Osos, elefantes, ratones, sapos y lobos. Animales en la literatura para niños

No me considero una animalista, mucho menos una ecologista, pero me gustan los símbolos.

La naturaleza y, particularmente, los animales, nos han proveído de símbolos desde tiempos muy antiguos. Los animales en la literatura han sido metáforas, dobles, alegorías, y también aliados y enemigos del ser humano. Ejemplos hay miles, pero en esta entrada (que puede ser la primera de muchas) he querido hablar de cinco libros que tienen animales como protagonistas.

El oso que no lo era, Frank Tashlin (texto e ilustraciones)

Me sorprendió la sencillez de la historia y la profundidad de la metáfora en El oso que no lo era, un cuento ilustrado sobre un oso que, al despertar de una larga hibernación, descubre que su bosque ha sido convertido en una fábrica. El oso le intenta explicar al capataz (y luego al Vicepresidente Tercero, al Vicepresidente Segundo, al Vicepresidente Primero y finalmente, al Presidente de la fábrica, en lo que parece ser una loca carrera burocrática) que no es un hombre disfrazado y tonto, sino un oso.

Pero el oso es llamado tantas veces “hombre tonto, sin afeitar y con un abrigo de pieles” que termina por creérselo y trabajar varios meses en la fábrica, hasta que se olvida de cómo ser un oso y, cuando llega la época de nieves otra vez, no sabe que tiene que refugiarse en una cueva.

El oso que no lo era nos pone ante una interrogante explorada millones de veces por la literatura y la filosofía: la identidad y las preguntas ¿quién soy?, ¿cómo sabemos que somos quienes creemos que somos?, ¿cómo demostrarlo? El oso de esta historia se “acultura” hasta convertirse no en un humano, sino en un obrero de la fábrica, lo cual borra por completo su identidad. Este es el drama que vive cualquier obrero de cualquier fábrica del mundo: la pérdida del yo ante el trabajo repetitivo de grandes corporaciones.

Las ilustraciones de El oso que no lo era no fungen, precisamente, como las ilustraciones de un libro álbum, pero aun así, le aportan información nueva al lector. De hecho,  las ilustraciones son las encargadas de mostrar el absurdo que reina en la burocracia y en el mundo corporativo a través de su vertiginosidad y su ironía. Noten, por ejemplo, que en cada oficina que visita el oso para hablar con el Vicepresidente Tercero, el Vicepresidente Segundo, el Vicepresidente Primero y finalmente, con el Presidente, se va agregando una secretaria (idéntica a la anterior) y un teléfono, a medida que el oso sube de nivel en el organigrama de la empresa para intentar explicar quién es.

Historia de Babar, el elefantito, Jean de Brunhoff (texto e ilustraciones)

Babar, el elefantito, también se incorpora a la vida humana, aunque de un modo muy distinto al del oso de El oso que no lo era. Después del asesinato de su madre a manos de unos cazadores, Babar huye de su natal selva y corre hasta llegar a una ciudad, en donde conoce a una anciana señora muy rica que lo cuida, lo educa y le compra trajes muy elegantes. Pero, a pesar de su nueva vida en la ciudad, Babar se siente triste, ya que extraña la selva y a sus primos, Arturo y Celeste.

Ahora que lo pienso, Historia de Babar, el elefantito se parece mucho a Heidi o a cualquier coming of age story. Babar deja su hogar, es decir, lo salvaje, lo indómito, y lo cambia (al menos, temporalmente) por otro mundo en el que aprende cosas nuevas y luego, lleva ese conocimiento a su pueblo natal para mejorarlo: Babar regresa, más culto y maduro, para casarse con Celeste y convertirse en el rey de su aldea.

Como muchas historias exitosas sobre animales, Babar se convirtió en una serie de libros, y así, tenemos El viaje de Babar, El Rey Babar, El ABC de Babar, Las vacaciones de Zefir, Babar en familia y Babar y Papá Noel, escritos entre 1932 y 1941. Y, como muchas historias que se convierten en íconos, otro autor ha continuado escribiendo las aventuras del elefantito: Laurent de Brunhoff, hijo de Jean de Brunhoff.

Las ilustraciones me encantan por su dejo impresionista. El paisaje de la selva, con los elefantitos bañándose y luego, el paisaje de la ciudad, cuando Babar pasea en su coche, están atiborrados de color y de formas dibujadas con suavidad y delicadeza. En parte, el estilo de las ilustraciones es lo que define el tono tierno de la historia en su conjunto.

