La laguna y el año nuevo

En la orilla del papel todavía puedo sentir el filo del cuchillo.

Al llegar a casa de la librería tuve que cortar algunas hojas del libro que, cerradas, guardaban gusanos, mariposas y hormigas de un color tan rojo como la sangre. Natura (texto de María José Ferrada e ilustraciones de Mariana Alcántara) es una colección de estampas de plantas azules y animales rojos que guardan un misterio en su piel. El misterio son las huellas en el sendero que dejan hombres, mujeres y niños.

Si el bosque es un cuerpo, su voz son los pájaros; y los gusanos, el tejido blando. Si el bosque es un cuerpo, el venado es la sangre. Si el bosque es un cuerpo, las mariposas son su alma. Si el bosque es un cuerpo, nuestras huellas son sus cicatrices. Los pensamientos del bosque son la poesía de Natura, pues allí siempre sucede algo, pero a una escala pequeñísima. Aun así, alguien escucha, ya sea un poeta o un niño.

La naturaleza no es azul. Este color se esconde por todos lados, a pesar del cielo y el mar. Sin embargo, las plantas de Natura están estampadas rotundamente en la página con un azul de Prusia cargadísimo, que recuerda a las algas de Anna Atkins, en donde arte y ciencia se fusionan.

«Natura», ilustración de Mariana Alcántara

Me gusta la mirada que tiene María José Ferrada sobre la naturaleza, pues la considera una maestra del cambio, del viaje, de los pasos que damos y de las cicatrices que ganamos para ser quienes somos. Y en Un jardín, otra obra de Ferrada (esta, ilustrada por Isidro Ferrer), la naturaleza es la maestra del señor Wakagi, que, al observar su jardín, se convierte en todos los seres que lo habitan: conejo, rana, lluvia, brote, suelo. El señor Wakagi sueña con ese jardín, al que llega poco tiempo después, para vivir en un paraíso personal. 

La trascendencia es algo que me mueve profundamente (a veces, es la brújula de mi vida). Compartir el conocimiento o el arte con los demás hace que valga la pena vivir (al menos, a mí me lo parece). Natura, con el azul de Prusia y el rojo sangre, con el lomo cosido y expuesto y las hojas blancas aún unidas por uno de los bordes, regresa al lector a un mundo orgánico, palpable y lleno de riqueza que se alimenta de sus visitantes (hombres, mujeres y niños); a la vez, los visitantes también se nutren de la naturaleza. Esta alimentación mutua es lo que le permite al ser humano trascender. Creo que no son solamente los artistas clásicos quienes trascienden con su obra, pues cada uno de nosotros se nutre de los demás y, así, deja su huella en el mundo. Finalmente, como dice Natura, todo sucede a una escala pequeñísima.

Me conmueve hacer esta reseña en el mes de enero. A principios de mes, estaba yo en un parque donde había una laguna, árboles y muchos patos y cisnes, pensando en el año nuevo y en los cambios que, en ese entonces, tan sólo se aproximaban. Me parecía que en aquella laguna todo seguía igual, el agua lisa, los pájaros yéndose a dormir a las copas de los árboles. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que tanto ese parque como yo nos hemos alimentado uno del otro.

Para preguntar en la librería:

Natura

María José Ferrada (texto) & Mariana Alcántara (ilustraciones)

México, Alboroto Ediciones, 2022 

La E es de Edward

La E es de Edward, en su mansión de 200 años

Hace muchos años, yo soñaba con casas. Eran casas nuevas, brillantes, luminosas, enormes. Pero todas ellas tenían una habitación extraña que parecía no pertenecer al resto de la construcción, ya sea porque estaba completamente sellada o porque estaba en obra negra con las paredes y el suelo sin repellar o porque tenían mucha basura y desechos humanos. Alguna vez logré entrar a esta habitación, y resultó que me encontré con personas a quienes había dejado de ver. La habitación tenía una ventana, diminuta, a través de la cual se veía un jardín inaccesible.

No suelo confiar en las interpretaciones de sueños. Sin embargo, cuando en aquellos años yo no dejaba de soñar con casas, busqué el significado y, a decir verdad, me decepcionó la obviedad del simbolismo. Supuestamente, el sueño se relaciona con el propio ser, con el cuerpo. Entonces, recordé que Bachelard ya había hablado sobre la configuración del espacio en este sentido (Poética del espacio) y me pareció que, a fin de cuentas, uno también tiene una habitación oscura en su interior, y a veces, nunca se abre.

Recordé todo esto cuando leí (¿u observé?) El ala oeste de Edward Gorey, una serie de ilustraciones sin texto que, muy a su manera, cuentan una historia. 

¿Cuántos elementos se necesitan para interpretar una imagen? ¿Cuánta información se necesita para llenar los espacios vacíos entre imagen e imagen y quedarnos con una historia en la mente? En El ala oeste Edward Gorey demuestra que son muy pocos. El título ya remite a algo prohibido, oscuro o clausurado, como las habitaciones de mis sueños. Sin embargo, la imagen de la portada dice mucho más: una mansión antigua, de ventanas severas, abiertas pero oscuras, con un hueco indescifrable en la pared. 

«El ala oeste», ilustración de Edward Gorey

Para entrar a este libro, pienso que soy una niña vulnerable, como los pequeños macabros, y que voy caminando por la acera mirando hacia la mansión. En el fondo, sé que hay algo raro allí, especialmente en el ala oeste. 

Aun así, decido entrar, con más curiosidad que valentía, en el ala oeste. Lo primero que veo es una alfombra barroca con motivos geométricos difuminados. Frente a mí, una escalera. Subo para encontrarme un pasillo con las puertas de las demás habitaciones, como en cualquier edificio normal. En efecto, veo una puerta. De ella sale una mujer con el pelo recogido y un vestido negro del siglo XIX. ¿Es una viuda? ¿Es una anticuada? ¿Es un fantasma?

Ilustración de Edward Gorey

No tengo tiempo de averiguarlo, porque ya estoy en otra habitación, en donde sólo hay tres zapatos blancos. Dos forman una pareja, pero el otro está solito. ¿Dónde ha quedado su par? La asimetría y la falta de explicaciones son sumamente molestas. Recorro más habitaciones hasta encontrarme con Mr. Gorey, que viste un abrigo negro de piel y lleva un bastón. Está sentado entre dos puertas y parece meditar con los ojos cerrados. Le pido respuestas y él me dice: “Explicar algo hace que desaparezca. Idealmente, si algo fuera bueno, sería indescriptible” (Bellot, 2018. La traducción es mía). Y después, agrega: “Desdeña las explicaciones” (Bellot, 2018. La traducción es mía). 

Ilustración de Edward Gorey

La E es de Edward, de puntas en las tumbas

Para leer un álbum sin palabras, tienes que contarte una historia en la mente. Hay elementos que ayudan a esto, como el título, el estilo del autor, los textos incidentales que podrían aparecer de repente, los arquetipos, el imaginario colectivo. 

