Una sentida y educada carta a Puffin Books

Lo que sigue es una carta que envié (traducida al inglés, naturalmente) a Puffin Books: customersupport@penguinrandomhouse.co.uk con copia a la Roald Dahl Story Company: contact@roalddahl.com en referencia a la censura que enfrentan las novelas de Roald Dahl. Si tú, como yo, estás preocupado o enojado por este atentado contra la cultura, te sugiero hacer lo mismo.

Hola, Puffin Books

Me llamo Katia Escalante, soy una lectora de México, de un pequeño pueblo al sur del país. Mi camino lector comenzó con los libros de Roald Dahl que me compraba mi familia. No exagero cuando les digo que sus libros me enseñaron a leer y, también, me enseñaron qué era la literatura y qué hacía que un texto fuera bueno.

Más tarde, cuando di talleres de lectura a niños pequeños (hace unos 6 años), comprobé que Roald Dahl seguía fascinando. Su magia no había caducado ni caducará nunca. Fui testigo de cómo los niños se morían de risa (lo digo en sentido figurado, no se asusten) y cómo la lectura de los libros de Dahl los hipnotizaba.

Parte de la magia de Roald Dahl era su sentido del humor y la sátira que hacía a niños y adultos crueles y malvados (por cierto, estoy segura de que tendríamos un bellísimo texto satírico salido de su pluma si estuviera vivo y viera lo que le han hecho a sus libros. Pero claro, como no está vivo, entiendo que fuera más fácil censurarlo, dado que no se puede defender). 

En aquel lejano 2000, cuando su servidora tenía 6 años y leyó Matilda, ¿creen que me asusté al leer este párrafo?:

Your daughter Vanessa, judging by what she’s learnt this term, has no hearing-organs at all.

Ni siquiera levanté las cejas. Al contrario, me sentí comprendida, porque en ese entonces conocía y conozco, aun hoy en día, a muchas Vanessas. Pero en 2022, sus censores (¡perdón! El término correcto es “lectores sensibles”) lo han cambiado por esto: 

Judging by what your daughter Vanessa has learnt this term, this fact alone is more interesting than anything I have taught in the classroom.

¿Sus censores (¡ay, lo dije mal otra vez!, pero creo que entienden mi punto) tenían la instrucción de quitar palabras ofensivas solamente o también se les dio la orden de eliminar toda la gracia del estilo de Roald Dahl? Porque eso es lo que han conseguido con esta destrucción, este atentado a la cultura y la literatura. Pero lo que me parece más alarmante es que sean editores (¡y qué editores tan grandes y prestigiosos! O al menos lo eran, antes de esta infamia) y no conozcan a los niños. 

¿Qué les enseña Roald Dahl a los niños? De acuerdo con sus censores, les enseña a ser machistas, antisemitas y racistas. De acuerdo con los lectores con criterio (que somos muchos, por suerte), Dahl nos habla de justicia y esperanza; nos dice que los bullies son castigados, que la magia existe y que, con sólo un poco de ella, puedes ser más afortunado (“Those who don’t believe in magic will never find it”), que aunque el panorama sea negro, siempre hay alguna esperanza de que todo mejore y, de hecho, termina por mejorar. A fin de cuentas, por eso sigue siendo un clásico. 

Déjenme recordarles una de mis definiciones favoritas de clásico, de acuerdo con Italo Calvino:

Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.

Sin duda, el contexto actual es totalmente diferente al de Roald Dahl cuando escribió sus novelas. Sin embargo, ¿nos da derecho eso a censurarlo cambiando “palabras ofensivas”? Tengo una mejor idea: ¿por qué no escribir nuevas historias que sean congruentes con el contexto que vivimos hoy en día? ¿Cuál es la necesidad de ajustar el pasado con el criterio y los ojos del presente? ¿A quién beneficia eso? ¿Acaso los niños se convertirán en un dechado de virtudes si leen estos libros “edulcorados”? Deben de creer que sí, pues imagino que si cambiaron los libros será porque pensaron que les haría mal leer el original. Otra prueba de que no saben cómo funciona la literatura.

Digamos que se animan a publicar novedades que respondan a esta agenda diluida que no ofende a nadie. ¿Serán recordados? ¿Alguien los disfrutará como disfruta libros incómodos? En mi experiencia, todo aquel producto cultural, ya sea libro, película o serie que esté más preocupado por cubrir cuotas, por ser agradable para todos y por no ofender a nadie, no es un producto artístico. Nadie tendrá una experiencia estética, porque los panfletos no las provocan. Uno termina, después de leer literatura edulcorada, tremendamente aburrido y, por si fuera poco, regañado. 

Pero veamos ahora el panorama completo. Ustedes son una editorial grande y no dudo que ya tengan planes editoriales para los siguientes años. Así que permítanme preguntar: ¿qué libros le siguen a los de Roald Dahl en la censura? ¿Cuál es el criterio que siguen o seguirán sus censores? He visto que en Matilda han cambiado a Rudyard Kipling por Jane Austen. ¿Qué tiene de malo Kipling? ¿Que es hombre? ¿Que ganó el Nobel y Austen no? ¿Que es el escritor del imperio? ¿Y por qué consideran que a los niños es mejor hablarles de Austen que de Kipling? ¿Creen que se volverán machistas cuando vean que Matilda leía, sobre todo, a hombres? Eso, por lo demás, es una visión muy condescendiente. ¿En verdad creen que hombres o mujeres se vuelven machistas por leer un libro? Una visión muy simplista que perjudica la búsqueda de soluciones reales a problemas reales.

