El ruiponce, el pavo real y Rapunzel

Tengo dos lecturas sobre Rapunzel.

La historia sobre una madre que desea preservar a su hija de la crueldad e impureza del mundo y la historia de una mujer que se niega a envejecer e intenta guardar su juventud en lo alto de una torre.

La primera lectura es la más “aceptada” o la más común de este cuento. Pero, esta vez, me pregunto si Rapunzel no podrá ser la doble de su madrastra.

Trato de aferrarme a esta interpretación porque la presencia del doble es común en los cuentos de hadas y, de hecho, está presente en Rapunzel: su madre biológica es la buena y la hechicera que la rapta, la madre malvada. Una disociación que hacen los niños pequeños, según el psicoanálisis. En este caso, el binomio dominante es madre buena-madre mala, pero lo que yo propongo es juventud-vejez.

La madrastra de Rapunzel ha descubierto la fuente de la eterna juventud: guardar ésta en una torre para que nada la corrompa y, al contrario, continúe creciendo y floreciendo (una lectura que podríamos hacer del pelo de la muchacha, que no deja de crecer, símbolo también de sensualidad y lujuria); pero esto no es más que pura ilusión. Cuando la madrastra se entera de que Rapunzel ha estado viendo al príncipe y que ha violado su “pureza”, la destierra y le corta la cabellera, que sujeta a un gancho al lado de la única ventana para dejarla caer y, así, engañar al príncipe. Cuando éste sube, no encuentra a su joven y lozana esposa, sino a una vieja, y es tanta su impresión que cae desde lo alto de la torre y, de tan tremendo golpe, pierde la vista.

Desde hace algún tiempo creo que la idea de la pureza le ha hecho mucho daño al mundo. Una creencia de razas “puras” o de cuerpos puros puede fácilmente llevar a la discriminación y, en última instancia, hasta al genocidio. En este caso, la bruja aísla a una niña pequeña del mundo exterior para guarecerla del peligro. Una eterna inocente (un bebé “congelado en el tiempo”, como decíamos en la entrada acerca de Veva). Pero, a diferencia de Veva, la madrastra de Rapunzel no se resigna a que la chica crezca y se convierta en una mujer. La torre simboliza la “virtud”, la virginidad, y cuando ésta es hollada por el príncipe, una traición a la maternidad se lleva a cabo, además de cierta corrupción de la pureza. 

Sin embargo, no podemos culpar a la bruja. A cualquier madre le duele ver crecer a sus hijos y casi cualquier mujer madura desearía conservar su antigua belleza. Me parece que se ha perdido la compasión que despiertan los cuentos de hadas al leerlos tan literal y fríamente.

La Rapunzel que estoy comentando aquí es la del fantástico ilustrador Paul O. Zelinsky, quien, para el texto, conjuntó las versiones de este cuento de los Grimm con la que aparece en El pentamerón y, para la ilustración, tomó referencias del Renacimiento italiano. Me parece a mí que Zelinsky está fuertemente influenciado por el pintor flamenco Jan van Eyck, no solamente en el estilo sino también en recursos y símbolos. 

Es evidente la influencia entre el ilustrador y el pintor si observamos la escena en donde la madrastra de Rapunzel se entera del embarazo de ésta (con una elipsis deliciosa, además) y luego, observamos el cuadro Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa de Van Eyck. Es imposible olvidar el espejo convexo colgado al fondo que refleja a los Arnolfini de espaldas: un “ojo de bruja” utilizado comúnmente para ahuyentar la mala suerte y muy popular en la pintura flamenca. Un ojo de bruja se encuentra también sobre la mesa de la habitación en donde están Rapunzel y su madrastra cuando ésta se entera del embarazo de la muchacha y las refleja a las dos de abajo hacia arriba, lo cual, por cierto, vuelve más terrorífico el rostro de la hechicera.

Pero voy a arriesgarme con otra interpretación de las imágenes. Al estar inspirado en el Renacimiento italiano, podemos suponer que Zelinsky es fuertemente simbolista. Uno de los símbolos pictóricos, por así decirlo, que llamó mi atención fue el pavo real, que aparece sólo en las ilustraciones, no en el texto. Para investigar más sobre ello, leí un artículo de Esperanza Aragonés Estella titulado “Lucifer y el pavo real: un simbolismo coincidente en la pintura renacentista del norte de Europa”. Para la autora, el inicio de la representación de los diablos de piel azul se halla en la época bajomedieval, cuando, con este color, se buscaba diferenciar a los ángeles rebeldes caídos del paraíso de los querubines, que permanecieron fieles a Dios y a quienes se les otorgó una túnica roja. 

Poco a poco, Lucifer va ganando características de pavo real: además de su piel azul, tiene cresta coronada y alas oceladas, igual que esta ave. La simbología detrás de una representación así es, de acuerdo con Esperanza Aragonés, la siguiente: “De la misma manera que el pavo real es la más bella ave del Paraíso, Lucifer es el más bello de los ángeles, y ambos por su atractivo representan la vanidad y soberbia que provocaron la caída del diablo” (p. 3). De hecho, algunos elementos, como joyas o anillos que puede portar Lucifer en ciertas pinturas (como Lucifer en el panel de la Natividad en el retablo de Isenheim, de Matthias Grunewald, 1512-1516), son también símbolo de vanidad y soberbia, de acuerdo con Aragonés. 

Creo que lo que nos permite conectar a Lucifer vestido de pavo real con Rapunzel es tanto la belleza de ambos como el destierro del paraíso en donde los dos habitaban. Aunque es verdad que Rapunzel no es soberbia ni vanidosa ni se jacta de su belleza, en su torre no conoce dificultades: es un paraíso en donde, como he dicho, no hay lugar para la corrupción de la virtud, sin embargo, Rapunzel traiciona a “Dios”, es decir, a su madrastra, cuando conoce al príncipe y, tal como Lucifer con su soberbia, es desterrada. Adentrándonos más en esta interpretación, me parece significativo que el pavo real aparezca en las primeras páginas del libro, es decir, en una aldea desierta y en la escena en donde Rapunzel es apenas una niña y juega libremente en un arroyo. En esta misma escena, por cierto, Rapunzel está usando un vestido azul. Todo ello funciona como un presagio, ya que anuncia el destino que le espera a la muchacha en la torre.

Creo que he ido demasiado lejos, todavía no lo sé con seguridad. Para darles un poco de calma y demostrarles que aún tengo la cabeza sobre los hombros, permítanme decir otra interpretación de otro símbolo pictórico más aterrizada. Me refiero a las flores de rapónchigo, ruiponce o rapunzel. 

En esta versión, el padre de Rapunzel le roba a la hechicera (la futura madrastra) algunas flores de ruiponce de su jardín porque su mujer, embarazada, se muere del antojo. De ahí que la bruja lo descubra, rapte a Rapunzel y que suceda lo que ya todos sabemos. Estas flores, de color púrpura y forma de campanilla están presentes en la ilustración de forma más o menos evidente: en la torre, en el color púrpura del vestido de Rapunzel y en un collar que lleva en el cuello durante casi todo el cuento, si bien es más evidente en la escena donde el príncipe y ella se han comprometido. 