La primera vez que hojeé El ala oeste pensé “Este álbum no tiene hilo conductor” y de inmediato me pregunté “¿Cómo lo sabes?” Sin embargo, siempre que pienso muy rápido, los acontecimientos terminan por demostrarme algo distinto. En este caso (y aunque suene a perogrullada), el hilo conductor de El ala oeste es el ala oeste de una antigua mansión.

Volveré a pensar en el libro como una mansión victoriana y a mí como una pequeña macabra. Entro una vez más pero, ahora, ya sin miedo y tratando de ser racional (los fantasmas le temen a la luz, recuérdenlo). Cada página es una habitación diferente: una tiene a una inquietante criatura blanca asomada a la ventana; otra, a una momia; otra, a un hombre tumbado en el suelo boca abajo; otra, a un cubo de heno. Todas las imágenes (todas las habitaciones) están incompletas. La mayoría de ellas retratan escenas a la mitad, pues no se explica el pasado (¿cómo perdió su ropa el hombre desnudo que se asoma al balcón?) ni el futuro (¿qué hará a continuación la criatura de la ventana?). Sólo tenemos el presente, y como buen presente, es inasible, indescifrable si no fuera por el paso del tiempo. Un momento tan pequeño rechaza conexiones lógicas y desdeña las explicaciones. 

Esta falta aparente de sentido, sumado al estilo visual de Edward Gorey, es lo que otorga el halo de misterio y de miedo al ala oeste de la mansión. De hecho, el estilo de Edward Gorey está conformado por una textura muy fina y apretada que no permite distinguir muy bien las formas de los objetos; es como ver detrás de un velo. Pensándolo bien, es, asimismo, un efecto muy sensual: ahora lo ves-ahora no lo ves. Está allí y está ausente. Está en el ala oeste y en tu imaginación.

La E es de Edward y la G es de Gorey, parado frente al espejo: Ogdred Weary

Cuando soñaba con casas, tenía otra vida. Cambió la realidad, cambié yo, cambiaron mis sueños. Lo cierto es que, en ese entonces, me sentía como las casas con las que soñaba. Pensaba que había algo oscuro en mi interior, algo cerrado que necesitaba abrir desesperadamente.

Nunca me pregunté ni me molesté en averiguar por qué necesitaba abrir esa puerta en el sótano de mi propia mente y cuerpo. Tampoco sé a ciencia cierta qué significaban esos sueños (o si significan algo, siquiera). Algunas cosas, como la obra de Edward Gorey, pueden ser apreciadas sin que necesiten interpretaciones. 

En la entrada anterior, donde comentamos Sofía en el País del Infinito, yo hablaba acerca de cómo sufro con las matemáticas, de cómo parpadeo y de pronto ya hay un número nuevo que salió quién sabe de dónde. Digamos que ese es un tipo de dificultad con el que no me siento cómoda, pero con El ala oeste es diferente.  

Ahora que reflexiono más profundamente, me parece que, en el caso de los problemas matemáticos, hay resultados que deben ser encontrados. En álbumes sin palabras como este no hay nada garantizado, nadie tiene la última palabra y quizá, mientras haya lectores de Gorey, siempre se aceptarán nuevas interpretaciones. Cada vez que regresemos a la mansión del ala oeste, encontraremos algo nuevo y, a la vez, algo raro nos estará esperando. ¿Tendremos alguna vez todas las respuestas? Muy probablemente, no. ¿Asusta no comprender algo que leemos? Claro, yo diría que es hasta natural asustarse. ¿Debería esto detener a potenciales lectores? No, nunca. ¿Qué puede animarlos a leer álbumes sin palabras como este? ¡La belleza! 

El ala oeste se comporta como mis sueños. Se sienta en mi interior y espera una interpretación tardía. Ahora, en la víspera de Halloween, leo este álbum como una casa embrujada que mira de frente a través de sus ventanas ciegas y me recuerda mis propias casas embrujadas. Tanto la mansión del ala oeste como mis sueños estarán esperándome, siempre abiertos.

Para preguntar en la librería:

El ala oeste

Edward Gorey

Barcelona, Zorro Rojo, 2010

El eslabón perdido

Una versión de este texto fue leída en la presentación de Sofía en el País del Infinito en la FILU 2022 el 8 de septiembre de 2022.

No puedo decir que recuerdo con alegría mis clases de matemáticas en la escuela. Siempre que enfrentaba un problema, una ecuación o un plano cartesiano sentía que me perdía en el camino.

Parpadeaba y de pronto ya había un número nuevo o un resultado que salió de quién sabe dónde. Todavía tengo esa sensación de perder eslabones en la cadena de solución cuando alguien me explica algo de matemáticas.

Y estoy hablando de operaciones sencillas y cuestiones elementales, porque de teoremas más complejos me encuentro a años luz. A veces veo videos de divulgadores que hablan sobre la “belleza de las matemáticas” y pienso en lo mucho que me encantaría apreciar esa belleza en su totalidad. Cuando un matemático habla sobre la Luna de Hipócrates o sobre Leonard Euler o sobre el problema de Monty Hall (y la historia de su resolución por Marylin vos Savant), me siento como cuando leo a Shakespeare. Sé que habla de cosas terribles de una forma maravillosa, sobrehumana, pero aun así, siento que no me estoy enterando de todo. La diferencia es que con Shakespeare me siento cómoda con esa parte de información que no entiendo, y con las matemáticas no.

Sin embargo, ¿no dicen los filósofos griegos que un poco de incomodidad es buena, e incluso deseable? La incomodidad casi siempre se encuentra muy cerca de la dificultad y, por lo tanto, del rechazo. Es obvio que rechazamos las matemáticas porque no las comprendemos, pero ¿qué pasaría si las toleráramos un poquito? ¿Por qué no deshacernos de ese aura que las ha rodeado durante mucho tiempo, un aura de ciencias difíciles, reservadas sólo para “unos cuantos genios” pero que, al fin y al cabo, de qué nos sirven si no somos ingenieros?

Sofía en el País del Infinito, de Gabriela Frías Villegas e ilustraciones de Bernardo Fernández, Bef, se libera de ese aura y, en cambio, nos presenta un viaje al País del Infinito en donde la pequeña Sofía, junto a su gatita Luna, conocerá un hotel infinito, un barbero con el pelo muy largo, una encargada de zoológico muy afligida y a una enigmática reina que, en realidad, ha tenido mucha más influencia en la historia de lo que creemos.

Fractal en un romanesco, tomado de «Scientific American»

Así, a través de un viaje espacial y de un homenaje a Alicia en el país de las maravillas, este libro nos habla sobre el concepto del infinito por medio de paradojas científicas, como la paradoja del hotel infinito, la paradoja del barbero de Bertrand Russell (con el mismo Russell como personaje) o la cinta de Möbius. Todas estas paradojas, combinadas con referencias a los más importantes matemáticos de la historia y a Lewis Carroll, pueden parecer abrumadoras, especialmente para los niños y jóvenes, pero Sofía en el País del Infinito demuestra que las matemáticas en realidad son un juego.

