fingir de una vez que ya era” (Bojunga, 2005, p. 8). Entonces, la chica empieza a inventarse amigos con los que se escribe cartas imaginarias. Le envía cartas a Andrés y a Lorelai, a quien le cuenta que su vida era más feliz cuando vivía en el campo y desea fugarse para regresar allí, entonces, ¿por qué no?, se inventa todo el viaje con papel y pluma.

Pero resulta que, para no variar, su familia no la entiende; ellos creen que Andrés y Lorelai son personas reales y que Raquel se quiere escapar de su casa. Por más explicaciones que Raquel les da acerca de cómo funciona la ficción y la literatura, nadie la escucha, y peor aún, se ríen de ella.

No me gusta hablar acerca de cuáles son los “temas” de los libros que leo, porque pienso que los libros (especialmente la narrativa) no dicen, sino son. Sin embargo, en el caso de La bolsa amarilla, si hay que hablar de algún “tema” en especial, ese sería la contraposición entre el mundo adulto y el mundo de los niños y jóvenes. Raquel tiene el deseo de volverse mayor para que la tomen en serio, para que no la pongan a hacer gracias, cantar y bailar enfrente de tíos y primos que ni siquiera le caen bien y para que nadie insista en saber qué guarda en la bolsa amarilla. A un adulto no le exigimos que de la nada baile, cante y se ponga feliz o que nos muestre la intimidad de su bolso. ¿Por qué lo hacemos con los niños?

Muy a menudo, libros como La bolsa amarilla, Matilda, Elvis Karlsson, La grúa o El pato y la muerte me hacen pensar en la ternura. La ternura es un sentimiento primigenio, que conocemos los seres humanos cuando, al nacer, alzamos los bracitos o ponemos ojitos alegres. Es, entonces, el sentimiento provocado por aquello que es nuevo, blando, fácil de doblar, fácil de provocarle el llanto. Alguien tierno tiene la sensibilidad a flor de piel, pero este no es el tipo de sensibilidad en fuga, que rompe todo cuanto se encuentra a su paso y lo tiñe de golpes; es la sensibilidad más contemplativa y suave, que recibe estímulos del exterior, los comprende, los saborea y devuelve algo todavía más bello, si cabe. Esta es la sensibilidad de Raquel, la que tiene y la que transmite al lector. Por consiguiente, es también la de Lygia Bojunga.

Ilustración por Pedro Hace

No es muy fácil que digamos percibir esta sensibilidad. A mí me aterra perderla, entonces trato de afinarla todos los días tratando de abrir mi mente, aceptar el pacto narrativo y entrar a la ficción que el libro me propone sin reservas. No es que esto me haya sucedido con La bolsa amarilla, pues fue increíblemente fácil comprender su mundo, pero a veces uno tiene cosido el pensamiento. Hay muchos personajes así en la novela, como el gallo Terrible, a quien le cosieron el pensamiento de pelear y pelear y pelear contra otros gallos. Este pensamiento estaba cosido con un hilo tan fuerte que selló el destino del pobre animal.

Pero, más adelante en la novela (en el capítulo 9, de un total de 10, titulado “Comienzo a pensar diferente”) vemos, por contraste, que la familia de Raquel tiene el pensamiento fuertemente cerrado con costuras hechas de hilo de poliéster. En ese capítulo, la chica conoce a una singular familia que se dedica a reparar todo tipo de cacharros viejos, desde ollas hasta relojes. Y, siempre que sienten que ya han trabajado demasiado, cambian de roles o hacen una pequeña fiesta en la que todos bailan. Mientras está con ellos, Raquel se da cuenta de que quizá los adultos no sean tan difíciles de entender después de todo. Eso, sobra decirlo, no sucede cuando está con su propia familia, tan cerrados como son al arte, a la literatura y a la diversión en general.

Terminé La bolsa amarilla un día de julio, en la casa de mi infancia, en la misma casa donde alguna vez “Resolví que iba a ser escritora”, en la misma casa donde está mi librero de hojas de otoño, con los libros que me acompañaron y me han de acompañar siempre. Creo que ya es obvio señalarlo, pero, tal como predije en la librería, La bolsa amarilla me gustó. Sin embargo, me tomó por sorpresa el profundo amor que sentí inmediatamente por este libro y la admiración que desde ahora tengo hacia Lygia Bojunga. Como siempre me sucede con mis libros favoritos, ahora quiero leer toda la obra de la autora.

Dentro de muchos años, seguramente volveré a La bolsa amarilla. Mientras tanto, me seguiré preguntando qué tipo de libro es: ¿uno suave?, ¿uno puntiagudo?, ¿uno pesado?, ¿uno liviano?, ¿uno irónico?, ¿uno tierno?, ¿todos a la vez?

Para preguntar en la librería:

La bolsa amarilla

Lygia Bojunga (texto) & Esperanza Vallejo (ilustraciones)

México, Grupo Editorial Norma, 2005