Sapo y Sepo, inseparables, Arnold Lobel (texto e ilustraciones)

Lo que me encanta de Sapo y Sepo es su inocencia, su ternura y también, el absurdo filosófico y sutil de las historias que protagonizan. Su relación fluctúa entre el amor y la amistad, y he leído a muchos críticos que aseguran que Sapo y Sepo, inseparables es una metáfora de una relación homosexual (incluso, esta opinión se “refuerza” gracias a la vida privada de Arnold Lobel, quien confesó ser gay luego de la publicación de esta obra). 

Sin embargo, yo siempre acudiré a María Nikolajeva, a quien ya he mencionado antes en este blog y en cualquier ocasión que se me presente. Esta autora dice que los animales u objetos inanimados antropomorfizados no tienen género ni edad, a diferencia de los personajes humanos. Yo estoy de acuerdo con eso y también pienso que, gracias a que Sapo y Sepo son batracios y no humanos, podemos apreciar su amor y amistad de manera pura, como si estuviéramos observando colores en un cuadro abstracto y accediéramos a ellos directamente.

«Sapo y Sepo, inseparables», ilustración de Arnold Lobel

Quiero decir que no importa mucho si realmente Sapo y Sepo son una alegoría de una relación homosexual, porque la historia habla sobre algo mucho más profundo, como la tolerancia y la sensibilidad que tenemos hacia las excentricidades del ser amado. Es especialmente tierna la historia en donde Sepo hace una lista de cosas que tiene que hacer, como desayunar, vestirse o dar un paseo con Sapo. Pero cuando la lista se va volando por los aires, Sepo dice que no puede ir tras ella, porque eso no estaba dentro de las cosas que tiene que hacer. Aun así, Sapo corre detrás de la lista y acompaña a Sepo a quedarse sentado, sin hacer nada, hasta que se hace tarde y tienen que dormir.

Incluso ante las dificultades de la vida, sean estas reales o imaginarias, grandes o pequeñas, Sapo y Sepo siempre están juntos; no por nada son inseparables.

Pinta ratones, Ellen Stoll Walsh (texto e ilustraciones)

Muchos recordarán Pinta ratones o Cuenta ratones, ya que son parte de la colección “Los especiales de A la orilla del viento”, creada en el Fondo de Cultura Económica por uno de los editores más exitosos de México, Daniel Goldin.

Pinta ratones es un libro álbum para niños pequeños, yo diría que de 3 años en adelante. El texto breve, las ilustraciones minimalistas y el carácter juguetón de las relaciones entre ratones y gato le confieren gran ternura a este libro.

Los ratones son precavidos y curiosos a partes iguales. La hoja blanca es su lugar seguro para esconderse del gato, porque su pelo se confunde con el color de la hoja. Sin embargo, eso no les impide salir un momento de dicha zona de confort para explorar los jarros de pintura que se asoman unos pasos más allá.

Todo juego es descubrimiento y aprendizaje; en este caso, los ratones descubren los colores que nacen de la combinación de colores primarios. Pero pronto se dan cuenta de que estos colores no les ayudan a camuflarse.

Me gusta leer álbumes para niños muy pequeños o bebés porque me devuelven a una sencillez que se presenta, casi siempre, como necesaria y urgente. De pronto siento que la escritura, los libros o la vida misma se embrollan demasiado o que dicen poco con muchas palabras. En un mundo así, refresca la sencillez.

Lunática, Martha Riva Palacio (texto) & Mercè López (ilustraciones)

Desde hace algunos años sigo la trayectoria y las obras de Martha Riva Palacio, para mí, una escritora de atmósferas con una sensibilidad que yo encuentro muy acorde al tipo de sensibilidad que me gusta encontrar en los libros, especialmente en la literatura infantil. Me sucedió lo mismo cuando leí La bolsa amarilla, libro del que ya hablé en este blog y del cual seguiré hablando todo el tiempo. 

Dado que no soy una gran lectora de poesía, me apoyo en esta atmósfera para leer Lunática. La atmósfera, iluminada por las ilustraciones de Mercè López, me habla de una niña inmersa en su propio mundo artístico, con un lenguaje que ella misma ha inventado. En este mundo, el yo se transforma en una niña-loba, en una lunática-licántropa; su cuerpo es “una pradera infinita en la que aúlla el lobo de los cuentos de hadas” (Riva Palacio, 2015) en donde tienen lugar infinitas aventuras, desde un raspón en el tobillo hasta rascarse las pulgas con una pata. 