Una de las delicias de la divulgación científica para niños y jóvenes es que se puede jugar con la forma. El fondo, es decir, el contenido (en este caso, el infinito y todas sus posibilidades de estudio) tiene que incluir información fidedigna, respaldada por datos duros, pero la forma puede ser tan libre y dúctil como se quiera. Y es precisamente la forma lo que le permite al lector “pensar fuera de la caja” y estimular su creatividad, lo cual es el fin último de la divulgación científica, ya sea que esta se dirija a adultos o a niños.

Algunos conceptos matemáticos o científicos son especialmente poéticos, y el infinito es uno de ellos. Borges hablaba de él en “El Aleph” y Escher lo pintaba. El infinito rebasa la comprensión humana; muchas veces nos descoloca pensar en hoteles con habitaciones infinitas o en la ilusión de la banda de Möbius, que tiene una sola cara infinita. En ese sentido, la divulgación de la ciencia y libros como Sofía en el País del Infinito nos acercan a comprender mejor estos temas. 

Lo anterior se logra, en parte, gracias al juego metafórico de Sofía en el País del Infinito que alude a Alicia en el país de las maravillas, pero también gracias a las ilustraciones de Bernardo Fernández, Bef. Estas están realizadas al estilo cómic, ya que presentan escenas muy concretas de las peripecias de Sofía en el País del Infinito. Además, hay movimiento y varios planos en una misma ilustración (como la de la portada), lo que expresa el deseo de aventura. Sofía y Luna van como locas tras el robot, angustiado por llegar tarde a cierto evento muy importante, pero también picadas por la curiosidad.

«Sofía en el País del Infinito», ilustración de Bef

En última instancia, Sofía en el País del Infinito es un homenaje a la curiosidad, como buen libro de divulgación científica. Una vez que descubrimos o leemos algo sobre matemáticas, queremos saber más, y la nueva información nos lleva, poco a poco, a conocer más y más, pero también (y más importante) nos plantea preguntas científicas. Los lectores de divulgación científica siempre están siguiendo a un conejo o un robot apresurado, símbolo de la curiosidad.

Tuve la fortuna de presentar Sofía en el País del Infinito en la Feria Internacional del Libro Universitario de la Universidad Veracruzana, en compañía de la autora y el ilustrador. Allí, ambos decían que el libro era un homenaje a Sofía, la pequeña hija que tienen en común (y que también estuvo con nosotros en la mesa de la presentación). El objetivo del libro era enamorar a Sofi de las matemáticas creando un mundo en donde todo fuera infinito. 

La definición más elemental de ficción es, quizá, la de crear mundos imaginarios que tienen sus propias reglas. En este caso, para seguir la lógica del País del Infinito, hay que preguntarnos qué hay en ese país. Como Gabriela Frías dijo en la presentación, en el mundo que visitan Sofía y Luna existen cines donde puedes pedir palomitas y refresco infinitos. ¡Nunca se acabarían! Así es como la ficción y la imaginación conviven con las ciencias duras y los datos científicos que se presentan, como las paradojas que ya he mencionado. Creo que no hay nada más divertido que ver una cinta de Möbius mientras tomas una malteada infinita en alguna cafetería del País del Infinito.

Bef habló de una habilidad que me parece importantísima, sobre todo en la divulgación científica y en textos de ficción que dialogan con la ciencia: el ser capaz de explicar algo complejo de una manera sencilla. Sencillo no quiere decir bobo. No es necesario hablarle a los niños como si fuéramos tontos (“Möbius era un matemáááááááático y astróóóóóóónomo… ¿saben qué es un astrónomo?”). Se trata de utilizar la imaginación, el sentido del humor, el pensamiento crítico y la creatividad para jugar con las ciencias duras (y también, por qué no, con las artes y humanidades). Esto no “baja el nivel” del discurso, sino que lo pone en otra perspectiva para poder leerlo e interpretarlo de maneras novedosas.

El final de Sofía en el País del Infinito es abierto; no voy a revelarlo aquí, solamente diré que la historia da pie a muchas aventuras de Sofía y Luna en otros mundos. ¡Espero verlas publicadas muy pronto! Mientras tanto, seguiré persiguiendo al conejo-robot matemático, y esta vez, intentaré no perder los eslabones y apaciguar mi intuición con un resultado que comprenda en su totalidad. ¿Lo conseguiré? Ya lo veremos.

Para preguntar en la librería:

Sofía en el País del Infinito

Gabriela Frías Villegas (texto) & Bef (ilustraciones)

México, Sexto Piso, 2022

Libros que te dejan… qué sé yo

Para (y por) la ternura

Desde hace algunos años, me pasa un fenómeno muy curioso: sé que los libros que elijo y decido leer me gustarán, en mayor o menor medida.

Las editoriales tienen mucho que ver en esto, porque yo sí juzgo un libro por su portada (y por su diseño, sus ilustraciones, si las hay, su traducción, su prólogo, su manufactura e incluso la reputación o fama del sello editorial). Pero también ayuda el hecho de conocer, aunque sea vagamente, autores o clásicos, y es cierto que mi personalidad siempre se inclina por los clásicos, aunque es lo suficientemente aventurera para experimentar con otros géneros y propuestas. Además, cuando leo por placer o para hacer reseñas en este blog, no pierdo el tiempo en leer libros con una técnica pobre: la vida es muy corta.

Por eso, en mi última visita a la librería, tomé una edición de Hojas de hierba, de editorial Austral, que me gustaría y me gustó, a pesar del diseño modesto (pero compensado por ser la primera traducción de la edición original en inglés). Luego, me agaché, miré en los entrepaños que están más cerca del suelo, y encontré un pequeño ejemplar, de 10.5 x 18.5 cm, de editorial Norma, escondido entre otros libros para niños. Era La bolsa amarilla de Lygia Bojunga, que estaba agazapado en el librero, tal como los personajes que viven dentro de la bolsa amarilla. Ni el título ni el nombre de la autora me decían nada, y la ilustración de la portada no me gustó, si bien recuerda a las de los libros infantiles de los 90. Bueno, en general el libro no me pareció particularmente atractivo hasta que le di vuelta y leí la contraportada.

¡¿Cómo era posible que no haya oído hablar de la autora si ganó el Hans Christian Andersen en 1982, y no sólo eso, sino que ese año se lo dieron por primera vez a un autor latinoamericano?! “Este sí o sí me lo llevo”, pensé. “Y me gustará”.

Esto sucedió el mes pasado, durante mis vacaciones de verano. Fui a la librería para buscar nuevas lecturas, ya que había terminado el libro sobre psicópatas que me llevé en la maleta. Últimamente he estado leyendo géneros que no suelo leer con tanta frecuencia, como la poesía y la divulgación, aunque nunca dejo la narrativa y mucho menos, la literatura infantil. Creo que empecé a leer La bolsa amarilla ese mismo día y lo terminé también aquel día. En parte fue gracias a que estaba de vacaciones y en parte fue porque la historia, el lenguaje y la sensibilidad de la autora me maravillaron.

Raquel quiere ser escritora, pero ese es uno de sus secretos. Los otros son ser mayor y volverse hombre. Estos secretos crecen y crecen, por eso hay que encontrarles un buen escondite. No tiene que ser muy sofisticado, como una caja fuerte detrás de un cuadro; de hecho, puede ser más modesto, como la bolsa amarilla que la tía Brunilda desechó por ser muy fea y vieja.