Sin embargo, hacia el final de la historia, cuando la muchacha y el príncipe se encuentran en medio de un campo agreste, Rapunzel ya no viste de púrpura, sino que lleva un vestido blanco. Ha renacido. Ya no es la niña pequeña de su malvada madrastra: está lista para una vida terrenal, con todos sus sinsabores, al lado del príncipe y de sus dos hijos. Y justo al final, cuando está establecida en su palacio, la nueva princesa se cubre con tonos más sobrios y con la capa verde del príncipe. Además, desde la ilustración en donde la bruja descubre el embarazo de la muchacha, esta se quita su collar de ruiponce, que permanece en la mesa, justo a un lado del ojo de bruja. A partir de esa escena y hasta el final del cuento, Rapunzel no volverá a usar ese accesorio. Se rompe el hechizo, la inocencia no existe más.

Creo que seguiré bajo el influjo de la Rapunzel de Zelinsky durante mucho tiempo. Me parece a mí que una buena parte del papel que juegan las ilustraciones en un texto es no solamente ampliar su sentido sino enriquecerlo. La mayoría de las interpretaciones sobre Rapunzel que he escrito en esta entrada han nacido gracias a la prodigiosa paleta de Zelinsky. Sin ella, creo que me hubiera quedado con las lecturas “de siempre”: la virginidad, la virtud, la corrupción. No son malas interpretaciones, pero siempre viene bien cierto aire fresco. 

Para preguntar en la librería:

Rapunzel [versión en inglés]

Paul O. Zelinsky (texto e ilustraciones)

Nueva York, Puffin Books, 2002

Y para el lector curioso:

Aragonés Estella, E. (2002). Lucifer y el pavo real: un simbolismo coincidente en la pintura renacentista del norte de Europa. Disponible en: https://www.academia.edu/42891900/Lucifer_y_el_pavo_real_un_simbolismo_coincidente_en_la_pintura_renacentista_del_norte_de_Europa_Lucifer_and_the_peacock_a_coincident_symbolism_in_Renaissance_painting_in_northern_Europe 

Mío, mi pequeño Mío:

Upplandsgatan, 14 de diciembre

El 15 de octubre de hace muchos años, escuché la radio.

Oí que Bo Vilhelm Olsson había desaparecido. Días después, lo último que se sabía de él era que había estado en el parque de Tegner, jugando con una botella vacía de cerveza.

Pasaron años antes de que pudiera comprender qué había pasado con mi amigo Bo hasta que, un día, llegó a mis oídos la historia del príncipe Mío, que dejó su ordinaria vida con su tío Sixten y su tía Edla y abandonó su primer nombre, Bo Vilhelm Olsson, para cumplir con el destino que marcaba la profecía. ¡Ay, Mío, mi pequeño Mío! Desde que te llamabas Bo y te decíamos Bosse, sabíamos que te encantaban los cuentos. De alguna manera, cuando escuché la radio el 15 de octubre, intuí que estabas inmerso en uno.

Cuando lees cuentos de hadas, parece que todo es felicidad, fantasía y belleza, igual que tu viaje al País de la Lejanía, donde todo es hermoso: las casitas blancas, la rosaleda y tu caballo Míramis. Pero, a medida que leía tu historia (¡porque, ahora, tu historia está en un libro, Mío!), yo sabía que algo no iba bien. Tanta felicidad y perfección no es normal en un libro. Sabes que, tarde o temprano, algo malo va a pasar (¿verdad? Si no, no habría narración). Y sentía mucha pena por ti, tan feliz con tu padre, el rey, tu amigo Yum-Yum, la rosaleda y tu caballo. Sentía miedo de que, al final, todo hubiera sido un sueño tuyo.

Finalmente, conociste la profecía que dictaba que el príncipe Mío debía vencer al caballero Kato, cuyo solo nombre hacía marchitar las flores y estremecer a los animales. Este caballero Kato es alguien muy misterioso, según me cuentan. 

«Mío, mi pequeño Mío», ilustración de Ilon Wikland

Pienso que, la mayoría de las veces, así se nos presentan las dificultades de la vida, como algo misterioso, oscuro, poco más que una energía maldita. Y le tenemos miedo a lo desconocido, y nos sentimos indefensos, avergonzados de nosotros mismos, incluso. Yo no soy hijo de un rey ni he luchado contra fuertes caballeros, pero en las batallitas del día a día también me he sentido pequeño.

¡Y la pérdida! Ay, Mío, la pérdida es lo que más miedo me da en el mundo, más aún que el caballero Kato. ¿Quién hubiera dicho que la pérdida también existe en el País de la Lejanía? Quizá no haya mundos lo suficientemente grandes para la muerte, especialmente la muerte de niños, una de las más amargas. Tú conviviste con el duelo muy de cerca, incluso en ese paraíso brillante y seguro, y me enorgullece que no te arredraras. Al contrario, tuviste que ir hasta el cuartel de la misma muerte, en donde todo era dolor y desesperanza, para mirar tus miedos a los ojos, plantárteles firmemente y decirles que tú eras el príncipe Mío y estabas allí para terminar con el sufrimiento de todo un pueblo.

La gente corta de miras te dirá que, en la vida real, los muertos no regresan de las tumbas, que no hay mantas tejidas con hilos mágicos que despierten de su largo y pesado sueño a ninguna hija de ninguna tejedora, como le ocurrió a Milimani. Pero ¿recuerdas esa frase sobre los cuentos de hadas que te gustaba tanto? Decía: “El bebé conoce al dragón íntimamente desde el momento en que tuvo imaginación. Lo que el cuento de hadas le brinda es un san Jorge para matar al dragón”.

Quizá sueno cruel, Mío, pero tengo que decirte que tu historia no es original. Hay muchas otras que nos hablan, y nos hablarán en el futuro, sobre san Jorge y el dragón; sobre miedos primigenios; sobre sentirse tan poquita cosa frente a caballeros oscuros; sobre la amenaza de la maldición en un mundo cálido y perfecto como una manta en invierno. No importa nada de eso, Mío, porque con tu historia, me devolviste la ilusión de estar leyendo un cuento de héroes, príncipes y villanos como si fuera la primera en toda la historia de la humanidad. Y he de decir que eso, sin duda, es la prueba de una narración que sobrevive al paso del tiempo. Nunca dejaremos de leer esas historias, incluso si los pájaros del luto no dejan de cantar.

Cómo me hubiera gustado ayudarte en tu misión en el País de la Lejanía, Mío, pero me alegra que hayas encontrado a Yum-Yum y a los otros niños que también querían vencer al caballero Kato. Todos ellos fueron tus hadas buenas, quienes te dieron la magia necesaria para enfrentar a la muerte y la tristeza sin miedo, igual que hacen nuestros amigos y familia de este lado del mundo. ¿Qué sería de nosotros sin toda esa ayuda? Aun en nuestras guerras cotidianas, estaríamos perdidos.

Al final de tu historia dices que ojalá tu viejo amigo Benka haya encontrado otros amigos. Después de muchos años, los encontré, Mío, pero nadie es como tú. Me siento feliz de que hallaras un mundo mejor para ti en el País de la Lejanía, pero no puedo evitar estar triste de que te encuentres tan lejos. Creo que sólo me quedará atesorar tu libro, que ya se convirtió en uno de mis favoritos. Cada vez que me lamente de lo pequeño que soy, cada vez que me vea frente a frente con un caballero como Kato, cada vez que dude de mi fuerza y mi voluntad, cada vez que me aterre la posibilidad de perder y cada vez que mi vida se torne tan fría como aquella cámara en la que fuiste encerrado, leeré tu libro y encontraré en él un san Jorge.