No creo en la cultura de la cancelación. Pero, dada esta situación y sabiendo quiénes son en realidad, ahora me lo pensaré dos veces antes de comprar libros nuevos de ustedes. Lo más valioso que tiene una editorial es su reputación y la suya ya está muerta. (¡Lo siento, lectores sensibles! No quise decir “muerta”. Sólo digamos que su reputación está… durmiendo con los peces).

Su servidora,

Katia

Ilustración de Quentin Blake en «Cuentos en verso para niños perversos».

Escribir

Todo empezó con un viaje a las estrellas.

Un buen día, se me ocurrió agarrar un lápiz y una hoja blanca tamaño A4 y sentarme a escribir una historia sobre una chica (que en ese entonces no podía disociar de mí misma) que viajaba a la luna, pero se caía y terminaba en una estrella.

Recuerdo que a esa edad no me importaba nada, sólo corría detrás de las ideas, aunque me parecieran totalmente locas, aunque no tuvieran nada que ver entre sí. ¡Estaba contando un viaje a las estrellas! Podía escribir lo que yo quisiera, y todo sería válido, porque estaba contando cómo era la vida en otro mundo. Esa libertad es la que sigo persiguiendo en mi vida adulta como escritora.

No quiero decir que esa libertad se haya desvanecido con el paso del tiempo, pero en la carrera uno empieza a absorber teoría, crítica, narrativa, corrientes filosóficas, análisis del discurso… y la diversión se opaca un poquito. Ya no sólo preocupa contar una historia, sino cómo se cuenta, pues esto determina todo.

Ahora trato de que la niña y la adulta escritora colaboren juntas, por eso sigo escribiendo en hojas blancas tamaño A4, aunque ya no uso lápices porque se emborronan fácilmente. Y, aunque sigo corriendo detrás de las ideas, muchas veces tengo pensamientos que me frenan. Uno de ellos es, cómo no, la voz del impostor. Creo que lo más difícil de escribir es dejar tu ego a un lado, tanto si te hace pensar que eres el peor autor sobre la tierra como si deliras pensando que escribes todo bien al primer intento. Al respecto, he descubierto que, para callar esa vocecita, lo que más me funciona es ignorarla y seguir. Claro, es más fácil decirlo que hacerlo, pero ¿qué importa más?, ¿escribir o ser “perfecta”?

«Escribir», Murray McCain (texto) & John Alcorn (ilustraciones)

Desde que abrí este blog he empezado a tomarme más en serio la escritura. No es que antes no la tomara en serio, pero no era tan disciplinada. Ahora siento que reseñar libros para niños (al menos uno al mes) me ha ayudado mucho a tener un ojo más crítico, a afilar mis antenas, porque ahora es más fácil leerme a mí misma y hacerme correcciones honestas.

Por ejemplo, ayer estaba reescribiendo una historia que hice algunos años atrás. Cuando la escribí me gustaba mucho el tono del narrador-protagonista, pero ahora me di cuenta de que quizá no funciona bien para lo que yo quiero contar. Entonces, decidí cambiar al narrador: ahora sería un abuelo que le cuenta la historia a su nieto. Sin embargo, me enfrentaba a un problema importante (entre todos los problemas que conlleva hacer un movimiento tan radical como un cambio de narrador): dentro del cuento, hay dos historias igual de importantes. ¿Cómo hacer que el abuelo las narre sin que el lector se confunda? “Bueno”, pensé, “que sean dos nietos y que cada uno pida una historia”.

Este tipo de soluciones narrativas no se me hubiera ocurrido en la universidad, porque ciertas técnicas no se habían asentado muy bien en mi cerebro. De hecho, antes de que se me ocurriera esa solución, estaba pensando en Los escarabajos vuelan al atardecer, en donde cada niño vive lo que pasa en la novela a su manera. El análisis o, por lo menos, la lectura que hice de la novela de Maria Gripe y que plasmé en mi reseña me ayudó para resolver mi cuento.

«Escribir», Murray McCain (texto) & John Alcorn (ilustraciones)

No he tenido el mismo proceso creativo siempre y, de hecho, creo que no tengo uno. La verdad, tiendo al caos. Lo que sí ha cambiado es mi actitud hacia las cosas que escribo e intuyo que algo tendré que agradecerles a los “frenos” por eso. Los frenos me hacen dar dos pasos atrás y replantearme lo que escribo sin criticarme duramente, sin atacarme y sin destruir mi autoestima. Ya no escribo como una niña, pero la niña en mi interior sigue escribiendo.

Por cierto, la niña en mi interior, en su solipsismo, no consideraba a los lectores, porque escribía sólo para ella, como si estuviera jugando. Pero ahora, he descubierto que lo más satisfactorio, lo más bonito de escribir y también lo más retador, son los lectores. Puede ser un lugar común el decir “un libro no está completo hasta que alguien lo lee”, pero es verdad. Los libros cobran vida, una vida nueva, cuando los lectores lo hacen suyo. Y me gusta la teoría de la recepción por la idea de los espacios vacíos en un texto que el lector tiene que rellenar. Cuando escribe, el autor hace atmósferas, situaciones, sentimientos y silencios que quiere que sean notados por el lector, y así se establece el diálogo.

Decidí escribir esta entrada para dejar que mi cerebro descansara de las reseñas. Me sentía un poco “entumida”, por así decirlo. Todavía me siento así, por lo tanto, no era buena idea escribir una reseña. Me hubiera salido acartonada. Escribir también tiene que ver con saber tomar respiros y descansos, incluso de uno mismo. Entonces, mientras regreso a mi centro, estaré pensando en nuevas maneras de escribir y jugar con el género ensayístico, que para eso escribe una: para jugar.