«Lunática», ilustración de Mercè López

El yo se transforma y con él, el entorno. Lunática se desarrolla en el mundo de la imaginación, pero no se trata de una imaginación desbordada como la de, por ejemplo, Alicia en el país de las maravillas, sino de una imaginación contemplativa que mira hacia dentro y que ocurre en cualquier momento: al subir un muro o en la bañera. 

Siempre nos encontraremos con la loba blanca, alter ego de la niña soñadora. ¿Cuántos de nosotros no hemos deseado alguna vez convertirnos en otro animal, más fuerte, más inteligente, más valiente? ¿No sería ideal meternos, como aquella princesa, en una piel de asno y experimentar el cuerpo y el mundo de otra manera?

Al final, creo que las alegorías nos permiten eso, justamente. Los animales son nuestro espejo, aunque no siempre nos devuelvan una imagen fiel de nosotros mismos (como sucede en las fábulas de Esopo). Como digo, esta fue sólo una muestra de los animales y su relación con lo humano en la literatura para niños, pero todavía quedan muchos ejemplos.

Para preguntar en la librería:

De Brunhoff, J. (2010). Historia de Babar, el elefantito. México: Alfaguara.

Lobel, A. (2017). Sapo y Sepo, inseparables. México: Loqueleo.

Riva Palacio, M. y López, M. (2015). Lunática. México: Fondo de Cultura Económica – Fundación para las Letras Mexicanas. 

Stoll Walsh, E. (2020). Pinta ratones. México: Fondo de Cultura Económica.

Tashlin, F. (2021). El oso que no lo era. México: Loqueleo.

La E es de Edward

La E es de Edward, en su mansión de 200 años

Hace muchos años, yo soñaba con casas. Eran casas nuevas, brillantes, luminosas, enormes. Pero todas ellas tenían una habitación extraña que parecía no pertenecer al resto de la construcción, ya sea porque estaba completamente sellada o porque estaba en obra negra con las paredes y el suelo sin repellar o porque tenían mucha basura y desechos humanos. Alguna vez logré entrar a esta habitación, y resultó que me encontré con personas a quienes había dejado de ver. La habitación tenía una ventana, diminuta, a través de la cual se veía un jardín inaccesible.

No suelo confiar en las interpretaciones de sueños. Sin embargo, cuando en aquellos años yo no dejaba de soñar con casas, busqué el significado y, a decir verdad, me decepcionó la obviedad del simbolismo. Supuestamente, el sueño se relaciona con el propio ser, con el cuerpo. Entonces, recordé que Bachelard ya había hablado sobre la configuración del espacio en este sentido (Poética del espacio) y me pareció que, a fin de cuentas, uno también tiene una habitación oscura en su interior, y a veces, nunca se abre.

Recordé todo esto cuando leí (¿u observé?) El ala oeste de Edward Gorey, una serie de ilustraciones sin texto que, muy a su manera, cuentan una historia. 

¿Cuántos elementos se necesitan para interpretar una imagen? ¿Cuánta información se necesita para llenar los espacios vacíos entre imagen e imagen y quedarnos con una historia en la mente? En El ala oeste Edward Gorey demuestra que son muy pocos. El título ya remite a algo prohibido, oscuro o clausurado, como las habitaciones de mis sueños. Sin embargo, la imagen de la portada dice mucho más: una mansión antigua, de ventanas severas, abiertas pero oscuras, con un hueco indescifrable en la pared. 

«El ala oeste», ilustración de Edward Gorey

Para entrar a este libro, pienso que soy una niña vulnerable, como los pequeños macabros, y que voy caminando por la acera mirando hacia la mansión. En el fondo, sé que hay algo raro allí, especialmente en el ala oeste. 

Aun así, decido entrar, con más curiosidad que valentía, en el ala oeste. Lo primero que veo es una alfombra barroca con motivos geométricos difuminados. Frente a mí, una escalera. Subo para encontrarme un pasillo con las puertas de las demás habitaciones, como en cualquier edificio normal. En efecto, veo una puerta. De ella sale una mujer con el pelo recogido y un vestido negro del siglo XIX. ¿Es una viuda? ¿Es una anticuada? ¿Es un fantasma?

Ilustración de Edward Gorey

No tengo tiempo de averiguarlo, porque ya estoy en otra habitación, en donde sólo hay tres zapatos blancos. Dos forman una pareja, pero el otro está solito. ¿Dónde ha quedado su par? La asimetría y la falta de explicaciones son sumamente molestas. Recorro más habitaciones hasta encontrarme con Mr. Gorey, que viste un abrigo negro de piel y lleva un bastón. Está sentado entre dos puertas y parece meditar con los ojos cerrados. Le pido respuestas y él me dice: “Explicar algo hace que desaparezca. Idealmente, si algo fuera bueno, sería indescriptible” (Bellot, 2018. La traducción es mía). Y después, agrega: “Desdeña las explicaciones” (Bellot, 2018. La traducción es mía). 