Los secretos de Raquel a duras penas caben dentro de la bolsa, y el espacio se reduce todavía más con los estrafalarios inquilinos: Rey, un gallo que prefirió llamarse Alfonso, la Paraguas, el Gancho de Pañal y, temporalmente, el gallo Terrible.

Ilustración por Pedro Hace

La bolsa amarilla tocó fibras muy sensibles dentro de mí, porque yo, al igual que Raquel, fui una niña que quería ser escritora. Además, las historias de rebeldes, de gente que cree que no “encaja” en la sociedad o dentro de su familia o en su muy reducido círculo de amigos siempre me inspiran. Desde que leí Matilda he estado acompañada de valientes que desafían las normas convencionales y viven su vida exactamente como ellos quieren, con reglas que ellos mismos diseñan (a menudo, inspiradas por la literatura y el arte).

Como dice Raquel: “Un día me puse a pensar qué iba a ser yo más tarde. Resolví que iba a ser escritora. Y empecé a fingir de una vez que ya era” (Bojunga, 2005, p. 8). Entonces, la chica empieza a inventarse amigos con los que se escribe cartas imaginarias. Le envía cartas a Andrés y a Lorelai, a quien le cuenta que su vida era más feliz cuando vivía en el campo y desea fugarse para regresar allí, entonces, ¿por qué no?, se inventa todo el viaje con papel y pluma.

Pero resulta que, para no variar, su familia no la entiende; ellos creen que Andrés y Lorelai son personas reales y que Raquel se quiere escapar de su casa. Por más explicaciones que Raquel les da acerca de cómo funciona la ficción y la literatura, nadie la escucha, y peor aún, se ríen de ella.

No me gusta hablar acerca de cuáles son los “temas” de los libros que leo, porque pienso que los libros (especialmente la narrativa) no dicen, sino son. Sin embargo, en el caso de La bolsa amarilla, si hay que hablar de algún “tema” en especial, ese sería la contraposición entre el mundo adulto y el mundo de los niños y jóvenes. Raquel tiene el deseo de volverse mayor para que la tomen en serio, para que no la pongan a hacer gracias, cantar y bailar enfrente de tíos y primos que ni siquiera le caen bien y para que nadie insista en saber qué guarda en la bolsa amarilla. A un adulto no le exigimos que de la nada baile, cante y se ponga feliz o que nos muestre la intimidad de su bolso. ¿Por qué lo hacemos con los niños?

Muy a menudo, libros como La bolsa amarilla, Matilda, Elvis Karlsson, La grúa o El pato y la muerte me hacen pensar en la ternura. La ternura es un sentimiento primigenio, que conocemos los seres humanos cuando, al nacer, alzamos los bracitos o ponemos ojitos alegres. Es, entonces, el sentimiento provocado por aquello que es nuevo, blando, fácil de doblar, fácil de provocarle el llanto. Alguien tierno tiene la sensibilidad a flor de piel, pero este no es el tipo de sensibilidad en fuga, que rompe todo cuanto se encuentra a su paso y lo tiñe de golpes; es la sensibilidad más contemplativa y suave, que recibe estímulos del exterior, los comprende, los saborea y devuelve algo todavía más bello, si cabe. Esta es la sensibilidad de Raquel, la que tiene y la que transmite al lector. Por consiguiente, es también la de Lygia Bojunga.

Ilustración por Pedro Hace

No es muy fácil que digamos percibir esta sensibilidad. A mí me aterra perderla, entonces trato de afinarla todos los días tratando de abrir mi mente, aceptar el pacto narrativo y entrar a la ficción que el libro me propone sin reservas. No es que esto me haya sucedido con La bolsa amarilla, pues fue increíblemente fácil comprender su mundo, pero a veces uno tiene cosido el pensamiento. Hay muchos personajes así en la novela, como el gallo Terrible, a quien le cosieron el pensamiento de pelear y pelear y pelear contra otros gallos. Este pensamiento estaba cosido con un hilo tan fuerte que selló el destino del pobre animal.

Pero, más adelante en la novela (en el capítulo 9, de un total de 10, titulado “Comienzo a pensar diferente”) vemos, por contraste, que la familia de Raquel tiene el pensamiento fuertemente cerrado con costuras hechas de hilo de poliéster. En ese capítulo, la chica conoce a una singular familia que se dedica a reparar todo tipo de cacharros viejos, desde ollas hasta relojes. Y, siempre que sienten que ya han trabajado demasiado, cambian de roles o hacen una pequeña fiesta en la que todos bailan. Mientras está con ellos, Raquel se da cuenta de que quizá los adultos no sean tan difíciles de entender después de todo. Eso, sobra decirlo, no sucede cuando está con su propia familia, tan cerrados como son al arte, a la literatura y a la diversión en general.

Terminé La bolsa amarilla un día de julio, en la casa de mi infancia, en la misma casa donde alguna vez “Resolví que iba a ser escritora”, en la misma casa donde está mi librero de hojas de otoño, con los libros que me acompañaron y me han de acompañar siempre. Creo que ya es obvio señalarlo, pero, tal como predije en la librería, La bolsa amarilla me gustó. Sin embargo, me tomó por sorpresa el profundo amor que sentí inmediatamente por este libro y la admiración que desde ahora tengo hacia Lygia Bojunga. Como siempre me sucede con mis libros favoritos, ahora quiero leer toda la obra de la autora.

Dentro de muchos años, seguramente volveré a La bolsa amarilla. Mientras tanto, me seguiré preguntando qué tipo de libro es: ¿uno suave?, ¿uno puntiagudo?, ¿uno pesado?, ¿uno liviano?, ¿uno irónico?, ¿uno tierno?, ¿todos a la vez?

Para preguntar en la librería:

La bolsa amarilla

Lygia Bojunga (texto) & Esperanza Vallejo (ilustraciones)

México, Grupo Editorial Norma, 2005

Una joya escondida de la literatura infantil

Tal como dice Aidan Chambers, si tratas de interpretar La grúa página a página, al final te quedarás con la sensación de no haber entendido nada.

Eso me pasó a mí: estaba en la página 70 de 124 y aún no sabía muy bien de qué iba aquella historia tan simple a primera vista. El conductor de la grúa se sube a ella un buen día y nunca más vuelve a bajar. Mientras tanto, a sus pies pasan épocas históricas larguísimas: hay una guerra, el pueblo huye, el mar se adentra a la tierra, luego retrocede y otro pueblo vuelve a nacer. Mientras tanto, me imaginaba al conductor de la grúa como un santo, como Simón del desierto, subido a una columna sin disponerse a convivir con el resto del mundo.

Sin embargo, el conductor no es un exiliado ni un ermitaño que odia a la humanidad, ya que la grúa se convierte en una extensión de su cuerpo y hasta de su identidad, y gracias a ella, puede ayudar a su amigo Lectro cuando los secretarios del ayuntamiento lo despiden (entonces, el conductor mece a éstos sobre el mar, peligrosamente, y les provoca mareos). Aunque se lleva bien con Lectro y con su otra amiga, el águila, que aparece hacia el final de la narración, parece que el conductor de la grúa está perfectamente bien donde está.