Tu amigo que no te olvida

Benka

Para preguntar en la librería:

Mío, mi pequeño Mío

Astrid Lindgren (texto) & Ilon Wikland (ilustraciones)

Barcelona, Editorial Juventud, 2010

Libros que te dejan… qué sé yo

Para (y por) la ternura

Desde hace algunos años, me pasa un fenómeno muy curioso: sé que los libros que elijo y decido leer me gustarán, en mayor o menor medida.

Las editoriales tienen mucho que ver en esto, porque yo sí juzgo un libro por su portada (y por su diseño, sus ilustraciones, si las hay, su traducción, su prólogo, su manufactura e incluso la reputación o fama del sello editorial). Pero también ayuda el hecho de conocer, aunque sea vagamente, autores o clásicos, y es cierto que mi personalidad siempre se inclina por los clásicos, aunque es lo suficientemente aventurera para experimentar con otros géneros y propuestas. Además, cuando leo por placer o para hacer reseñas en este blog, no pierdo el tiempo en leer libros con una técnica pobre: la vida es muy corta.

Por eso, en mi última visita a la librería, tomé una edición de Hojas de hierba, de editorial Austral, que me gustaría y me gustó, a pesar del diseño modesto (pero compensado por ser la primera traducción de la edición original en inglés). Luego, me agaché, miré en los entrepaños que están más cerca del suelo, y encontré un pequeño ejemplar, de 10.5 x 18.5 cm, de editorial Norma, escondido entre otros libros para niños. Era La bolsa amarilla de Lygia Bojunga, que estaba agazapado en el librero, tal como los personajes que viven dentro de la bolsa amarilla. Ni el título ni el nombre de la autora me decían nada, y la ilustración de la portada no me gustó, si bien recuerda a las de los libros infantiles de los 90. Bueno, en general el libro no me pareció particularmente atractivo hasta que le di vuelta y leí la contraportada.

¡¿Cómo era posible que no haya oído hablar de la autora si ganó el Hans Christian Andersen en 1982, y no sólo eso, sino que ese año se lo dieron por primera vez a un autor latinoamericano?! “Este sí o sí me lo llevo”, pensé. “Y me gustará”.

Esto sucedió el mes pasado, durante mis vacaciones de verano. Fui a la librería para buscar nuevas lecturas, ya que había terminado el libro sobre psicópatas que me llevé en la maleta. Últimamente he estado leyendo géneros que no suelo leer con tanta frecuencia, como la poesía y la divulgación, aunque nunca dejo la narrativa y mucho menos, la literatura infantil. Creo que empecé a leer La bolsa amarilla ese mismo día y lo terminé también aquel día. En parte fue gracias a que estaba de vacaciones y en parte fue porque la historia, el lenguaje y la sensibilidad de la autora me maravillaron.

Raquel quiere ser escritora, pero ese es uno de sus secretos. Los otros son ser mayor y volverse hombre. Estos secretos crecen y crecen, por eso hay que encontrarles un buen escondite. No tiene que ser muy sofisticado, como una caja fuerte detrás de un cuadro; de hecho, puede ser más modesto, como la bolsa amarilla que la tía Brunilda desechó por ser muy fea y vieja.

Los secretos de Raquel a duras penas caben dentro de la bolsa, y el espacio se reduce todavía más con los estrafalarios inquilinos: Rey, un gallo que prefirió llamarse Alfonso, la Paraguas, el Gancho de Pañal y, temporalmente, el gallo Terrible.

Ilustración por Pedro Hace

La bolsa amarilla tocó fibras muy sensibles dentro de mí, porque yo, al igual que Raquel, fui una niña que quería ser escritora. Además, las historias de rebeldes, de gente que cree que no “encaja” en la sociedad o dentro de su familia o en su muy reducido círculo de amigos siempre me inspiran. Desde que leí Matilda he estado acompañada de valientes que desafían las normas convencionales y viven su vida exactamente como ellos quieren, con reglas que ellos mismos diseñan (a menudo, inspiradas por la literatura y el arte).

Como dice Raquel: “Un día me puse a pensar qué iba a ser yo más tarde. Resolví que iba a ser escritora. Y empecé a fingir de una vez que ya era” (Bojunga, 2005, p. 8). Entonces, la chica empieza a inventarse amigos con los que se escribe cartas imaginarias. Le envía cartas a Andrés y a Lorelai, a quien le cuenta que su vida era más feliz cuando vivía en el campo y desea fugarse para regresar allí, entonces, ¿por qué no?, se inventa todo el viaje con papel y pluma.

Pero resulta que, para no variar, su familia no la entiende; ellos creen que Andrés y Lorelai son personas reales y que Raquel se quiere escapar de su casa. Por más explicaciones que Raquel les da acerca de cómo funciona la ficción y la literatura, nadie la escucha, y peor aún, se ríen de ella.

No me gusta hablar acerca de cuáles son los “temas” de los libros que leo, porque pienso que los libros (especialmente la narrativa) no dicen, sino son. Sin embargo, en el caso de La bolsa amarilla, si hay que hablar de algún “tema” en especial, ese sería la contraposición entre el mundo adulto y el mundo de los niños y jóvenes. Raquel tiene el deseo de volverse mayor para que la tomen en serio, para que no la pongan a hacer gracias, cantar y bailar enfrente de tíos y primos que ni siquiera le caen bien y para que nadie insista en saber qué guarda en la bolsa amarilla. A un adulto no le exigimos que de la nada baile, cante y se ponga feliz o que nos muestre la intimidad de su bolso. ¿Por qué lo hacemos con los niños?

Muy a menudo, libros como La bolsa amarilla, Matilda, Elvis Karlsson, La grúa o El pato y la muerte me hacen pensar en la ternura. La ternura es un sentimiento primigenio, que conocemos los seres humanos cuando, al nacer, alzamos los bracitos o ponemos ojitos alegres. Es, entonces, el sentimiento provocado por aquello que es nuevo, blando, fácil de doblar, fácil de provocarle el llanto. Alguien tierno tiene la sensibilidad a flor de piel, pero este no es el tipo de sensibilidad en fuga, que rompe todo cuanto se encuentra a su paso y lo tiñe de golpes; es la sensibilidad más contemplativa y suave, que recibe estímulos del exterior, los comprende, los saborea y devuelve algo todavía más bello, si cabe. Esta es la sensibilidad de Raquel, la que tiene y la que transmite al lector. Por consiguiente, es también la de Lygia Bojunga.

Ilustración por Pedro Hace

No es muy fácil que digamos percibir esta sensibilidad. A mí me aterra perderla, entonces trato de afinarla todos los días tratando de abrir mi mente, aceptar el pacto narrativo y entrar a la ficción que el libro me propone sin reservas. No es que esto me haya sucedido con La bolsa amarilla, pues fue increíblemente fácil comprender su mundo, pero a veces uno tiene cosido el pensamiento. Hay muchos personajes así en la novela, como el gallo Terrible, a quien le cosieron el pensamiento de pelear y pelear y pelear contra otros gallos. Este pensamiento estaba cosido con un hilo tan fuerte que selló el destino del pobre animal.