Ilustración de Edward Gorey

La E es de Edward, de puntas en las tumbas

Para leer un álbum sin palabras, tienes que contarte una historia en la mente. Hay elementos que ayudan a esto, como el título, el estilo del autor, los textos incidentales que podrían aparecer de repente, los arquetipos, el imaginario colectivo. 

La primera vez que hojeé El ala oeste pensé “Este álbum no tiene hilo conductor” y de inmediato me pregunté “¿Cómo lo sabes?” Sin embargo, siempre que pienso muy rápido, los acontecimientos terminan por demostrarme algo distinto. En este caso (y aunque suene a perogrullada), el hilo conductor de El ala oeste es el ala oeste de una antigua mansión.

Volveré a pensar en el libro como una mansión victoriana y a mí como una pequeña macabra. Entro una vez más pero, ahora, ya sin miedo y tratando de ser racional (los fantasmas le temen a la luz, recuérdenlo). Cada página es una habitación diferente: una tiene a una inquietante criatura blanca asomada a la ventana; otra, a una momia; otra, a un hombre tumbado en el suelo boca abajo; otra, a un cubo de heno. Todas las imágenes (todas las habitaciones) están incompletas. La mayoría de ellas retratan escenas a la mitad, pues no se explica el pasado (¿cómo perdió su ropa el hombre desnudo que se asoma al balcón?) ni el futuro (¿qué hará a continuación la criatura de la ventana?). Sólo tenemos el presente, y como buen presente, es inasible, indescifrable si no fuera por el paso del tiempo. Un momento tan pequeño rechaza conexiones lógicas y desdeña las explicaciones. 

Esta falta aparente de sentido, sumado al estilo visual de Edward Gorey, es lo que otorga el halo de misterio y de miedo al ala oeste de la mansión. De hecho, el estilo de Edward Gorey está conformado por una textura muy fina y apretada que no permite distinguir muy bien las formas de los objetos; es como ver detrás de un velo. Pensándolo bien, es, asimismo, un efecto muy sensual: ahora lo ves-ahora no lo ves. Está allí y está ausente. Está en el ala oeste y en tu imaginación.

La E es de Edward y la G es de Gorey, parado frente al espejo: Ogdred Weary

Cuando soñaba con casas, tenía otra vida. Cambió la realidad, cambié yo, cambiaron mis sueños. Lo cierto es que, en ese entonces, me sentía como las casas con las que soñaba. Pensaba que había algo oscuro en mi interior, algo cerrado que necesitaba abrir desesperadamente.

Nunca me pregunté ni me molesté en averiguar por qué necesitaba abrir esa puerta en el sótano de mi propia mente y cuerpo. Tampoco sé a ciencia cierta qué significaban esos sueños (o si significan algo, siquiera). Algunas cosas, como la obra de Edward Gorey, pueden ser apreciadas sin que necesiten interpretaciones. 

En la entrada anterior, donde comentamos Sofía en el País del Infinito, yo hablaba acerca de cómo sufro con las matemáticas, de cómo parpadeo y de pronto ya hay un número nuevo que salió quién sabe de dónde. Digamos que ese es un tipo de dificultad con el que no me siento cómoda, pero con El ala oeste es diferente.  

Ahora que reflexiono más profundamente, me parece que, en el caso de los problemas matemáticos, hay resultados que deben ser encontrados. En álbumes sin palabras como este no hay nada garantizado, nadie tiene la última palabra y quizá, mientras haya lectores de Gorey, siempre se aceptarán nuevas interpretaciones. Cada vez que regresemos a la mansión del ala oeste, encontraremos algo nuevo y, a la vez, algo raro nos estará esperando. ¿Tendremos alguna vez todas las respuestas? Muy probablemente, no. ¿Asusta no comprender algo que leemos? Claro, yo diría que es hasta natural asustarse. ¿Debería esto detener a potenciales lectores? No, nunca. ¿Qué puede animarlos a leer álbumes sin palabras como este? ¡La belleza! 

El ala oeste se comporta como mis sueños. Se sienta en mi interior y espera una interpretación tardía. Ahora, en la víspera de Halloween, leo este álbum como una casa embrujada que mira de frente a través de sus ventanas ciegas y me recuerda mis propias casas embrujadas. Tanto la mansión del ala oeste como mis sueños estarán esperándome, siempre abiertos.