¿Y si salvamos a la infancia?

“¿Por qué la gente de todo el mundo disfruta el jugo de estas naranjas cuando hay niños como yo que deben derramar su sangre para recogerlas?” (Satyarthi, 2019, p. 120).

Ese es uno de los testimonios de niños trabajadores que Kailash Satyarthi, activista por los derechos de los niños y la abolición del trabajo infantil en la India, recoge en Salvemos a la infancia. Satyarthi compartió el Premio Nobel de la Paz con Malala Yousafzai en 2014 por su lucha contra el trabajo infantil y a favor de la educación para todos. Lleva haciendo este trabajo desde 1980, cuando creó el Movimiento Salvemos a la Infancia.

En este libro, el primero de Satyarthi traducido al español, se explica cómo funciona el movimiento, las alianzas que tiene (tanto con la sociedad civil como con el gobierno de India) y los proyectos para acabar con el trabajo infantil. Pero también hay varios testimonios de niños trabajadores que han sido rescatados de fábricas de alfombras, canteras, fábricas de vidrio soplado o plantaciones. En estos lugares, niños tan pequeños como de entre 5 y 14 años son obligados a trabajar hasta por 20 horas al día, separados de sus familias y abusados física, sexual y psicológicamente sin recibir ni un solo pago. En pocas palabras, son niños esclavos.

Creo que nadie duda que los niños no deben trabajar, incluso en condiciones seguras, porque es claro que el trabajo infantil es perjudicial. Según Satyarthi: “La exposición prolongada al polvo, a sustancias químicas, a pesticidas y al calor los vuelve [a los niños] vulnerables a enfermedades incurables […] Puedo decirles, por experiencia, que trabajar hasta 12 o 14 horas al día en condiciones no reguladas les afecta [a los niños] tremendamente los ojos, el hígado, los riñones, los pulmones y las extremidades” (Satyarthi, 2019, p. 45).

Pero el trabajo forzado y la esclavitud también mina el desarrollo psicológico y emocional de los niños. Kailash Satyarthi relata que rescató a un niño que no mostraba ninguna expresión en el rostro, que parecía de cera. Más tarde, el activista descubrió que el niño había aprendido a reprimir sus emociones cuando, estando en la fábrica, empezó a llorar y su inhumano patrón lo golpeó.

Entonces, si el trabajo forzado y la esclavitud corrompe tanto a los niños, ¿por qué existe? Satyarthi responde:

“[Los niños] trabajan en condiciones inhumanas sin chistar. A diferencia de los adultos, los niños no forman sindicatos que ejerzan presión sobre los patrones. Es fácil coaccionarlos para que trabajen largas horas, incluso por la noche, a cambio de muy poco dinero, si no es que sin pago alguno. A menudo se ha observado que a los niños trabajadores se les trata como objetos inanimados y se les obliga a vivir en los mismos talleres en que trabajan”.

(Satyarthi, 2019, p. 47).

Pero quizá la principal razón de ser del trabajo forzado y la esclavitud infantil sea la pobreza. Muchas personas piensan que los niños que trabajan ayudan a sus padres a solventar los gastos, pero la realidad, de acuerdo con Satyarthi, es que los niños rara vez reciben un pago; lo único que se les da a los padres es un anticipo de entre 500 y 1,000 rupias (entre 6 y 13 dólares). En todo caso, si los padres reciben dinero, algunas veces se lo gastan en alcohol mientras sus hijos son esclavizados.

Ilustración por @atole.de.mazapan

Lo que me gusta no sólo de este libro sino también del método de Satyarthi para acabar con la explotación infantil es su visión, ya que para él, salvar a la infancia no equivale solamente a rescatar niños de fábricas o canteras (acción que ya es sumamente loable por sí sola); salvar a la infancia es construir un entorno favorable para ellos. Por eso, el Movimiento Salvemos a la Infancia ha creado las aldeas favorables a la infancia o Bal Mitra Gram. Estas aldeas, que se centran en permitir el desarrollo infantil con un carácter democrático, tienen varios principios, por ejemplo, el prohibir que los niños sean empleados, traficados o que estén casados, que los niños reciban una educación sustanciosa y de calidad o que formen Bal Panchayat (consejos infantiles) reconocidos por el Gram Panchayat (el consejo general de la aldea). En Salvemos a la infancia se narran muchas historias de éxito y de liberación en las Bal Mitra Gram, por ejemplo, cómo se logró impedir la boda forzada de una pequeña que después inspiró a más niñas de su aldea a asistir a la escuela o cómo los vecinos de otra aldea se organizaron, liderados por los niños, para exigir agua potable o caminos seguros y dignos.

Hay que decir que Salvemos a la infancia está escrito en clave de ensayo o de “no ficción”, pero en realidad es mucho más que eso: este libro apunta hacia una realidad concreta que está sucediendo en estos momentos, en la India y en muchos países más, como México. Por eso, mientras lo leía recordaba una frase de María Teresa Andruetto (2014): “Leer a la luz de un problema es dejarse atravesar por un texto” (p. 88). Yo diría que también es dejar que el texto haga crujir el suelo bajo nuestros pies para tambalearnos y agujerear el pensamiento que creemos sólido y llano en nuestra mente. En este caso, Salvemos a la infancia nos confronta con el trabajo infantil y con lo poco que sabemos sobre él, a pesar de que somos sus cómplices al consumir fast-fashion, por ejemplo.