Pero, más adelante en la novela (en el capítulo 9, de un total de 10, titulado “Comienzo a pensar diferente”) vemos, por contraste, que la familia de Raquel tiene el pensamiento fuertemente cerrado con costuras hechas de hilo de poliéster. En ese capítulo, la chica conoce a una singular familia que se dedica a reparar todo tipo de cacharros viejos, desde ollas hasta relojes. Y, siempre que sienten que ya han trabajado demasiado, cambian de roles o hacen una pequeña fiesta en la que todos bailan. Mientras está con ellos, Raquel se da cuenta de que quizá los adultos no sean tan difíciles de entender después de todo. Eso, sobra decirlo, no sucede cuando está con su propia familia, tan cerrados como son al arte, a la literatura y a la diversión en general.

Terminé La bolsa amarilla un día de julio, en la casa de mi infancia, en la misma casa donde alguna vez “Resolví que iba a ser escritora”, en la misma casa donde está mi librero de hojas de otoño, con los libros que me acompañaron y me han de acompañar siempre. Creo que ya es obvio señalarlo, pero, tal como predije en la librería, La bolsa amarilla me gustó. Sin embargo, me tomó por sorpresa el profundo amor que sentí inmediatamente por este libro y la admiración que desde ahora tengo hacia Lygia Bojunga. Como siempre me sucede con mis libros favoritos, ahora quiero leer toda la obra de la autora.

Dentro de muchos años, seguramente volveré a La bolsa amarilla. Mientras tanto, me seguiré preguntando qué tipo de libro es: ¿uno suave?, ¿uno puntiagudo?, ¿uno pesado?, ¿uno liviano?, ¿uno irónico?, ¿uno tierno?, ¿todos a la vez?

Para preguntar en la librería:

La bolsa amarilla

Lygia Bojunga (texto) & Esperanza Vallejo (ilustraciones)

México, Grupo Editorial Norma, 2005

Una estatua, unas cartas, una voz

Para el escarabajo pelotero

Este libro lo tiene todo: misterio, aventura, fantasía, onirismo, estatuas egipcias, botánica, flores azules, escarabajos peloteros, partidas de ajedrez, una mansión antigua, una historia de amor del siglo XVIII y pastillas de regaliz.

No sé si la crítica de LIJ lo dice (y, francamente, no me importa demasiado en estos momentos) pero, para mí, los libros de María Gripe son clásicos raros. Son raros en el sentido de que, al menos en México, su presencia (y ya no digamos su lectura) no es muy frecuente en bibliotecas, librerías o escuelas. De hecho, la investigadora Beatriz Vera Poseck dice que, de los 40 libros de María Gripe, 20 se han traducido en España y de ellos, 10 no se han descatalogado. 

No sólo por esta circunstancia sus libros son raros, sino también por “insignes, sobresalientes o excelentes en su línea”. Y esto, de hecho, los hace clásicos. Claro, la definición de libro clásico es mucho más amplia y compleja, pero a mí me gusta ceñirme a lo que dice Italo Calvino: los clásicos son libros que siempre se sacuden el polvo de la historia (ya que se mantienen frescos, actuales) y, por mucho que te hablen sobre ellos, siempre terminan por sorprenderte. 

Conocí a María Gripe (ya lo he contado antes) a través de su libro Elvis Karlsson, del cual leí maravillas en La retórica del personaje de María Nikolajeva. En cuanto terminé esa novela, se convirtió en uno de mis libros favoritos; por eso, cuando, un día, navegando y curioseando por Bookmate, me topé con Los escarabajos vuelan al atardecer, no dudé en leerlo.

«Creatures of the order Coleoptera», ilustración de Kelsey Oseid

No les voy a mentir: al principio me decepcioné un poco, ya que Los escarabajos… no se parece en nada a Elvis Karlsson. Aun así, seguí leyendo, pues la prosa es emocionante y aguijoneante, porque te incita a seguir y seguir leyendo para descubrir qué va a pasar.

Los escarabajos vuelan al atardecer es la historia de Jonás, Annika (hermanos, de 13 y 15 años, respectivamente) y David (un amigo común de 16 años). Los tres chicos, con personalidades totalmente diferentes, toman un trabajo temporal en la quinta Selanderschen, una de las mansiones más antiguas de su ciudad, Ringaryd, y también una de las más misteriosas. El trabajo es muy sencillo: solamente tienen que cuidar las plantas, pero hay una planta en particular que parece comunicarse con ellos.

La quinta Selanderschen se vuelve un lugar mágico para los niños, un lugar que, al principio, no comparten con nadie más. Y cuando, una tarde, Jonás, Annika y David encuentran el cuarto de verano, las cartas de Emilie y su historia de amor frustrado con Andreas Wiik (discípulo de Carlos Linneo), nada vuelve a ser como antes.

El mundo literario de María Gripe es de niños poderosos, audaces e inteligentes. Niños sensibles que tienen sus propias ideas sobre el mundo en el que viven. En este caso, Jonás y Annika son los que cumplen más atinadamente con esa caracterización.

Jonás es un chico apasionado del periodismo, los enigmas, las investigaciones y de narrar sus aventuras en la grabadora que recibe por su cumpleaños. Pronto, el descubrimiento de las cartas del cuarto de verano en la quinta Selanderschen lleva a los chicos a descubrir que Andreas Wiik llevó a Ringaryd una escultura egipcia, proveniente de uno de sus viajes científicos en el siglo XVIII. Presuntamente, la estatua estaría enterrada en Ringaryd. Cuando el misterio se filtra a la prensa, Jonás es testigo de la poca ética profesional de los dueños de periódicos, así que decide actuar según sus propios valores y convicciones. 

Annika tiene reflexiones muy maduras y muy profundas después de descubrir la historia de amor de Emilie y Andreas. Mientras Emilie sentía devoción y abnegación por Andreas, a este nunca le importó la muchacha y su amor, sólo su carrera profesional como botánico y discípulo de Carlos Linneo. Pero esto, reflexiona Annika, no tiene por qué ser justo o normal, y no es algo con lo que ella piensa conformarse. Estos son tiempos distintos, y Annika está convencida de que puede relacionarse románticamente de una manera más sana.

Lo mejor de Los escarabajos vuelan al atardecer es que los chicos construyen sus opiniones después de explorar y experimentar el mundo fantástico de la quinta Selanderschen. No hay ningún adulto que les esté dando una cátedra sobre cómo es la vida o las relaciones humanas, sino que ellos lo descubren por su cuenta, armando el “rompecabezas” del misterio de la estatua egipcia y debatiendo sobre él. 

Los escarabajos vuelan al atardecer es una novela de misterio. Tiene todos los elementos para serlo: un enigma aparentemente irresoluble, pistas “inocentes” que pueden pasar desapercibidas y un excelente tratamiento de la tensión en la narrativa, que funciona como un estira y afloja (de ahí que yo piense que la prosa es “aguijoneante”). Sin embargo, hay también elementos fantásticos, como el escarabajo pelotero y la flor azul, que se comunican con Jonás, Annika y David y les dan pistas o Julia Jason Andelius, la dueña de la quinta Selanderschen que telefonea a David para jugar ajedrez a distancia. (Y, gracias al juego, David sabe cuál es el siguiente paso para encontrar la estatua).