No hay una explicación sobre por qué el conductor se obsesiona con la grúa y ya nunca se separa de ella. Cabría esperar que el libro nos lo dijera tarde o temprano, ya que eso es lo que sucedería en una narración tradicional de hechos concatenados unos con otros, pero La grúa no es ese tipo de historia. Aidan Chambers dice que se trata de la narrativa del sueño, porque los acontecimientos no están ligados unos con otros.

Aunque Chambers tiene razón en que se trata de una narrativa del sueño, porque cada imagen tiene un significado lógico y no posee una conexión con otras imágenes (al menos no una conexión propiamente “narrativa”), lo cierto es que todas esas imágenes están conectadas gracias al protagonista. El conductor, en su grúa, es testigo de la historia y, en última instancia, nos la cuenta (incluso muchos dibujos, hechos también por el autor del texto, Reiner Zimnik, tienen la perspectiva del conductor de la grúa).

«La grúa», Reiner Zimnik (texto e ilustraciones)

En La grúa existe cierto desapego a los acontecimientos históricos que suelen marcar la historia humana, como la guerra. Por ejemplo, Lectro dice, cuando se convierte en soldado: “Llevo un uniforme. Es de pura fibra sintética, pero ¿qué le vamos a hacer? No hay nada que hacer” (Zimnik, p. 59). Cuando Lectro y otros de sus compañeros mueren a causa de un bombardeo, el conductor de la grúa, a través del narrador, se lamenta diciendo que muchos de ellos habían dejado una bicicleta, un jardín o su club de natación, y quisieran seguir viviendo. Pero la guerra continúa, la ciudad es destruida y la gente la abandona. Luego, llega la invasión del mar; la vida sigue para el conductor. 

El conductor puede comer caramelos de eucalipto (sus favoritos), hornear panecillos redondos y obtener sal y pescado del mar. No le hace falta nada más, se adapta rápidamente al cambio, incluso deja de ser una grúa para convertirse en faro. Constantemente, el narrador (focalizado en el protagonista) repite “Él era el hombre de la grúa”, como recordando la fortaleza y la resiliencia del conductor. De hecho, contrario a lo que Aidan Chambers aconseja, yo me quedaría con esta interpretación, al menos de momento: siempre podemos adaptarnos y sacar lo positivo de las adversidades, incluso después de una guerra, incluso cuando nuestro entorno se vuelve desconocido.

He de decirles que llegué a esta conclusión muchos días después de haber terminado el libro. Creo que esa es una de las razones por las que Aidan Chambers habla de que La grúa tiene la magia de los cuentos de hadas. En muchas ocasiones les he contado que estoy convencida de que seguimos leyendo cuentos de hadas, estoy obsesionada con ellos y con el efecto que tienen en la sensibilidad de los lectores. La grúa cumple con muchas características de este tipo de narraciones, por ejemplo, tiene un lenguaje claro y directo, aunque no por eso es un cuento simple. Muchas de las imágenes oníricas del libro son sumamente simbólicas, por ejemplo, el león plateado de Lectro. No hay una explicación sobre por qué aparece y qué función tiene en la narrativa: simplemente es un león con la piel de plata que se pasea por la ciudad. 

En los cuentos de hadas a menudo nos encontramos con episodios que no tienen una explicación clara y, si los quitáramos, probablemente seguiríamos entendiendo el cuento. Pero su función, como he dicho, no es “narrativa”, sino simbólica. Las escenas oníricas no apelan a las conexiones cerebrales que hacemos cuando leemos, sino a los sentimientos del lector. En este caso, voy a aventurarme a decir que el león plateado es un símbolo de seguridad, una fantasía de esas que alguien más nos cuenta y que nosotros repetimos en nuestra mente para darnos valor. El león plateado llegó, eso significa que todo estará bien.

Tristemente, no hay muchas ediciones de La grúa, lo cual significa que es un libro prácticamente inconseguible. Originalmente fue publicado en 1956 y se tradujo al español en la década de los 80. La edición más reciente que pude encontrar es de Kalandraka, del 2009 (aunque yo leí una de Espasa-Calpe de 1990). Estoy de acuerdo con Aidan Chambers sobre las razones por las que este libro no se reedita demasiado: para ciertos padres, profesores o mediadores de lectura, La grúa puede parecer un libro excesivamente oscuro y hasta engañoso. 

Aun así, creo firmemente que vale la pena publicar libros como La grúa, especialmente porque apelan a un tipo de sensibilidad humana muy antigua, el tipo de sensibilidad que tenían los primeros humanos con un lenguaje articulado que se sentaban alrededor de una fogata y escuchaban o contaban historias. En ese entonces (y aun ahora, cuando leemos cuentos de hadas o La grúa) accedíamos a los sentimientos y al simbolismo de la narración de forma directa. Esto es importante porque los libros nos sirven como faro o como espejo de nosotros mismos, lo cual sucede gracias a los sentimientos invocados y transmitidos del autor al lector. No es que la literatura nos salve (no creo mucho en eso), pero sí nos pone en contacto con una parte esencial de nosotros mismos que, muy a menudo, se encuentra en el fondo del sótano de nuestra casa interior. 

Para preguntar en la librería:

La grúa

Reiner Zimnik (texto e ilustraciones)

México, Espasa Calpe-Conaculta, 1990

Bajo la nieve

Charles Dickens es, probablemente, uno de los escritores que más quiero y admiro. Uno de esos autores cuya obra podría leer completa, libro tas libro, sin parar.

Hay una cita en Grandes esperanzas que ha resonado en mí desde que leí la novela, y ahora que leí Canción sobre un niño perdido en la nieve resonó todavía más:

Los que estáis leyendo esto meditad por un instante sobre la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que nunca os habría sujetado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable.

(Dickens, 2013, p. 106).

En las novelas de Charles Dickens yo veo con claridad esos eslabones en la vida de los personajes, esos acontecimientos que los hacen ser como son (malvados, prepotentes, agrios, ansiosos o crédulos), y tuve la misma sensación cuando leí Canción sobre un niño perdido en la nieve.

Relaciono esta obra de Antonio Malpica con Charles Dickens porque es una obra derivada de Canción de Navidad. Creo que todos hemos oído hablar de esa historia, pero si no, recordemos al malhumorado señor Scrooge, un anciano tacaño y rico que es visitado por el espíritu del pasado, el presente y el futuro la noche del 24 de diciembre. Esos espíritus le muestran a Scrooge cómo será su vida si no cambia su forma de ser. Finalmente, como es esperable en una novela de Dickens, el protagonista aprende su lección y cambia.

Canción sobre un niño… empieza quince años después de ese acontecimiento en Canción de Navidad, con un señor Scrooge cambiado, generoso al punto de la abnegación, despojado de todas sus pertenencias. El señor Scrooge pasa la Navidad en casa de los Cratchit, la misma en donde celebró hace años, aunque fuera en las páginas de otro libro. Los Cratchit están preocupados por su hijo menor, Billy, que desde hace mucho no ha pasado Navidad con ellos.