Para preguntar en la librería:

El ala oeste

Edward Gorey

Barcelona, Zorro Rojo, 2010

El eslabón perdido

Una versión de este texto fue leída en la presentación de Sofía en el País del Infinito en la FILU 2022 el 8 de septiembre de 2022.

No puedo decir que recuerdo con alegría mis clases de matemáticas en la escuela. Siempre que enfrentaba un problema, una ecuación o un plano cartesiano sentía que me perdía en el camino.

Parpadeaba y de pronto ya había un número nuevo o un resultado que salió de quién sabe dónde. Todavía tengo esa sensación de perder eslabones en la cadena de solución cuando alguien me explica algo de matemáticas.

Y estoy hablando de operaciones sencillas y cuestiones elementales, porque de teoremas más complejos me encuentro a años luz. A veces veo videos de divulgadores que hablan sobre la “belleza de las matemáticas” y pienso en lo mucho que me encantaría apreciar esa belleza en su totalidad. Cuando un matemático habla sobre la Luna de Hipócrates o sobre Leonard Euler o sobre el problema de Monty Hall (y la historia de su resolución por Marylin vos Savant), me siento como cuando leo a Shakespeare. Sé que habla de cosas terribles de una forma maravillosa, sobrehumana, pero aun así, siento que no me estoy enterando de todo. La diferencia es que con Shakespeare me siento cómoda con esa parte de información que no entiendo, y con las matemáticas no.

Sin embargo, ¿no dicen los filósofos griegos que un poco de incomodidad es buena, e incluso deseable? La incomodidad casi siempre se encuentra muy cerca de la dificultad y, por lo tanto, del rechazo. Es obvio que rechazamos las matemáticas porque no las comprendemos, pero ¿qué pasaría si las toleráramos un poquito? ¿Por qué no deshacernos de ese aura que las ha rodeado durante mucho tiempo, un aura de ciencias difíciles, reservadas sólo para “unos cuantos genios” pero que, al fin y al cabo, de qué nos sirven si no somos ingenieros?

Sofía en el País del Infinito, de Gabriela Frías Villegas e ilustraciones de Bernardo Fernández, Bef, se libera de ese aura y, en cambio, nos presenta un viaje al País del Infinito en donde la pequeña Sofía, junto a su gatita Luna, conocerá un hotel infinito, un barbero con el pelo muy largo, una encargada de zoológico muy afligida y a una enigmática reina que, en realidad, ha tenido mucha más influencia en la historia de lo que creemos.

Fractal en un romanesco, tomado de «Scientific American»

Así, a través de un viaje espacial y de un homenaje a Alicia en el país de las maravillas, este libro nos habla sobre el concepto del infinito por medio de paradojas científicas, como la paradoja del hotel infinito, la paradoja del barbero de Bertrand Russell (con el mismo Russell como personaje) o la cinta de Möbius. Todas estas paradojas, combinadas con referencias a los más importantes matemáticos de la historia y a Lewis Carroll, pueden parecer abrumadoras, especialmente para los niños y jóvenes, pero Sofía en el País del Infinito demuestra que las matemáticas en realidad son un juego.

Una de las delicias de la divulgación científica para niños y jóvenes es que se puede jugar con la forma. El fondo, es decir, el contenido (en este caso, el infinito y todas sus posibilidades de estudio) tiene que incluir información fidedigna, respaldada por datos duros, pero la forma puede ser tan libre y dúctil como se quiera. Y es precisamente la forma lo que le permite al lector “pensar fuera de la caja” y estimular su creatividad, lo cual es el fin último de la divulgación científica, ya sea que esta se dirija a adultos o a niños.

Algunos conceptos matemáticos o científicos son especialmente poéticos, y el infinito es uno de ellos. Borges hablaba de él en “El Aleph” y Escher lo pintaba. El infinito rebasa la comprensión humana; muchas veces nos descoloca pensar en hoteles con habitaciones infinitas o en la ilusión de la banda de Möbius, que tiene una sola cara infinita. En ese sentido, la divulgación de la ciencia y libros como Sofía en el País del Infinito nos acercan a comprender mejor estos temas. 

Lo anterior se logra, en parte, gracias al juego metafórico de Sofía en el País del Infinito que alude a Alicia en el país de las maravillas, pero también gracias a las ilustraciones de Bernardo Fernández, Bef. Estas están realizadas al estilo cómic, ya que presentan escenas muy concretas de las peripecias de Sofía en el País del Infinito. Además, hay movimiento y varios planos en una misma ilustración (como la de la portada), lo que expresa el deseo de aventura. Sofía y Luna van como locas tras el robot, angustiado por llegar tarde a cierto evento muy importante, pero también picadas por la curiosidad.