Entonces, al confrontarme con el trabajo infantil en la India, me di cuenta de que no sabía nada sobre la misma situación en México, el país de donde soy, en donde vivo y desde el que les escribo esto. Así que decidí investigar algunos datos, a pesar de que el trabajo infantil en México se ve todos los días: basta con salir a comer a un restaurante para encontrarse con niños que venden dulces, flores o cigarros. Lo que descubrí me sorprendió: de acuerdo con Save the Children México (2020), en nuestro país hay 3.2 millones de niños de 5 a 17 años trabajando en actividades económicas no permitidas o en quehaceres domésticos.

Ahora, con la pandemia provocada por el SARS-Cov-2, la situación de los niños se ha endurecido. A todos nos afecta, de alguna u otra manera, el aislamiento social, pero para los niños, la socialización es crucial, así como la educación presencial en la escuela. La ansiedad y la depresión en niños y adolescentes ha ido en aumento, tanto, que se habla de que esas enfermedades son “la otra pandemia”, o la pandemia “silenciosa”; sé de alguien cuyo hijo pequeño se puso a llorar un día porque extrañaba a su mejor amigo. Pero algo que me parece todavía más preocupante es la deserción escolar.

De acuerdo con datos de Save the Children México (2021), “tan solo en el ciclo 2020-2021 se calculó una disminución del 10% en la matrícula escolar de nivel básico, de los cuales, casi 1 millón y medio son niñas y adolescentes mujeres”. De estas niñas y adolescentes, muchas se verán obligadas a ayudar con las labores domésticas o a cuidar de otros familiares que estén en casa, lo que necesariamente reducirá su tiempo para jugar; además, el hecho de que no asistan a la escuela mermará significativamente su futuro y sus oportunidades laborales, lo que hará inmensamente más arduo un camino de por sí agreste, debido a toda la discriminación y violencia que sufrimos las mujeres en México.

Ilustración por @atole.de.mazapan

Por supuesto, la pandemia también obligará a muchos niños a trabajar, específicamente, a 2.5 millones, según datos de la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim) (Ortega, 2021). Al perder sus ingresos económicos, muchas familias se ven orilladas a echar mano de todos los recursos, sin importar si deben sacrificar la infancia de sus hijos. Y así, volvemos al círculo vicioso del trabajo infantil y la pobreza del que hablaba Satyarthi, ya que la Organización Internacional del Trabajo calcula que “por cada punto porcentual adicional de pobreza adulta, el trabajo infantil aumenta 0.7 por ciento” (citado por Ortega, 2021, párr. 2). En México, se estima que la pobreza aumentará “entre 7.2 y 7.9 puntos porcentuales derivado de la pandemia” (Ortega, 2021, párr. 3).

Como mencionaba en párrafos anteriores, las lesiones físicas y psicológicas tarde o temprano acompañan al trabajo infantil; de hecho, Satyarthi dice que los niños trabajadores de hoy son los adultos discapacitados de mañana, y gastarán buena parte de sus recursos en atención médica (y, probablemente, se les dificultará o imposibilitará trabajar en su adultez). Sin embargo, me pregunto cuáles serán las secuelas, sobre todo psicológicas, de los niños mexicanos que abandonen los estudios por la pandemia y empiecen a trabajar. Me parece que no es exagerado decir que estas secuelas marcarán a toda una generación que creció en una etapa ya de por sí atacada por enfermedades como la depresión y la ansiedad y a la que se le agrega el aislamiento por el coronavirus. Los niños están en riesgo de perder su infancia debido al trabajo, la esclavitud, la falta de educación y la crisis sanitaria general que afecta a México, y no debemos permitirlo. El tiempo no regresa.

Para frenar este problema, Kailash Satyarthi propone algunas alternativas que, me parece, se pueden traer a México. Sin duda, la educación para todos es una de ellas, pero aquí la clave no es solamente elegir no mandar a los niños a trabajar en lugar de estudiar (sé que eso puede ser complicado para algunas familias), sino darle el voto al candidato que proponga políticas públicas claras y bien estructuradas para brindarles una sociedad mejor a los niños en el tema educativo pero también, por ejemplo, en cuestiones de salud y seguridad. Desde mi punto de vista, la escuela debería ser la institución que nos ofrezca igualdad, sin importar de qué clase social venimos.

Otra alternativa es hacernos conscientes acerca de quién produce y cómo se produce lo que consumimos. Uno de los logros del Movimiento Salvemos a la Infancia ha sido crear la etiqueta Good Weave en alfombras producidas en India que se exportan a otros países. La presencia de esta etiqueta garantiza que no se utilizó mano de obra infantil en la fabricación de las alfombras. Así, los consumidores conscientes del problema del trabajo y la esclavitud infantil pueden elegir comprar sólo alfombras que porten esta etiqueta. Además, podemos negarnos a comprar fast-fashion o, como sugiere Satyarthi en su libro, no recibir cortesías (ni siquiera un vaso de agua) de un niño que trabaje limpiando la casa de nuestros amigos. Otras alternativas pueden ser donar a través de Save the Children a la causa que más nos preocupe, ya sea trabajo infantil, migración o abuso sexual.

Para terminar, libros como Salvemos a la infancia nos permiten tomar en serio los problemas de los niños. Los niños ni son tontos que no comprenden la realidad ni son adultos en miniatura: son personas que pueden sufrir estrés, tristeza o rabia por todo lo que pasa a su alrededor, y hay que trabajar para construir un mundo mejor para ellos, aunque esto suene romántico. Creo que esa fue una de las razones por las que decidí hacer una reseña de Salvemos a la infancia en mi blog, porque no se puede escribir buena literatura infantil si continuamos subestimando a los niños y si no conocemos sus problemas, sus preocupaciones o sus dificultades sociales.