No quiero decepcionarlos, pero, al final, la verdad es que el misterio sobre dónde está la estatua egipcia no importa mucho. Lo que verdaderamente importa es el cambio en el mundo interno de los chicos. Por ejemplo, al principio, es muy notorio cómo Annika piensa que todo es un juego tonto sin ningún sentido y luego empieza a involucrarse más en la historia de amor de Emilie y Andreas y, a partir de ahí, como ya dije, saca sus propias conclusiones sobre las relaciones humanas, las cuales tienen un punto de vista feminista, por cierto.

Arriba dije que Elvis Karlsson es muy diferente a Los escarabajos vuelan al atardecer pero en realidad tienen mucho en común, especialmente la focalización en los sentimientos. Primero nos metemos en la mente de los personajes y sabemos cómo afrontan la vida y los acontecimientos que les suceden, y luego esto (no sé cómo explicarlo) se transmite al lector. Creo que esta es la razón por la que sentí la prosa de María Gripe hacerse un ovillo dentro de mi corazón la primera vez que la leí. Pienso que los autores de LIJ más exitosos tienen una característica en común: son empáticos tanto con los niños como con su niño interior y su propia infancia. Por eso, eventualmente, se vuelven clásicos.

A menudo, las novelas de misterio son cuadros que miramos muy de cerca. Solamente cuando damos un par de pasos atrás podemos ver el paisaje completo y establecer relaciones entre acontecimientos aparentemente insignificantes. Me pasó eso leyendo Los escarabajos… (y otras novelas de misterio, como La aguja hueca, de la saga del detective Arsène Lupin) y sospecho que me pasará a medida que vaya leyendo toda la obra (o lo que esté traducido al español y al inglés) de María Gripe. Espero que poco a poco pueda ir juntando piezas hasta formar una imagen completa del maravilloso mundo de la autora.

Para preguntar en la librería:

Los escarabajos vuelan al atardecer

María Gripe

España, Ediciones SM, 2010

Encuéntralo en Bookmate: https://es.bookmate.com/books/qCT33eGx 

Y para el lector curioso:

Vera Poseck, B. (2006). María Gripe: literatura de emociones. CLIJ (Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil), (190). Recuperado de: https://www.revistasculturales.com/articulos/33/clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil/506/1/maria-gripe-literatura-de-emociones.html 

Matilda en verano

Hay algunos libros de literatura infantil que han ayudado a que ésta sea lo que es hoy.

Desde finales del siglo XVIII, los libros para niños se fueron liberando, poco a poco, de ataduras pedagógicas, morales y de otros propósitos ajenos a ella que le impedían florecer como verdadera literatura, es decir, como una obra de arte. Matilda es uno de esos libros, y lo es por varias razones, pero una de las más poderosas es que en Matilda se les da un lugar y una voz propia a los niños, y no se les trata como seres inferiores a los adultos cuyo razonamiento es pobre.

Pero antes de hablar de eso, me gustaría hablar brevemente sobre algunos otros libros en donde también se valora la infancia sin edulcorarla. Ya desde el siglo XIX y principios del XX hay novelas con una visión particular y novedosa de la infancia, por ejemplo, Cinco chicos y eso (1902) de Edith Nesbit y Peter y Wendy (1911)de J. M. Barrie. Estas novelas son, además, dos fuertes influencias en la obra de Dahl. (¡Prometo una entrada larga sobre cada una!).

Al principio de Cinco chicos y eso, el narrador dice: “A los adultos les parece muy difícil creer en cosas extraordinarias, a menos que tengan lo que ellos llaman “pruebas”. Pero los niños creerán casi cualquier cosa, y los adultos lo saben […] Así que ustedes encontrarán muy fácil de creer que antes de que Anthea, Cyril y los otros hubieran estado una semana en el campo, encontraron un hada” (Nesbit, 2008, p. 5. La traducción es mía).

Ilustración de la edición de 1902 de «Cinco chicos y eso» por H. R. Miller

Mientras tanto, en Peter y Wendy (2011) el narrador señala: “Claro está que los países de Nunca Jamás varían mucho entre sí. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que volaban sobre ella, y John pasaba el tiempo disparándoles, mientras que Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas volando sobre él […] Pero en general, los países de Nunca Jamás poseían un aire familiar, y puestos en fila se podría decir de ellos que tenían la misma nariz y ese tipo de cosas. En esas mágicas orillas los niños varan siempre sus coracles para ir a jugar. Todos hemos estado ahí, y todavía podemos escuchar el romper de sus olas, aunque ya nunca volveremos a pisar su tierra” (p. 86).

Para el narrador de Cinco chicos y eso es completamente natural que los niños crean “casi cualquier cosa” y por eso, es de lo más normal que los cinco chicos encuentren un hada en el campo. La visión de la infancia de Peter y Wendy es más nostálgica, pues esa etapa de la vida es el país de Nunca Jamás al que, como adultos, ya no se nos permite regresar. Estas dos visiones de la infancia pertenecen a autores que están en contacto con los niños que alguna vez fueron. Lo mismo pasa con Matilda,donde la mirada irónica del autor admite que hay niños insoportables con padres cegados por el amor y niños brillantes (como Matilda) con padres que merecen ser castigados de vez en cuando por su mal comportamiento y su falta de empatía con sus hijos.

Y es que las dos citas anteriores son muy parecidas al inicio de Matilda, cuando el narrador da su punto de vista acerca de los padres y los hijos. Más adelante, empezamos a conocer a Matilda, una niña excepcionalmente brillante cuyos padres son poco menos que ignorantes y crueles, unas personas que no imaginan el mundo interior de su hija. A pesar de eso, Matilda no abandona sus propias creencias, convicciones y aficiones, y continúa leyendo muchos libros para afinar sus poderes de telequinesis. Esto, tal como menciona la especialista en LIJ Boel Westin, “contiene un virulento ajuste de cuentas con la familia como institución, así como un retrato ya casi clásico del niño solo que se crea su propia estrategia de supervivencia y su concepción de la vida” (citado en Garralón, 2017, p. 116).

Aunque Westin afirma esto refiriéndose a la serie de libros Elvis Karlsson, también es aplicable a Matilda, ya que la protagonista se rebela, rechaza a su familia y se crea una forma de pensar y de ser propias, pero no sólo respecto a su familia, sino también frente a la escuela como institución, representada en el personaje de Tronchatoro.La creación y la defensa del mundo interior de Matilda ante la ignorancia de los adultos que la rodean es uno de los grandes aportes de la novela, porque simboliza la emancipación de la LIJ de sus ataduras moralistas y pedagógicas, y también de una visión que tiende a minimizar a los niños.

Otro aspecto que me encanta de Matilda es el humor. El humor, por cierto, es un ingrediente que tardó mucho en aparecer en la literatura para niños, naturalmente, debido a la visión paternalista y solemne que la aquejaba. Como recordarán, en la entrada anterior cité a Ana Garralón, quien dice que a partir de la publicación de Pedro Melenas en 1844, la literatura infantil comenzó a explorar los terrenos del humor sarcástico y del niño anárquico que hacía todo lo que quería. De hecho, la novedad de este libro radica en jugar con las prescripciones morales dirigidas a los niños que eran muy populares en aquella época.