«Sofía en el País del Infinito», ilustración de Bef

En última instancia, Sofía en el País del Infinito es un homenaje a la curiosidad, como buen libro de divulgación científica. Una vez que descubrimos o leemos algo sobre matemáticas, queremos saber más, y la nueva información nos lleva, poco a poco, a conocer más y más, pero también (y más importante) nos plantea preguntas científicas. Los lectores de divulgación científica siempre están siguiendo a un conejo o un robot apresurado, símbolo de la curiosidad.

Tuve la fortuna de presentar Sofía en el País del Infinito en la Feria Internacional del Libro Universitario de la Universidad Veracruzana, en compañía de la autora y el ilustrador. Allí, ambos decían que el libro era un homenaje a Sofía, la pequeña hija que tienen en común (y que también estuvo con nosotros en la mesa de la presentación). El objetivo del libro era enamorar a Sofi de las matemáticas creando un mundo en donde todo fuera infinito. 

La definición más elemental de ficción es, quizá, la de crear mundos imaginarios que tienen sus propias reglas. En este caso, para seguir la lógica del País del Infinito, hay que preguntarnos qué hay en ese país. Como Gabriela Frías dijo en la presentación, en el mundo que visitan Sofía y Luna existen cines donde puedes pedir palomitas y refresco infinitos. ¡Nunca se acabarían! Así es como la ficción y la imaginación conviven con las ciencias duras y los datos científicos que se presentan, como las paradojas que ya he mencionado. Creo que no hay nada más divertido que ver una cinta de Möbius mientras tomas una malteada infinita en alguna cafetería del País del Infinito.

Bef habló de una habilidad que me parece importantísima, sobre todo en la divulgación científica y en textos de ficción que dialogan con la ciencia: el ser capaz de explicar algo complejo de una manera sencilla. Sencillo no quiere decir bobo. No es necesario hablarle a los niños como si fuéramos tontos (“Möbius era un matemáááááááático y astróóóóóóónomo… ¿saben qué es un astrónomo?”). Se trata de utilizar la imaginación, el sentido del humor, el pensamiento crítico y la creatividad para jugar con las ciencias duras (y también, por qué no, con las artes y humanidades). Esto no “baja el nivel” del discurso, sino que lo pone en otra perspectiva para poder leerlo e interpretarlo de maneras novedosas.

El final de Sofía en el País del Infinito es abierto; no voy a revelarlo aquí, solamente diré que la historia da pie a muchas aventuras de Sofía y Luna en otros mundos. ¡Espero verlas publicadas muy pronto! Mientras tanto, seguiré persiguiendo al conejo-robot matemático, y esta vez, intentaré no perder los eslabones y apaciguar mi intuición con un resultado que comprenda en su totalidad. ¿Lo conseguiré? Ya lo veremos.

Para preguntar en la librería:

Sofía en el País del Infinito

Gabriela Frías Villegas (texto) & Bef (ilustraciones)

México, Sexto Piso, 2022

Chapoteo

Opaleye, ofiura, muimuy, rorcual de omiura, anoplogaster, foraminíferos, misidáceos, dinoflagelados. Caí rendida de amor por La vida en el océano al leer en voz alta esas palabras, que se sienten como caramelos en la boca.

Dentro de la no ficción para niños, la divulgación de la ciencia tiene un papel fundamental, casi protagónico. Los libros sobre ciencia, dinosaurios, científicos o los que hablan sobre mocos y popó desde una perspectiva científica son sumamente populares en librerías. 

No sé si el éxito de la divulgación de la ciencia en la LIJ se deba a la insaciable curiosidad de los niños o a la necesidad de los padres de darles respuestas a las interminables preguntas de sus hijos que, luego de varios rodeos, se reducen a ¿por qué el cielo es azul?, ¿por qué las flores tienen olor?, ¿por qué los pájaros cantan?, o una que me encanta y que, de hecho, es el título de un libro de filosofía: ¿por qué hay todo y no nada?

La vida en el océano, ilustrado y escrito por Julia Rothman, da respuesta a las preguntas más comunes que los chicos podrían tener sobre el mar y su flora y fauna. Está estructurado en ocho capítulos que muestran lo extenso del tema en cuestión: desde por qué el agua del océano es salada hasta las profundidades del fondo marino, la vida en los polos y los arrecifes de coral.