Tal vez alguien piense que lo que podemos hacer para cambiar esta situación no sea mucho, porque “una golondrina no hace el verano”. Y es verdad, una golondrina no hace el verano, pero esa única golondrina, posada en la rama de un árbol, cantando sola, está haciendo su parte.

Para preguntar en la librería:

Salvemos a la infancia

Kailash Satyarthi

México, Grano de sal, 2019.

O léelo en Bookmate siguiendo este enlace:

https://es.bookmate.com/books/EOQN2TEP

Y para el lector curioso:

Andruetto, M. T. (2014). La lectura, otra revolución. México: Fondo de Cultura Económica.

Ortega, E. (17 de febrero de 2021). Prevén que el COVID “empuje” a 2.5 millones de niños a trabajar. El Financiero. Disponible en: https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/preven-que-el-covid-empuje-a-2-5-millones-de-ninos-a-trabajar

Save the Children. (11 de junio de 2020). Organizaciones de la sociedad civil hacen un llamado a incrementar los esfuerzos para prevenir y erradicar el trabajo infantil y sus peores formas. Disponible en: https://www.savethechildren.mx/enterate/noticias/erradicar-el-trabajo-infantil

Save the Children. (4 de marzo de 2021). Niñas y adolescentes en México, más vulnerables que nunca a un año de la pandemia por Covid-19. Disponible en: https://www.savethechildren.mx/enterate/noticias/mas-vulnerables-que-nunca

All I want for Christmas is books

El Carrito Rojo navideño corre presuroso llevando consigo algunas ideas de regalos para el lector curioso. ¡Ay, ay, ay, qué alegre va!

Un box set de libros. Los box sets de libros son cajas que recopilan obras destacadas de cierto autor, género o época. También puedes encontrar todos los libros de una serie o saga reunidos en una misma caja. Creo que es un excelente regalo si conoces el autor o género favorito de la persona a quien le vas a obsequiar algo. En esta lista hay algunas de mis opciones favoritas:

La saga completa de Harry Potter en inglés (puedes encontrarla en Gandhi aquí). Quizá a estas alturas todos hemos leído ya Harry Potter, pero leerlo en su idioma original puede ser una experiencia muy grata para los potterheads.

Estas preciosas ediciones de Winnie Pooh también en inglés, con ilustraciones de Ernest H. Shepard. Disponibles en El Péndulo, una de mis librerías favoritas.

Considera este box set de Neil Gaiman para un fanático de este increíble autor. ¡Incluye Coraline!

¿Qué tal si sorprendes a un lector con un flipbook? Hablamos de ellos en esta entrada. La colección que yo tengo de Penguin, que incluye Heidi, Anne of Green Gables y A Little Princess está en este link de Amazon.

Y para los que compartan mi obsesión, fanatismo y devoción por Roald Dahl, he aquí un box set con ¡QUINCE! obras del autor en inglés.

Un Kindle. El mundo está dividido entre los que defienden la lectura en papel (yo me incluyo en ese bando) y los que prefieren los e-books. Aun así, reconozco que la lectura en formato digital tiene muchas ventajas, sobre todo en un sentido práctico: llevas muchos libros en un solo dispositivo y tienes acceso casi inmediato a libros de todos los géneros. Entonces, si se quieren poner espléndidos, podrían regalar el Kindle Oasis con luz cálida ajustable que es resistente al agua y se puede leer dentro de la tina o alberca junto con una copa de vino y además, tiene luz cálida ajustable. Sigan este link. Una opción más económica es el E-reader Kindle. Y ya si van a hacer el gasto, también hay fundas para Kindle muy bonitas, como esta de El Principito o la de la Noche estrellada de Van Gogh.

El león de la Biblioteca Pública de Nueva York (no sé si es Patience o Fortitude) nos desea una feliz Navidad.

Un set de escritura. Si el lector que recibirá tu regalo también es escritor, seguro le encantará alguna de las ya clásicas libretas Moleskine. Hay muchísimos modelos; por ejemplo, la Moleskine Dropbox Smart Notebook, para escritores o artistas a quienes les gusta trabajar a mano pero no desprecian la tecnología y el almacenamiento en la nube. Aunque si prefieres las Moleskine clásicas, hay algunos diseños muy interesantes, como esta de Peter Pan.

Además de la Moleskine, puedes completar el set de escritura con plumas, lápices, señaladores, juegos de sellos, washi tapes con diseños lindos, tazas, juguetes o muñecos de personajes de libros. Para esto, El Péndulo tiene una tienda muy bonita de artículos de papelería.

Un póster de la obra de algún ilustrador. En el blog no hemos hablado tanto de ilustradores o de libros ilustrados, pero definitivamente es algo que me fascina cada vez más. De hecho, tengo el propósito de conseguir alguna ilustración bonita, enmarcarla y colgarla en mi estudio o en el pasillo de mi departamento. Luego se me ocurrió que ese podría ser un gran regalo: un póster del mapa de la Tierra Media o de Terramar para un lector de Tolkien o de Ursula K. Le Guin (o de los dos, ¿por qué no?).

Una suscripción a un sitio como Bookmate. La publicidad dice que Bookmate es «el Netflix de los libros». La suscripción por un año cuesta $790 MXN y con ella tienes acceso a libros, cómics y audiolibros (la verdad, no sé qué tan cómodo sea leer un cómic en línea, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión). Entre la LIJ que hay en Bookmate está Las aventuras del mono Pipí de Carlo Collodi, Peter Pan y Wendy de J.M. Barrie, Se vende mamá de Care Santos o El dragón blanco y otros personajes olvidados de Alfonso Córdova e ilustraciones de Riki Blanco (¡este último me encanta!).