Billy Cratchit es un auxiliar contable muy pobre que vive resentido por el dinero y el éxito de los demás, especialmente por su jefe, el acaudalado señor Macy. Entonces, el señor Scrooge, convertido él mismo en el espíritu de la Navidad, decide darle algunas lecciones morales a Billy a través de su pasado, su presente y su futuro.

Si la lección del señor Scrooge fue dejar de ser tacaño y abrirle su corazón a los demás, la de Billy será encontrarse a sí mismo y valorar las cosas importantes de la vida, además de mirar lo que le sucede desde otra perspectiva. Como dice Dickens en la cita de Grandes esperanzas que puse al principio, las cadenas que nos sujetan son de espinas o de flores, dependiendo de cómo vivamos o resignifiquemos lo que nos pasa.

Billy Cratchit ha elaborado una cadena de espinas que lo sujeta a una vida amarga llena de odio y resentimiento, pero esta cadena florecerá gracias a la observación de su propia vida, a esos momentos específicos que fueron forjando su carácter. Y es que Billy, como dice el título de la novela, es un niño perdido en la nieve. No siempre fue una persona amargada; cuando era niño solía ser inocente, soñador y romántico. Fue la vida la que le lanzaba duras bolas de nieve hasta que lo sepultó por completo. Hasta ahora. Hasta este 24 de diciembre de 1858.

Volver a encontrarse a uno mismo y retomar el camino que trazamos en la infancia y sepultamos en la nieve cuando crecimos es algo con lo que me he topado constantemente en mi vida. ¿Cómo sería yo si viviera en otra ciudad o si hubiera nacido en otro país? ¿Cuál fue el primer eslabón de la cadena que se formó para sujetarme al amor que tengo por los libros? Creo que basta cambiar un solo momento de un segundo para tener una vida totalmente distinta. Billy Cratchit se enfrenta a algo parecido a esto cuando el señor Scrooge lo lleva a un futuro donde Billy pudo comprar el reloj cucú pero, a cambio, su padre y su hermano han fallecido.

Con Canción sobre un niño perdido en la nieve también cabe preguntarse si es posible desenterrar nuestros viejos sueños e ilusiones y volver a ser tan sensible y creativo como alguna vez lo fuimos. Claro, para ello, antes hay que dar paso a la añoranza y la nostalgia, y Billy tiene amuletos que lo transportan al pasado con ayuda del señor Scrooge. Por ejemplo, el misterioso sobre que contendría la carta más hermosa del mundo.

Casi estaba olvidando hablarles del muy agradable estilo autorreferencial del narrador. Este se siente como un tío muy mayor que está contándonos la historia de Billy Cratchit y su epifanía como un cuento mágico delante del pino de Navidad, a la luz de la chimenea y al calor de un chocolate espumoso. Creo que este narrador les ayudará mucho a los lectores que no conozcan Canción de Navidad, ya que se toma la delicadeza de explicar qué ha pasado con Ebenezer Scrooge y con los Cratchit desde aquella Navidad en que el tío Eb fue visitado por los espíritus del pasado, el presente y el futuro. De hecho, ahora que lo pienso, este narrador me recordó bastante al de Peter Pan: ambos tienen un estilo cálido, amigable y familiar que suele encantar a los lectores.

Ilustración de «Canción sobre un niño perdido en la nieve» por Sara Quijano

Canción sobre un niño perdido en la nieve está ilustrado por Sara Quijano, quien utiliza un estilo casi cinematográfico para jugar con la temporalidad de la historia. Es decir, en una misma ilustración vemos al señor Scrooge llegar a su casa, fallecer en el suelo, volver en forma de fantasma (o, más bien, en forma de espíritu de la Navidad) y, así, asomarse a su ventana para gritar “¡Feliz Navidad!” Me gusta especialmente este estilo en las ilustraciones porque muestra, a su manera, cómo se juega con el pasado, el presente y el futuro en la narración. Si en Canción de Navidad esto está bien estructurado (en parte, gracias a la brevedad), en Canción sobre un niño… la temporalidad explota en una espiral al estilo de la fisión nuclear, como diría Aidan Chambers. En la novela de Antonio Malpica, los amuletos de Billy hacen estallar su memoria, el tiempo y el espacio hacia otras realidades probables. En las ilustraciones de Sara Quijano, la explosión nuclear se queda suspendida ante nuestros ojos y, en un mismo dibujo, vemos el pasado, el presente y el futuro.

No sé qué tienen las historias ambientadas en Navidad, como Canción de Navidad, Canción sobre un niño perdido en la nieve o “El Cascanueces y el rey de los ratones”, pero siempre se sienten mágicas. No es el tipo de magia de un mundo fantástico que, de pronto, se aparece en nuestra ordinaria y aburrida vida, tampoco es el tipo de magia que viene con fuegos artificiales o la magia que te pone a temblar en la oscuridad. Es magia que vive en una cabaña dentro del bosque, una cabaña negra con una única ventana iluminada y la chimenea echando humo. Magia arrebujada en una manta de tartán escocés o escondida entre las páginas de un libro rojo de pasta dura.

Probablemente se trate de magia que se hace bolita y se acurruca en el pecho de los lectores (la misma que sentí cuando leí Elvis Karlsson) y que, un día, sale de nuestra boca convertida en vaho, en una noche decembrina llena de copos de nieve.

Para preguntar en la librería:

Canción sobre un niño perdido en la nieve

Antonio Malpica (texto) & Sara Quijano (ilustraciones)

México, El Naranjo, 2020

Encuéntralo en Bookmate: https://es.bookmate.com/books/tPvTanQV

Y para el lector curioso:

Dickens, C. (2013). Grandes esperanzas. México: Debolsillo.

Dickens, C. (2014). Canción de Navidad. Cuentos de Navidad. México: Debolsillo.

Mi camino lector en «Luces del norte»

Cuando leí Luces del norte habría tenido unos 12, 13, quizá 14 años. En ese entonces entendí muy poco de la trama y la protagonista me cayó mal.

Este 2021, a mis 27 años, releí ese libro cuando fui a casa por vacaciones. Al parecer, las vacaciones son mi tiempo para releer libros de la infancia, pues eso mismo pasó con La gran Gilly Hopkins, (hay una reseña aquí). En la relectura de Luces del norte me reconcilié con la protagonista, pero sigue habiendo cosas que no entiendo o que, más bien, no sé cómo entender.

El mundo de Luces del norte es como el nuestro, pero con varios toques mágicos. La primera de tres partes se desarrolla en Oxford, una ciudad en donde los niños han comenzado a desaparecer a manos de los “zampones”. Un amigo de la protagonista, Lyra Belacqua, desaparece y ella se propone encontrarlo armada con su aletiómetro, un lector de símbolos (en forma de brújula) capaz de leer el futuro. En esta misión, Lyra no está sola, la acompaña su daimonion, un animal (a veces armiño, a veces gato, a veces pájaro, a veces incluso león) que es no sólo su compañero, sino su misma alma, de la cual no puede separarse. En este mundo fantástico también hay brujas, osos acorazados y un misterioso Polvo.