En esta entrada quiero detenerme un poco más en las ilustraciones que en el texto. El texto no tiene nada del otro mundo, es sintético y explicativo, informativo a fin de cuentas, va al punto y no hace alarde de metáforas o figuras retóricas (aunque esto no quiere decir que esos juegos del lenguaje están exiliados de la no ficción, al contrario). Son las ilustraciones, cuyo trazo es fluido y juguetón, las que llevan al lector a imaginar cómo es la vida en el océano.

Hace ya tres años, en un curso de libros de no ficción para niños, la profesora y escritora Ana Lartitegui nos presentaba tres modelos de divulgación para niños, cada uno en un nivel distinto de representación. El primero, Botanicum (Kate Scott y Kathy Willis), tiene un tono muy científico e ilustraciones realistas que recuerdan a las ilustraciones botánicas del siglo XIX. Luego estaba El gran libro del árbol y del bosque (René Mettler), a medio camino entre la ciencia y la poesía y por último, Ahí fuera (Maria Ana Peixe Dias, Inés Teixeira do Rosário y Bernardo P. Carvalho), el más poético y libre de los tres; incluso las ilustraciones de árboles y follaje son de color azul.

En ese sentido, creo que La vida en el océano está a medio camino. El texto es directo y, si bien utiliza algunos tecnicismos, no es demasiado científico. Las imágenes son mucho más libres, aunque no al grado de las de Ahí fuera. De hecho, aunque son ilustraciones poco realistas, es posible identificar y observar las partes de un pez, de un tiburón o de una medusa en el recurso más constante del libro: la “anatomía” de los seres marinos.

«La vida en el océano», Julia Rothman (texto e ilustraciones)

Esto me lleva a preguntarme sobre el realismo de los libros de divulgación científica para niños. ¿Las ilustraciones deben tener siempre una representación mimética, es decir, fiel a la realidad que pretenden mostrar? Si no tienen este tipo de representación, como La vida en el océano o Ahí fuera, ¿se consideran poco precisas o poco serias?

No necesariamente. En la divulgación de la ciencia, sobre todo en ensayos dirigidos al gran público, es muy frecuente el uso de metáforas o de experiencias personales para explicar algún hecho o dato científico. Usamos la metáfora, así como otras figuras retóricas, para que todos nos entiendan, incluso si nos dirigimos a lectores poco familiarizados con cualquier rama de la ciencia. En este caso, el texto de La vida en el océano, como ya he dicho, no es muy atrevido en cuanto a juegos y retruécanos, pero las ilustraciones sí se dan ese permiso, y aunque no son naturalistas, podemos encontrar, por ejemplo, formas de identificar a una tortuga con ayuda de dibujos de su cabeza y caparazón. 

Lo mismo ocurre con las maneras de identificar una concha (colmillo de mar, concha de gusano, rissoido, lapa o almeja): los dibujos son monocromáticos en un tono salmón muy suave, al igual que el trazo. De hecho, estos dibujos parecen la sombra de las conchas, pues no son para nada naturalistas y no se pueden tomar como una guía definitiva para quien quiera ir a la playa a coleccionar conchitas; pero aun así, funcionan para informar al lector en esta materia.

Lo que quiero decir es que la divulgación científica no debería estar cerrada solamente a la representación mimética en aras de “no confundir” a los niños o de enseñarles cosas “adecuadamente” (es decir, a la manera de la escuela y los libros de texto). En la no ficción para niños es posible jugar con el fondo y la forma, y las posibilidades son infinitas.

Pero el juego en la no ficción para niños no se utiliza (o no debería utilizarse) como mero adorno o pretexto para interesar a niños y jóvenes con temas científicos complejos, como si los recursos poéticos y literarios fueran la envoltura del caramelo. Fondo y forma deben estar unidos y ambos deben responder a un “¿para qué?” Considero que esto sí sucede en La vida en el océano que, además de informar a los lectores, les permite imaginar, nutrir su curiosidad e interesarlos por el ambiente, ya que al final, una parte del libro se dedica a hablar brevemente sobre el cambio climático, la pesca de alto impacto, el derretimiento de los polos y otras cuestiones que afectan directamente la vida en el océano.

No suelo leer mucha no ficción, tanto la que está dirigida a niños como la que se dirige a adultos, pero ese es uno de mis “propósitos lectores”: leer más géneros literarios que no acostumbro leer. Me encantan los libros que juegan, que son libres y que se dan el permiso de experimentar. 

Para preguntar en la librería:

La vida en el océano

Julia Rothman (texto e ilustraciones)

España, Errata Naturae, 2022

Ascenso y caída del museo de las maravillas

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, los insectos recordarían el día que la maravilla cayó del cielo.