¡Felices fiestas! Ya pasó este año tan difícil y tan raro para todos, pero a pesar de todo, yo seguí escribiendo y hasta hice un podcast (ya saben que el mundo no se acaba hasta que se acaba). Espero que el siguiente año traiga más libros, más literatura infantil y más oportunidades de compartir lo que escribo con mis lectores, porque (como les he dicho antes) esa es mi verdadera motivación.

¿Por qué escribir para niños?

No tengo que contarles que esta pandemia ha sido extraña y horrible para todos.

Antes de vivir algo como esto, yo creía que el mejor lugar para escribir era dentro de una cabaña en invierno, con una chimenea encendida y todo el tiempo libre en mis manos. Ahora no tengo una cabaña, pero afuera sí hay una tormenta que nos impide salir, y a pesar de eso, no he escrito tanto como pensé que lo haría en mi fantasía de nieve.

Así que, un poco para aliviar el sentimiento de culpa que me produce no escribir y un poco para ceder a la cosquilla creativa, se me ocurrió esta entrada, basada en la pregunta “¿por qué escribir para niños?” Para responderla, voy a convocar a autores del mundo de la LIJ, ya que he notado que no hay nada mejor que escuchar voces que nos den razones para seguir haciendo lo que hacemos, a pesar de los tiempos difíciles. Y los tiempos siempre son difíciles.

¿Por qué escribir libros para niños?

“Hay quinientas razones sobre por qué empecé a escribir para niños, pero para ahorrar tiempo mencionaré sólo diez”, dice Isaac Bashevis Singer, autor de obras para niños y para adultos. Estas diez razones son:

Número 1) Los niños leen libros, no reseñas. Les importan un pepino las críticas. Número 2) Los niños no leen para encontrar su identidad. Número 3) No leen para liberarse de la culpa, para saciar la sed de rebelión o para deshacerse de la alienación. Número 4) No les sirve la psicología. Número 5) Detestan la sociología. Número 6) No tratan de entender a Kafka o Finnegans Wake. Número 7) Siguen creyendo en Dios, en la familia, en los ángeles, en demonios, brujas, duendes, en la lógica, en la claridad, en la puntuación y otras cosas obsoletas. Número 8) Aman las historias interesantes, no los comentarios, guías o notas a pie de página. Número 9) Si un libro es aburrido, bostezan abiertamente, sin ninguna vergüenza o miedo a la autoridad. Número 10) No esperan que su querido autor redima a la humanidad. Jóvenes como son, saben que no está en su poder. Sólo los adultos tienen ilusiones tan infantiles. [1]

El decálogo de Isaac Bashevis Singer evoca una forma de leer (y también una forma de escribir) que yo calificaría como inocente. Es decir, pareciera que el autor de Satán en Goray sólo escribe por el placer de escribir, así como los niños leen por el placer de leer: sin reseñas, sin notas a pie de página y sin buscar otra cosa que una historia verdaderamente entrañable que los mantenga soñando despiertos. Escribir y leer sólo por el placer de hacerlo es una forma de libertad y también una forma de felicidad, una “felicidad desesperada”, como dice el filósofo André Comte-Sponville.

Sobre esta libertad, Michael Ende dice:

El impulso verdadero, real, que me mueve mientras escribo es el placer del juego, libre y espontáneo, de la imaginación.

El autor de Momo continúa diciendo que, en el juego de la creación, lo único verdaderamente importante es el placer de dejarse llevar por el mundo que se está creando, sin tomar en cuenta normas moralizantes. Muchas veces, ni el mismo Michael Ende sabe cómo terminará lo que está escribiendo, pero no importa, porque eso es parte de la aventura de escribir.

Michael Ende

La escritora franco-australiana Sophie Masson señala que la pregunta “¿por qué escribes para niños?” conlleva, de manera muy sutil, el prejuicio de que escribir para niños es menos valioso que escribir para adultos. Pero, sigue Sophie, si tuviera que contestar, diría que:

Con la literatura para niños puedo escribir muchos más tipos diferentes de libros que con la literatura para adultos, donde uno tiende a encasillarse más. Puedo atacar todo tipo de géneros, periodos o historias: los editores de libros infantiles están abiertos a todas las ideas. [2]

Las afirmaciones de Sophie Masson (a quien ya muero por leer) me recordaron a una de mis autoras favoritas, Katherine Paterson, quien puede escribir una historia como La gran Gilly Hopkins (de la que ya hablamos aquí), pero también puede llevarnos hasta Japón para conocer la tradición milenaria de las marionetas o incluso hasta Terabithia. Autoras como ella me recuerdan que no porque uno escriba para niños debe exigirse menos rigor técnico y artístico (Katherine Paterson viajó a Japón para escribir El maestro de las marionetas).

Sophie Masson no lo menciona, pero los autores de LIJ también pueden atacar todo tipo de formatos, soportes y técnicas artísticas. Recuerdo lo que leí hace mucho tiempo, en algún texto teórico (no recuerdo el título, pero estoy segura de que estaba relacionado con la teoría de los polisistemas, de Zohar): la LIJ ha estado, por mucho tiempo, en la periferia, pero justamente porque está en la periferia ha podido jugar con mil maneras de contar una historia, no solamente con palabras, sino también con ilustraciones, collages, fotografías, libros en formato pop-up, hipermedia, transmedia, y muchos otros recursos que, por fuerza, se me escapan. Eso, aunado a lo que dice Michael Ende y Bashevis Singer, también es una forma de libertad.