Me gusta mucho ese mundo, especialmente los daimonions, y más aún, los daimonions de las brujas, pues éstos sí pueden separarse de ellas. Si bien no se abunda demasiado en eso, también me parece muy interesante la sugerencia de una sociedad anticientífica dominada por la iglesia.

En realidad, es una pena que no se desarrolle el tipo de sociedad de Luces del norte, pero esto tampoco es el propósito de la novela, pues ésta no es, digamos, de corte social o incluso de ciencia ficción, sino una narración fantástica y de aventuras. En las novelas de aventuras el ritmo suele ser rápido; en algunas, como es el caso de Luces del norte, un capítulo equivale a una aventura o a un nuevo giro de trama. Sin embargo, precisamente por este ritmo, mucha información se dice, en lugar de mostrarse, al lector. Decir directamente toma menos tiempo que mostrar, para lo cual a veces se necesitan largas y pausadas meditaciones (del personaje y del lector).

Generalmente, me molesta que en la narrativa se den demasiadas explicaciones directas. Sobre todo en este caso, con el aletiómetro, por ejemplo. Si bien Lyra va descubriendo su funcionamiento por sí misma, son los adultos quienes le revelan sus secretos. Luego, de la noche a la mañana, la chica ya puede leerlo con claridad. No hay tiempo para aprender, lo logra casi intuitivamente. Yo podría “perdonar” esta cuestión, podría ser un requerimiento del ritmo. Aunque claro, pensándolo bien, Lyra aprende por sí misma a leer el aletiómetro para mostrarle al lector que ella es “especial” y puede salvar a la humanidad de un destino fatal.

Luego, está la cuestión del narrador. Para mí, el narrador determina toda la historia: una novela de amor puede resultar completamente diferente dependiendo de si la cuenta el amado, el amante, el traicionado, el traidor, el hijo o bien, alguien fuera de la historia. Y en Luces del norte el narrador no termina de decidirse. La mayor parte del tiempo es un narrador enfocado en Lyra (aunque muy pocas veces nos metemos en la mente de ella) y, especialmente en dos capítulos, escucha conversaciones sin que Lyra esté presente; es decir, es un narrador disfrazado de omnisciente.

Esas dos cuestiones de Luces del norte me tenían debatiendo conmigo misma acerca de si dicha novela era realmente buena o si caía en vicios facilones de best seller. Todavía no lo decido, y por eso escribí esta entrada, para tratar de desentrañar lo que pienso (pues, con mucha frecuencia, tiendo a titubear cuando leo algo aparentemente mal escrito).

Escribo esta entrada ya a dos meses de haber terminado Luces del norte. Ahora estoy leyendo Conversaciones de Aidan Chambers. A la luz de Conversaciones, aprendí que reconstruir una lectura (es decir, reseñarla o comentarla) es, a veces, trazar el camino de lo que nos ha sucedido mientras leíamos. En este caso, mi relectura de Luces del norte empezó siendo escéptica, luego fue trepidante (por el ritmo y por todas las aventuras de Lyra) y al final, me quedé con una masa de sentimientos reducida, al final, al escepticismo. Después de esta novela, la saga continúa con La daga y El catalejo lacado, y, si bien el final de Luces del norte es abierto, todavía no sé si me anime a leerlas.

Quizá en esta entrada me arriesgo mucho a encasillar Luces del norte en alguna categoría específica para sentirme tranquila con mi yo lector, pero no es así. Aunque he dicho que me parece una novela de aventuras, no pretendo meterla en ningún cajón, sino entender más su universo narrativo y su construcción. El mundo de la novela me encantó, no obstante, las inconsistencias del narrador me dejaron con ganas de más. En un libro, es muy triste encontrar una buena idea ejecutada con una técnica pobre, porque es como dejar al lector a medias. Es abrir una puerta hacia otro mundo durante sólo un instante, pues al segundo siguiente, el mecanismo de la puerta deja de funcionar y ésta ya nunca se vuelve a abrir. El lector ha quedado fuera de ese mundo.

Ya lo he dicho antes: algunos libros tienen la piedad de decirnos cuánto nos falta. La frase no es mía, estoy parafraseando a Guillermo Martínez y su “Elogio de la dificultad”. Según Martínez, los libros difíciles nos muestran cuánto nos falta como lectores. Yo añadiría que son también los libros mal escritos o, cuando menos, imperfectos, como Luces del norte. Aprendo mucho con los libros difíciles, y más con libros “veleidosos” o con errores ambiguos. Hace tiempo, cuando me dedicaba a hacer corrección de estilo, leí que el corrector debe vivir “en una duda permanente”. Como lectores, tampoco debemos abandonar ese estado de duda, al menos no completamente. ¿Soy yo o es el libro? ¿Esto es verdaderamente un error o un prejuicio mío? ¿Y si es un error, pero, en este caso, con este libro en particular… funcionara?

Como siempre me pasa con lo que escribo para El Carrito Rojo, me quedo con más preguntas que respuestas. Lo bueno de la lectura es que puedes encontrar respuestas en otros libros, con otros autores, mucho tiempo después.

Para preguntar en la librería:

Luces del norte

Philip Pullman

México, Penguin Random House, 2018.

Si esto es una carta: Mentira de Care Santos

Intenté escribir un ensayo sobre la novela Mentira de Care Santos, pero en su lugar me salieron muchas preguntas hechas en voz alta.

Conocí a Care Santos (me gusta decir que “conocí” a un autor como si en verdad lo hubiera visto en persona cuando en realidad me refiero a conocerlo a través de sus textos) en España, cuando estuve haciendo una estancia en la fantástica biblioteca de LIJ del Cepli; allí tomé prestado El anillo de Irina, una novela cuya trama tejía magistralmente una historia de amor entre adolescentes (que después, siendo adultos, se reencuentran) con la literatura rusa del siglo XIX. Por ello me reconforté cuando, dos años después, leí Mentira, otra novela de la autora que combina la relación de dos adolescentes (pero tal vez no tan romántica como la de El anillo…) con El guardián entre el centeno, la famosa novela de J. D. Salinger.

Volver a encontrarte con el estilo de un autor es como regresar a casa; o, más bien, como ver a un viejo amigo después de mucho tiempo de no hablar. Y es que yo había olvidado el estilo de Care Santos; elegí leer su libro para desempalagarme y salir un poco del mundo de A Wizard of Earthsea de Ursula K. Le Guin, el libro que estaba leyendo antes (¡espero escribir sobre la fantástica Ursula pronto!), pero cuando empecé Mentira y advertí todas las referencias hacia la novela de Salinger, y cómo ésta da pie al inicio de la relación entre Xenia y Marcelo, me sentí como en casa y (tal vez sobra decirlo) me enganché.