«Matilda at thirty», ilustración por Quentin Blake

A primera vista, parece que Pedro Melenas es un libro muy alejado de la obra de Roald Dahl, sobre todo por la época en que fue publicado, pero en realidad, el humor negro, el sarcasmo y la aparente crueldad las hacen obras muy parecidas, así como algunos otros libros de Dickens o Chesterton, admirados por Roald Dahl. De hecho, en Matilda podemos encontrar pasajes de un humor bastante irónico, como el final del capítulo “El fantasma”, cuando Fred le pregunta a Matilda si su loro se había portado bien y Matilda responde: “Lo hemos pasado estupendamente con él […] A mis padres les ha encantado” (Dahl, 1997, p. 50) después de hacerles creer a sus padres que el loro era un fantasma y asustarlos. En efecto, otro rasgo irónico de la novela es que Matilda se burla de la ignorancia de sus padres, por eso puede hacerles bromas sin que ellos sospechen. Eso, por otra parte, también muestra la división entre el mundo infantil y el mundo adulto, ya que los adultos, aunque sean personas mayores, también pueden ser tontos.

Care Santos, una escritora española de literatura para niños (autora de Mentira, una novela que reseñé aquí y que, por cierto, ha sido lo más leído del blog), dijo, a propósito del aniversario número 30 de la publicación de Matilda: “Dahl nos recordó, libro tras libro -y en ‘Matilda’ muy especialmente-, que los mayores somos mucho más decepcionantes, malvados y aburridos que los niños” (2018, párr. 1). Esto lo he comprobado sobre todo al observar guías de lectura y ejercicios “para hacer con tus hijos” a partir de la lectura de Matilda (y de otros libros) que siguen insistiendo en que la lectura debe servir “para algo” en lugar de, simplemente, leer porque sí, porque es divertido y placentero.

“Leer sin ataduras” podría ser un buen lema para leer en vacaciones (justamente como yo tengo planeado hacerlo en este mes), leer “sin pensar”, aunque eso no sea posible. Leer como dejándose llevar por la corriente del río, simplemente para saber cómo continúa la historia. Liberarnos de ataduras teóricas o críticas, así como la literatura infantil se liberó de pedagogías. Creo que ese es mi propósito estas vacaciones: recuperar la libertad al leer. He notado que cuando leo así, descubro muchas cosas que quizá quedan opacadas por la teoría. Espero hablar más a fondo de esto, cuando regrese de mis vacaciones, aprovechando que estoy leyendo algo de Aidan Chambers (todavía no me perdono no haberlo leído antes).

Aun si ustedes no tienen vacaciones, les deseo un buen verano y muchas lecturas libres. ¡Hasta entonces!

Para preguntar en la librería (y también para el lector curioso):

Barrie, J. M. (2011). Peter Pan. Madrid: Cátedra.

Dahl, R. (1997). Matilda. México: Alfaguara.

Garralón, A. (2017). Historia portátil de la literatura infantil. México: Ediciones Panamericana-Secretaría de Cultura.

Nesbit, E. (2008). Five Children & It. Reino Unido: Penguin Random House.

Santos, C. (2018). «Matilda» cumple 30 años». El periódico de Aragón. Disponible en: https://www.elperiodicodearagon.com/opinion/2018/09/13/matilda-cumple-30-anos-46740912.html

La Gran Gilly Hopkins y el regreso a casa

Leer por segunda vez La Gran Gilly Hopkins fue para mí como regresar a casa y abrir puertas, ventanas y cajones todavía desconocidos.

Mi edición de La gran Gilly Hopkins

Mi edición de La gran Gilly Hopkins es del 2003. Me parece extraño haber leído ese libro en aquel año, cuando yo tenía diez, así que calculo que lo leí más o menos a la misma edad de Gilly, trece años. Ahora, a mis veinticinco, volví a leer la novela, y creo que me gustó más que la primera vez.

Pocas veces releo un libro, pero esta vez decidí hacerlo por varias razones; la principal, sin embargo, es el reencuentro (literario) que tuve con la autora, Katherine Paterson. Eso sucedió, en parte, gracias a Maria Nikolajeva y su libro Retórica del personaje en la literatura para niños (un libro esencial para especialistas en la LIJ). Allí, Nikolajeva habla de varios clásicos de la LIJ dando por sentado que el lector los conoce. Así, a veces simplemente hablaba de Lyddie o de Amé a Jacob, y cuando yo buscaba esas novelas en internet, me sorprendía al ver que eran de Katherine Paterson porque son tramas muy distintas a la de La gran Gilly Hopkins.

Pero lo que más me sorprendió de la lectura de Nikolajeva fue que argumentara que en Gilly Hopkins había cierta forma de monólogo interior, una técnica narrativa que yo aprendí hasta la universidad, cuando conocí y estudié (de la mano de mis maestros, por supuesto) a autores considerados grandes exponentes de esa herramienta, como William Faulkner o Virginia Woolf. El monólogo interior es, además, una técnica considerada difícil, que exige un lector con cierta práctica. Yo no recordaba que Gilly Hopkins hubiera sido una lectura particularmente difícil para mí, aunque claro, más de diez años después, tampoco podía recordar si, en efecto, había monólogo interior, especialmente porque a los trece años yo no sabía qué era aquello. Así que decidí releerlo, ahora con un poquito más de práctica y consciencia lectora.

No recordaba casi nada, excepto el principio y el final de la novela, pero de forma muy aislada, casi entre sueños. Lo que sí recuerdo con viveza es que, a mis doce o trece años, la rebeldía y la audacia de Gilly Hopkins me intimidaban: yo nunca me he considerado rebelde ni audaz, pero en esta ocasión pude desprenderme un poco de la subjetividad de la chica y leer La Gran Gilly Hopkins desde una perspectiva más adulta.

Entonces, como preguntaríamos en una charla con amigos: ¿de qué trata esta novela? La Gran Gilly Hopkins tiene un narrador focalizado en Gilly, una chica de trece años y cabello rebelde que ha pasado gran parte de su vida en muchas casas de acogida, hasta que es adoptada por Maime Trotter. En esa casa, Gilly empieza a sentir cariño por “la Trotter”, como ella la llama, por William Ernest, otro chico adoptado, y por el señor Randolph, su vecino invidente. Sin embargo, Gilly todavía guarda la esperanza de ser rescatada por su madre biológica, a quien escribe para que vaya a verla y se la lleve “de esa casa de locos”.

Esta narración focalizada en Gilly está combinada con los pensamientos de la chica (es decir, el monólogo interior), que van desde un rápido “Cállate, Trotter” hasta algo más elaborado, como

Si fuera a quedarme, yo haría un hombre de tu pequeño alfeñique. Pero no puedo; podría volverme blanda e idiota yo también, como me sucedió en casa de los Dixon. Dejé que aquella mujer me engañara con todos sus mimos y palabras tiernas mientras me mecía en sus brazos. La llamaba mamá y me subía a su regazo cuando tenía que llorar. ¡Dios! Ella decía que yo era su propia niña, pero cuando se mudaron a Florida me pusieron en la calle con el resto de trastos que dejaron atrás […]

[Gilly] sintió un codazo en las costillas.

Gilly volvió bruscamente a la realidad. ¿Qué diablos?