Por último, la creadora de Pippi Calzaslargas, Astrid Lindgren, relaciona la pregunta “¿por qué escribes para niños?” con otra cuestión igual de interesante: ¿necesitamos libros para niños?:

Algunas personas ‘razonables’ han expresado la opinión de que no, nadie debería escribir libros especialmente para niños. Los niños deberían ir directamente a los clásicos. Presumiblemente, los que creen esto no se han topado con niños o con clásicos para niños por un largo tiempo.

Tal vez en nuestro país haya dos o tres sobresalientes niños genio que (sin ninguna preparación previa) puedan entender La isla del tesoro o Robinson Crusoe, pero los niños promedio necesitan empezar con otros libros para que puedan aprender el gusto por la lectura. [3]

Astrid Lindgren

Además, Lindgren agrega que la idea de que los niños pequeños pueden leer clásicos prácticamente sin ayuda es otra de las ilusiones infantiles de los adultos de las que habla Bashevis Singer.

Sin embargo, creo que todos estos autores de libros para niños (y otros de igual nivel artístico) escriben pensando no tanto en un modelo de lector, sino en ellos mismos como lectores, y como los lectores que eran de niños. Porque cuando uno lee siendo niño, lo único que existe es el mundo de la ficción, al contrario de la forma de leer “adulta”, donde uno es más consciente de tener que llenar los vacíos de la narración para construir un significado. Ello, por supuesto, no quiere decir que los libros para niños no tengan espacios vacíos para extraer algo más profundo de lo dicho en el texto; por supuesto que los tiene, y los niños, de hecho, los intuyen, saben que están ahí, pero este proceso de “llenar los vacíos” no es tan consciente como cuando uno es adulto.

Entonces, ¿por qué escribir libros para niños? ¿Simplemente por el placer de hacerlo? Sí. Y por quinientas razones más, claro, pero también por la adrenalina que da la creatividad, por la emoción de crear un jardín (pero en donde los sapos sean reales, dice Margaret Atwood) y para saber que el arte es una necesidad humana. En tiempos de pandemia no se necesitan muchas razones más.


[1] La traducción es mía.

[2] La traducción es mía.

[3] La traducción es mía.

Al norte del futuro, en un invierno perpetuo, hay un jardín…

En este blog he hablado bastante sobre literatura para niños y jóvenes, pero aún no he dicho por qué vale la pena hablar de ella. Y más todavía: por qué deberíamos leerla (o leérsela a los niños), cuestionarla, explorarla, contemplarla, ponerla de cabeza, al fin.

A veces pienso que la literatura para niños se siente diferente a la literatura “general”. Me refiero a que tengo sentimientos diferentes cuando veo mi librero de literatura general y cuando veo el de LIJ; este último, por cierto, me parece más bonito, más colorido y más emocionante. No es que desprecie la literatura general, pero con la LIJ yo siento una pasión especial que, supongo, se deriva de las cosas que he aprendido de ella.

Con la literatura infantil me siento retada constantemente. Es cierto que no leemos el mismo libro dos veces, sobre todo cuando de niños leemos un libro y volvemos a él ya de adultos. Es el mismo libro pero es otro a la vez. Esa fue la experiencia que tuve con Gilly Hopkins: leí la novela cuando era pequeña, creyendo que era solamente la historia de una adolescente intrépida y deseosa de tener una familia; en ese entonces yo, sin duda, estaba del lado de Gilly. Sin embargo, me reencontré con esta chica más de diez años después, atónita por la presencia de monólogo interior en una novela juvenil, pero también ya con más experiencia lectora, lo que me permitió alejarme de la subjetividad de Gilly y leer el libro con otra perspectiva. Disfruté La gran Gilly Hopkins en esas dos ocasiones porque un buen libro para niños y jóvenes es un libro que crece con su lector.

No suelo releer libros muy a menudo, pero la repetición en los libros para niños es muy importante; por ejemplo, en los cuentos de hadas los hechos suceden tres veces: el protagonista obtiene tres objetos mágicos que lo ayudan a superar tres pruebas. Sin embargo, la repetición es más relevante en las nanas o canciones de cuna.

De pequeña, mi mamá me cantaba “Los cinco alpinos”, una canción infantil que habla (qué novedad) de un amor imposible entre una princesa y un alpino que venía de la guerra. Cada estrofa de la canción se repite dos veces. Hacia el final, el alpino pide la mano de la princesa, pero el rey lo manda a fusilar, la princesa muere de pena y el rey “se fue a morir a China”, según la canción.

Recuerdo con especial vividez lo que sentía cuando mi mamá estaba a punto de cantar la parte en la que todos morían. Sentía una especie de adrenalina, la que es propia del momento anterior a hacer una travesura. Pensaba “Aquí viene, aquí viene… ¡Sí! ¡Todos murieron!” No sentía pena por los personajes porque la canción continuaba así: “Años después, los tres resucitaron”, una estrofa que también se repetía dos veces. Y es que los buenos libros para niños, como las nanas, brindan seguridad y nos dicen que, no importa lo que pase, al final todo estará bien. Aprendí a disfrutar esto más tarde, con los libros de Roald Dahl, cuando la vida se ponía más divertida después de una aparente tragedia o de un suceso traumático para el protagonista.