Xenia toma prestado de la biblioteca El guardián entre el centeno y decide participar en un foro de internet donde los usuarios discuten la novela. Allí conoce a Marcelo, un admirador apasionado de Salinger, de Holden Caulfield y de El guardián… Los dos jóvenes inician una amistad por e-mail; no obstante, Xenia, una chica muy joven e impaciente, se obsesiona con Marcelo, averigua dónde trabaja y va a buscarlo, pero, cuando lo encuentra, descubre que la han estado engañando: Marcelo no sabe nada de ningún foro de internet, de ningún Salinger y de ningún Holden. Xenia, enojada, le escribe un e-mail a quien se hace pasar por Marcelo y éste le confiesa que en realidad se llama Éric, que tiene dieciocho años y que le escribe desde un centro de menores en donde está recluido por haber asesinado a una chica de quince años cuando él tenía catorce.

En la “Nota a los lectores” que está al final de la novela, como un epílogo, Care Santos dice que “Las novelas son, a menudo, una respuesta” (p. 247); en este caso, Mentira es una respuesta al caso real del asesinato de Marta Villanueva ocurrido en enero de 2009. Pero, más allá de eso, imagino que Mentira es una respuesta (pero una respuesta plagada de preguntas) al problema de los criminales adolescentes.

Al principio de la novela se presentan algunas estadísticas sobre crímenes perpetrados por adolescentes de entre 14 y 17 años en España. Los crímenes que cometen estos chicos son, principalmente, robos (“en 12 meses hubo más de 18,000 delitos cometidos por menores de edad. Los más frecuentes fueron los robos […] En total, 9,782 robos” [Santos, 2015, p. 7]), pero también se habla de homicidios; específicamente, en un año, hubo tres asesinos de 14 años.

Asumo (porque en la introducción donde se muestran las estadísticas anteriores no se menciona directamente) que esos datos corresponden al año 2014 o 2015 en España, porque Mentira se publicó en 2015. Ahora veamos estadísticas más actuales. En una nota de El País del 27 de enero de 2018 se asegura que “cada vez hay menos menores delincuentes”. Por ejemplo, en esa misma nota se señala que en 2016 hubo 5,138 robos cometidos por menores de entre 14 y 17 años, en contraste con los 9,782 robos de años anteriores (presumiblemente, 2014). No se registra ningún homicidio perpetrado por adolescentes en 2016. Sin embargo, encontré esta nota acerca del asesinato de dos ancianos de 87 años cometido por dos adolescentes de 14 años y uno de 16 en enero de 2018 en Bilbao. No encontré estadísticas más actuales sobre asesinos adolescentes.

Fotograma de «Tenemos que hablar de Kevin», escrita por Lynne Ramsay y Rory Stewart Kinnear (basada en la novela de Lionel Shriver) y dirigida por Lynne Ramsay (2012).

¿Qué nos debería preocupar de todos esos números? ¿Qué preguntas deberíamos estar haciendo sobre este problema? Sobre todo: ¿qué preguntas plantea Mentira? Quizá, para contestar esto último, tendríamos que observar la voz del narrador, de los dos narradores. Si bien al principio es Xenia la narradora y vemos, a través de sus ojos, lo injusto que es su mundo (sus papás la regañan constantemente por pasar mucho tiempo en internet sin contemplar los peligros de éste), luego nos enfrentamos con el cuaderno de Éric, que es en realidad una carta que el muchacho le hace llegar a Xenia para explicarle por qué le mintió al principio de su amistad y también para contarle su historia.

Cuando leí la carta de Éric, donde el chico relataba que su madre era una prostituta y su padre, un camionero que apenas convivía con él, comencé a preguntarme qué tanto conocemos a los criminales adolescentes. ¿No deberíamos analizar su entorno y sus relaciones familiares para prevenir este tipo de delitos? Éric, según lo relata en su larga carta, siempre se sintió solo y marginado excepto por su primo Ben, quien lo defiende y le enseña a sobrevivir en las calles; incluso, Éric dice que sin Ben no hubiera podido llegar a ser mayor.

Algo de Mentira que resonó mucho en mi cabeza fue el contraste entre el mundo de Xenia y el de Éric. Como ya dije, al principio Xenia se queja de cosas que a ella le parecen sumamente injustas, como el hecho de que sus padres le prohíban usar la computadora y el internet por mucho rato o que esperen que saque buenas calificaciones. Pero luego está el mundo de Éric, quien prácticamente no tiene familia, come enlatados casi todo el tiempo, se siente solo y asume el estigma que la sociedad le pone, el de un criminal adolescente. ¿Estamos siempre viviendo en un mundo como el de Xenia, ignorando la existencia de los jóvenes delincuentes maltratados por el Estado y la sociedad? ¿Deberíamos preocuparnos más? Y, en tal caso, ¿qué podríamos hacer? ¿Ocuparnos de proporcionarles una buena educación a los niños y jóvenes? ¿Procurar que su vida tenga sentido para que no se vean en la necesidad de unirse a grupos criminales, como es el caso de los niños sicarios en México?

¿Cómo hacer que la vida de alguien (o aun la propia) tenga sentido? En el caso de Éric, su vida gana algo de sentido con el feliz descubrimiento y la lectura de El guardián entre el centeno, al grado de que el muchacho relaciona la trama de esa novela con su propia vida. Los lectores de Salinger recordarán que Holden siempre está preocupado por saber qué hacen los patos cuando el lago se congela; pues bien, hacia el final de Mentira, Xenia piensa:

Tal vez Ben lo había previsto todo. Alguien tiene que pensar dónde se refugiarán los patos cuando en invierno se hiele el estanque, ¿no? Hay que cuidar de las personas que quieres. Hay que prever en qué sitio seguro pueden esconderse mientras llega de nuevo el buen tiempo. ¿Dónde van los patos en invierno, cuando el lago se congela? A algún lugar seguro y confortable. No sufras por ellos, Holden. Volverán en cuanto llegue la primavera.

Santos, 2015, p. 243.

Ahora que lo pienso, tanto en el mundo de Xenia como en el de Éric (pero quizá esto valga más para el mundo de Éric), El guardián entre el centeno hace las veces de cuento de hadas o de fábula que les enseña a los muchachos que, a pesar de las aparentes dificultades, siempre se puede salir adelante: aunque el lago se congele, podemos prevenirnos del frío o volar hacia un lugar más cálido; aunque la sociedad crea que Éric es un criminal adolescente, un asesino, siempre se puede luchar para que se conozca la verdad y también para recuperar el norte, el sentido de la propia vida (en este caso, a través de la literatura).

Creo que ésa es una de las respuestas más valiosas que da Mentira al problema de la delincuencia juvenil: a pesar de todo, podemos salir de nuestros problemas. Y hacer esto es posible con un por qué, un motivo que se vuelve nuestra brújula personal, la cual nos indica hacia dónde ir (como en los cuentos de hadas, cuando los personajes se perdían en medio de un bosque oscuro lo único que les quedaba por hacer era seguir caminando hasta encontrar soluciones). En este caso, Éric se agarra fuertemente a Holden Caulfield, quien, como un buen guardián entre el centeno, impide que el muchacho español se arroje al precipicio. Aunque nosotros no seamos delincuentes juveniles, es cierto que a veces perdemos el rumbo y no está mal volver a encontrarlo de vez en cuando en las cosas que amamos.

Para preguntar en la librería:

Mentira

Care Santos

Barcelona, Edebé, 2015.