Es como si el narrador le cediera la voz a los pensamientos de Gilly, que generalmente hablan de los sentimientos de la chica acerca de vivir en casas de acogida. Y es que esos sentimientos son extremadamente profundos, ricos y complejos como para ser tamizados a través de la voz del narrador.

No es mi intención hacer que esta entrada sea una clase de monólogo interior; de hecho, Maria Nikolajeva tiene una taxonomía muy completa de éste. Simplemente quería hablar sobre las cosas que me ha enseñado la literatura infantil con el paso de los años; en este caso, creo que tuve la suerte de leer un mismo libro desde dos identidades diferentes. La primera, la de mi yo de trece años, definitivamente estaba de parte de Gilly y quería que la chica escapara de casa de Trotter y cruzara todo Estados Unidos en un autobús, sola, en busca de su madre biológica. Pero ahora, muchos años después, mi yo adulto, con más experiencia lectora, ya no le cree tanto a Gilly, pues a pesar de que ella diga que los miembros de su nueva familia son todos unos “fanáticos religiosos”… ¿realmente lo son? La postal que Gilly recibe de su madre ¿realmente está escrita con genuino amor y añoranza o, más bien, la chica está idealizando a su madre?

Leer La gran Gilly Hopkins por segunda vez, a los veinticinco años y con otros libros leídos acumulados en mi cabeza me permitió descubrir dos cosas, cosas que de algún modo ya sabía, pero que se enriquecen con los pensamientos que sólo la experiencia de primera mano puede brindar: esta manipulación que la novela le hace al lector permite que nos alejemos o acerquemos a la subjetividad de Gilly, y con base en eso podemos construir nuestra propia, muy personal, experiencia e interpretación lectora. La segunda cosa que aprendí y que reafirmé es que los mejores libros infantiles son los que crecen con sus lectores.

Un viaje fantastibuloso al corazón de Roald Dahl

El 23 de mayo de 2017, aprovechando un breve viaje a Inglaterra, visité el Roald Dahl Museum and Story Centre. El autor, el viaje, el país y su literatura tienen un lugar muy especial en mi corazón, y para no olvidar esta visita, escribí una crónica.

This is the London railway service. This train heads to Aylesbury. The next station is Great Missenden.

La estación de trenes es como de cuento: una línea de tren bordeada de pasto y montañas. En el pasillo de la estación, pilares azules rematados por un delicado encaje blanco de hierro sostienen el estrecho tejado. Algunas macetas con flores cuelgan de esos pilares y enmarcan un letrero: Great Missenden.

Preparo mi boleto (aquí ya no es válida la Oyster Card) para salir de la estación, pues pienso que, como en Londres, también aquí es preciso pagar para salir de las estaciones de metro o cambiar de línea, pero descubro que no hace falta el boleto: uno puede salir libremente, ir y venir a su aire.

Estación de trenes de Great Missenden

Ahora creo que tendré que preguntar cómo llegar a mi destino, aunque noto que no es necesario, porque tan pronto salgo de la estación, veo los señalamientos que llevan al Roald Dahl Museum and Story Centre. High Street número 81 no está lejos.

Reservé mi golden ticket para las 2:30 pm, y no se puede llegar antes de la hora de reservación; aún es mediodía, así que aprovecho para dar un paseo por el pueblo. A medida que exploro, se vuelve más claro por qué Roald Dahl decidió mudarse aquí para escribir (si bien pasó mucho tiempo de su vida viajando entre Nueva York y esta pequeña ciudad). Great Missenden, aunque está a cuarenta minutos de Londres, se encuentra a años luz del ajetreo, el ruido, la gente y el movimiento que hace bullir la capital inglesa. Por supuesto, tiene muchos puntos en común con Londres, como los colores: café, beige, blanco o rojo oscuro para las casas y verde para el paisaje.

Quizá son los colores, la simetría del lugar y la tranquilidad de Great Missenden lo que me hace imaginar la vida aquí. Seguramente, pienso, mientras me como un sándwich en un parque de juegos infantiles, la vida en este lugar incluye té, biscuits rellenos de higo, mantas, una chimenea y una buena biblioteca. Resumo la experiencia de Great Missenden mientras veo el mar verde que se extiende frente a mí, con sus casas cafés, de techos bajos y ventanas blancas mirándome desde la otra orilla. Tal vez aquí se encuentra el invierno eterno que busco sin descanso para sólo leer y escribir. Este estilo de vida incluye todo lo de la siguiente lista:

1) galletas rellenas de mermelada de higo, cuyo sabor ácido y textura pastosa es “muy inglés”, según Emma, mi anfitriona en Londres;

2) una manta de tartán, irritante para la piel pero calientita;

3) un sillón de orejas al lado de una ventana de marco blanco;

4) rosas;

5) una biblioteca pública y comunitaria que reúne a todo el pueblo, como la Great Missenden Community Library. Pude encontrar recomendaciones de los libros que están allí hechas por los propios lectores;

6) Matilda’s, el café que está cerca de la estación.

El mar verde con sus casas en la orilla opuesta

A las 2:30 pm llego al museo. Me encontré con una casa, como cualquier otra de Great Missenden, pintada de color azul pastel a cuyo costado se lee “The Roald Dahl Museum and Story Centre”. La fachada muestra al Gran Gigante Bonachón de perfil, mirando una de las ventanas, como si esperara el momento adecuado para soplar un sueño. Hay otros anuncios pintados que ya anticipan la experiencia, como “It is truly swizzfigglingly” y “Flushbunkingly gloriumptious”. No hace falta buscarle un significado a las palabras inventadas por Dahl para saber que el recorrido será, precisamente, gloriumptious.

Fachada del museo

La señorita de la recepción (en donde también hay una tienda) me entrega algunos folletos: uno es la guía del museo y otro es el recorrido por algunos lugares de Great Missenden emblemáticos en la obra de Dahl, “como la oficina de correos o la iglesia de St. Paul y St. Peter, cerca del cementerio donde está enterrado”, dice la recepcionista. Vaya, no sabía eso. De hecho, nunca me había preguntado dónde estaría enterrado Roald Dahl, quizá porque me parece improbable que esté muerto.

Varios meses después, cuando leí la biografía no autorizada que escribió Donald Sturrock del autor de Matilda, me enteraría de que Dahl escribió algunas frases para hacer grabar en la tumba de su hija Olivia y de otros familiares muertos, pero su tumba (como comprobaría yo al final de mi viaje) no tiene ninguna inscripción más que su nombre y las fechas de nacimiento y muerte.

El museo tiene tres salas. La primera que vi, la Boy Gallery, está dedicada a la infancia de Roald Dahl. Se pueden ver cartas que él enviaba a su madre cuando estaba en Repton y que firmaba Boy, claro. Él era el único boy, el preferido. Pero quizá lo más interesante de la sala sean las puertas en forma de barras de chocolate Wonka. Y hablando de puertas, la que me recibió fue una réplica de la puerta de la fábrica que se usó en la adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate realizada por Tim Burton. Además, hay material audiovisual, fotografías de los álbumes familiares de Dahl y “el ratón en el tarro”, que remite a una anécdota infantil, contada en Boy, sobre la vez que el autor colocó un ratón muerto dentro de un tarro de la dulcería de la avariciosa señora Pratchett. Cuando salgo de la Boy Gallery pienso que, aquí, la infancia de Roald Dahl está congelada; es su propio país de Nunca Jamás.