Si bien cuando era más chica disfrutaba especialmente los libros de mucha acción y aventuras, ya de mayor comencé a leer libros para niños en los que aparentemente “no pasa nada”, como Elvis Karlsson de Maria Gripe. En el primer tomo de esta serie, Elvis tiene un Secreto; no sabe qué es ni como es, solamente lo siente. “Era como una luz en la noche. Luce, pero uno no sabe si está cerca o lejos” (Gripe, 2018, p. 42), pero “si se toman unas cuantas semillas y se plantan en los lugares que frecuenta la gente que te gusta, es casi lo mismo que compartir el Secreto, además de la alegría que les das” (Gripe, 2018, p. 44). Los buenos libros para niños nos dicen que, sin importar qué tan ordinario sea el mundo, uno siempre puede cultivar un mundo interior extraordinario. Aunque Elvis es un niño de padres ignorantes y tiene una vida exterior como cualquier otra (incluso su apellido, Karlsson, es el más común en Suecia), grandes pensamientos e inquietudes anidan en su interior, y eso le da seguridad en el absurdo mundo de los adultos.

Ciertos libros que también me hubiera gustado leer de pequeña, porque me da curiosidad saber qué hubiera pensado yo al leerlos, son los álbumes ilustrados, un género exclusivo de la LIJ que empecé a conocer cuando terminé la carrera. Y a diferencia de Elvis Karlsson, una novela que se hizo un ovillo y se quedó anidando dentro de mi pecho, el libro álbum El pato y la muerte me sacudió.

Me sacudió por su minimalismo: todavía recuerdo la expresión del pato cuando se le aparece la muerte, una expresión de perplejidad que se ve reflejada solamente en su ojo. Luego, me sorprendió por la síntesis de una experiencia tan compleja como la muerte, tratada de una forma sublime, poética y filosófica. Por ejemplo, cuando el pato se encuentra en compañía de la muerte contemplando su estanque:

“‘Así que eso es lo que pasará cuando muera’, pensó el pato. ‘El estanque quedará… desierto, sin mí’.

A veces, la muerte podía leer los pensamientos.

― Cuando estés muerto, el estanque también desaparecerá; al menos para ti”

(Erlbruch, 2007, pp. 21-22).

No obstante, lo que más me sacudió fue también lo que, hasta la fecha, me parece una característica fascinante en los libros álbum; en los buenos, quiero decir: la ambigüedad. En este caso, la relación entre el pato y la muerte se puede interpretar, en algunas escenas, como una relación romántica. Tiene cierto sentido, pues la muerte siempre nos ha acompañado, y al pato le parece especialmente simpática. De hecho, lo que plantea El pato y la muerte es una visión novedosa de la muerte como algo que puede ser amado. ¿Es posible amar a la muerte? Sí, como un horizonte, una línea de llegada, como un límite que nos recuerda a la vida que tenemos.

Probablemente yo no habría llegado a tener estos pensamientos sin haber leído El pato y la muerte, pero eso es quizá lo más valioso de los libros álbum: un buen libro para niños nos hace ver el mundo de maneras insospechadas.

¿Por qué he seguido leyendo libros para niños a pesar de que he crecido? Además de todas las razones que he enumerado, que son también enseñanzas de la literatura infantil, intuyo que la LIJ me da algo que no encuentro en otro tipo de literatura. Bueno, decir eso es ser injusta: sí hay libros y autores de literatura “general” que puedo leer y releer, como si volviera a los lugares especiales que he encontrado en la literatura para niños; algunos de esos autores son Ana María Matute, Neil Gaiman y Charles Dickens. Y lo que he notado es que ellos, al igual que muchos otros autores que han trascendido el tiempo, en el fondo escriben cuentos de hadas. Tengo una fuerte intuición que me dice que no hemos dejado de leer cuentos de hadas; incluso, C. S. Lewis le dedica a su ahijada Lucy su libro El león, la bruja y el armario, y le dice que, aunque ella ya sea mayor, “algún día serás lo bastante mayor para volver a leer cuentos de hadas”, porque, en realidad, un buen libro para niños es un libro que puede leer todo el mundo.

Calentando motores

El Carrito Rojo nació de la curiosidad y de la pasión que siento por la literatura infantil, la lectura, la infancia, las bibliotecas, las artes plásticas, los libros ilustrados…

Hace ya algunos años redescubrí mi gusto por la literatura infantil y juvenil (LIJ); bueno, si he de ser honesta, más que gusto lo que siento es un amor profundo por la LIJ, un amor que empecé a cultivar cuando era pequeña y leía sin parar libros como La caseta mágica, La gran Gilly Hopkins, Cuando Hitler robó el conejo rosa, Harry Potter y claro, varias novelas de Roald Dahl. En ese entonces también se fraguó una pasión que me llevaría muy lejos, hasta una ciudad lejos de mi familia, para estudiar literatura.

Sin embargo, en la carrera no había ninguna materia relacionada con la LIJ (si bien, en una clase, mis compañeros y yo leímos, por ejemplo, El guardián entre el centeno, una novela que muchos califican como “juvenil”), y cuando me gradué, decidí explorar ese mundo por mis propios medios. Desde entonces, he leído todo lo que he podido de y sobre LIJ, he tomado algunos cursos que me han ampliado la mirada y he conocido a muchos especialistas en este tema de quienes he aprendido bastante. Y ahora, decidí abrir el blog El Carrito Rojo. Este nombre está inspirado en el carrito rojo que Matilda, la protagonista de la novela de Roald Dahl, usa para llevarse libros prestados de la biblioteca. Ahora, en mi camino por el mundo de la literatura infantil, la infancia y los libros ilustrados, yo también llevo un carrito rojo para poner allí mis descubrimientos y reflexiones, llevarlos conmigo y compartirlos con quien quiera leerme.