Boy Gallery. «Love from Boy»

La segunda sala, Solo Gallery, es mi favorita, porque es la de la racha de suerte, la del gran cambiazo, la del golpe en la cabeza. Aquí hay objetos que pertenecieron a Dahl cuando fue piloto en la Segunda Guerra Mundial, como su gorro, sus binoculares y su cuaderno de aviación, abierto en la página que registra el accidente que lo hizo escritor (ficcionalizado en el cuento “Pan comido”). También pude oír una grabación de una de las hijas del autor (no estoy segura si era Tessa u Ophelia), para quien es duro pensar que su padre mataba alemanes montados en Hurricanes. Sin embargo, dice, si no hubiera sido piloto de guerra, quizá Dahl no habría escrito ni una palabra. Aunque sé que varios factores son decisivos para hacer de alguien un escritor, probablemente sin los paisajes de África, sin la sensación de volar, sin las maravillosas fotografías tomadas por Dahl desde el aire y, sobre todo, sin mistress O’Connor, la maestra de escuela que un buen día se sentó con los niños (entre los que se encontraba el futuro autor de James y el melocotón gigante) a leer clásicos ingleses, entonces sí, Dahl no hubiera tenido la racha de suerte de volverse escritor.

El cuaderno de aviación en la Solo Gallery

Pero lo más fascinante de esta sala no son las pertenencias de guerra de Roald Dahl, sino su cabaña de escritor. Todos los elementos de la cabaña, desde el suelo hasta las cortinas, son auténticos y están colocados tal como Dahl los dejó la última vez que estuvo allí. En esa cabaña, donde se puede ver su sillón, mejorado por el mismo escritor para que no le doliera la espalda, lastimada por el accidente de guerra, el autor de Matilda se inventó el mundo. Cuando contemplé la réplica de la cabaña, protegida por un vidrio, traté de beber con los ojos cada objeto colocado ahí por la fantasmal mano de Dahl: los dibujos de su hija Lucy, sus lentes, lápices bien afilados y blocs amarillos de notas en los que siempre escribía, un teléfono, una manta para ponerse en las piernas siempre que se sentaba a escribir, una lámpara que servía para comunicarse con su casa (en ésta había un interruptor que encendía aquella lámpara; el día en que Olivia enfermó, la lámpara titiló rabiosamente) y el hueso de la cadera que le removieron en una cirugía y que, en la cabaña, servía de pisapapeles. Pienso que todas esas cosas son tan vivaces y energéticas como su obra (la infantil y la dirigida a los adultos) y también igual de sorprendentes, pero, justamente por eso, los objetos y la obra son fascinantes.

La cabaña

Tiempo después, cuando dejé el museo (y probablemente, cuando me fui de Inglaterra), pensé que esos objetos no eran talismanes que invocaban el poder de las musas, sino cosas que decían, por sí mismas y con su propio lenguaje, lo que Roald Dahl pensaba, lo mismo que expresaría después, en papel. Y es que, pienso, el mundo de afuera (Great Missenden, en este caso) es el tema y el mundo de adentro, el estilo. La búsqueda del estilo es la búsqueda de uno mismo y, por eso, no es extraño que para encontrarlo se necesite un cuarto propio y cuarenta mil libras al año, como bien reflexiona Virginia Woolf.

La última sala se llama The Story Centre and Crafts Room, y es la más interactiva de todo el museo, si bien en cada sala hay espacios para jugar. Creo que lo más memorable de esta sala son los muñecos del señor y la señora Zorro que Wes Anderson usó en la película de Fantastic Mr. Fox. Ya se sabe el nivel de detalle con el que trabaja Anderson en todas sus películas. En este caso, se pueden ver, por ejemplo, los materiales de costura que la señora Zorro tiene en el bolsillo delantero de su vestido. El sillón en donde está sentado el señor Zorro se parece mucho al de la cabaña de Dahl y, de hecho, la ficha informativa dice que el director de la película se inspiró en ese mueble para crear el mini sillón que aparece en Fantastic Mr. Fox y en donde el Zorro se sienta. En la ficha informativa también se señala que Anderson creó el mundo del Zorro y sus amigos con la ayuda de Felicity (Liccy), la segunda esposa de Roald Dahl, a quien pertenecen los derechos de toda la obra de éste.

Los muñecos originales de la película Fantastic Mr. Fox
Trucos para crear personajes

Inspirada en el proceso creativo de Roald Dahl, esta sala muestra algunas curiosidades de la libreta de ideas del escritor. Por ejemplo, hay algunos recortes de caras, miradas y sonrisas que Dahl guardaba para ayudarse después a describir personajes (claro, a veces uno tiene que ver el mundo que está a punto de crear). Con esas técnicas, se alienta al visitante a crear sus propias descripciones o bien, sus propias rimas en el Rhyming Tree. Pero uno también se puede disfrazar de algún personaje del entrañable autor o crear un personaje propio.

Aunque el museo es bastante pequeño, una visita dura, en promedio, noventa minutos. Supongo que ese cálculo incluye el tiempo que uno pasa jugando, ya sea inventando rimas, contestando un quiz sobre la obra de Roald Dahl o disfrazándose de personajes. Entonces, cuando decido que ya he visto suficiente y que ya he grabado en mi memoria todo el museo, hasta el más mínimo detalle, salgo y voy en busca del cementerio. Éste, aunque no está muy lejos del museo, sí requiere pasar por caminos rodeados de pasto y vegetación. Camino con calma, por miedo a que un animal salte de repente de entre las hojas.

Tumba de Roald Dahl

Ya la encontré. La tumba está debajo de un gran árbol, cerca de una banquita de madera. Solamente hay que seguir las huellas del Gran Gigante Bonachón, como había dicho la recepcionista, para verla. Es verdad que me decepciona un poco que no tenga alguna frase grabada, pero eso no nubla mi emoción de saber que ¡estoy frente a la tumba de Roald Dahl, un autor tan antiguo en mi vida que no recuerdo cuándo ni cómo empecé a leerlo! La verdad es que ni siquiera había soñado con visitar el Roald Dahl Museum and Story Centre, mucho menos lo había pensado cuando era una niña y sentía un placer morboso cuando Matilda se vengaba de sus padres, o cuando, en la primaria, yo calificaba a alguna maestra malvada de “Tronchatoro”, o cuando creí que el método para ver con los ojos cerrados descrito en “La maravillosa historia de Henry Sugar” era cierto y funcionaba, o cuando, más adelante en mi vida, pude compartir con niños de primaria la emoción y la diversión que supone leer Los Cretinos. Y sin embargo, ahí estaba, en Inglaterra, en Great Missenden, parada en un cementerio, contemplando la tumba de Roald Dahl. Mientras pensaba cuán extraño era que los huesos del autor más importante de literatura infantil del siglo XX estuvieran bajo mis pies, otro pensamiento anidaba en mi mente y comenzaba a golpear con sus puños, exigiendo salir a la superficie. Ese pensamiento decía those who don’t believe in magic will never find it.  

Todas las fotografías de esta entrada fueron tomadas por mí.

Encuentra aquí un artículo que escribí sobre Roald Dahl, publicado en La Palabra y el Hombre