Como casi siempre sucede en esos casos, los insectos se formaron para ver la maravilla y tratar de descifrar si era un caramelo, un planeta o una crisálida mágica. Pero había alguien escondido en las sombras, observando, esperando. Un día, salió de su escondite y reclamó que la maravilla era suya. ¿Quién había sido la guapa que dijo eso? La araña, con su moño y su bombín.

Y más guapa se puso la araña cuando anunció que montaría una exposición para ver la maravilla que cayó del cielo, y los boletos costarían una hoja cada uno. La exposición fue un éxito y, naturalmente, los boletos subieron de precio. Y mientras más subían los precios, el público más se quejaba. La araña no hacía caso de esto y se dedicaba a esperar que más insectos conocieran la maravilla… hasta que llegó alguien más listo que ella. El pez grande se come al chico, ¿no? Es la ley de los negocios.

«Cayó del cielo», Terry Fan y Eric Fan (texto e ilustraciones)

Terry Fan y Eric Fan (the Fan brothers) firman el libro álbum Cayó del cielo, editado por Leetra, editorial nueva para mí que me tiene fascinada. Me encanta la idea de algo extraño y fantástico que, de pronto, irrumpe en un espacio cotidiano y lo transforma por completo. La extrañeza de los insectos al descubrir la maravilla se refleja en la paleta de color del libro, en blanco y negro excepto por ese pequeño objeto mágico, dibujado con colores brillantes que, viéndolo bien, sí la hacen parecer un planeta o un asteroide.

Cayó del cielo puede leerse como una fábula y como un cuento fantástico. La protagonista de la fábula es la araña y su defecto, la avaricia (un defecto personificado en sus ocho largas patas). Ella se apodera de la maravilla para hacerse inmensamente rica, aunque en realidad ese objeto mágico no le pertenezca a nadie o, más bien, sea del niño que la tiró un día en el jardín.

Me alegra que este libro álbum no caiga en el moralismo de regañar a la araña por estafar y mentirles a los demás insectos. Es cierto que hizo algo incorrecto, pero al final aprende su lección de manera natural, creíble, convincente y lógica para la historia. Así, la araña logra ofrecerle algo nuevo a su comunidad, un final feliz que se traduce en la paleta de color, pues el mundo se ilumina cuando llegan más maravillas a la exposición de la araña.

Los hermanos Fan cuentan que la idea de este libro surgió a partir de una ilustración victoriana en la que se ve a unos insectos, con lupas y bombines, observar un objeto totalmente ajeno a su mundo. Esta extrañeza de la que hablaba al principio es la que convierte a Cayó del cielo en un cuento fantástico casi puro. Pienso en Cinco chicos y eso de Edith Nesbit, cuando los hermanos Robert, Anthea, Jane, Cyril y “Corderito” (el bebé) encuentran un hada de arena, de nombre Psammead, en un pozo de grava. El hada, cuyo aspecto físico es más parecido al de una bestia mitológica, cumple los deseos de los hermanos, pero esto, claro, los meterá en más de un problema.

Lo que busco resaltar aquí es el objeto, en el caso de Cayó del cielo, y el personaje, en Cinco chicos y eso, que nos descoloca. En ambos casos, el descubrimiento de lo fantástico es inesperado y cambia la vida de los protagonistas para siempre; esa es la entrada de lo fantástico. En Cayó del cielo el contraste entre el fondo en blanco y negro y las maravillas a color es esencial para comprender el asombro.

«Cayó del cielo», Terry Fan y Eric Fan (texto e ilustraciones)

Los hermanos Fan tienen ya bastante éxito en el negocio del érase una vez. Su primer álbum ilustrado, The Night Gardener, recibió el Dilys Evan Founders Award en 2016. De hecho, trata un tema similar al de Cayó del cielo: William, un chico que vive en un orfanato, despierta una mañana y descubre que un misterioso jardinero nocturno ha podado un árbol para darle la forma de un búho. La paleta de color es similar a la de Cayó del cielo, pues muestra un mundo sepia hasta la llegada del jardinero, que pinta todo de colores.

Cayó del cielo está en México gracias a la editorial Leetra que, según sus propias palabras, busca que sus libros sean una experiencia. Este es el primer libro que leo editado por ellos y, en efecto, ha sido una experiencia. Creo que, aunque no vivamos en un reino encantado con hadas, brujas y gnomos, siempre podemos inventarnos nuevas cosas para sorprendernos a nosotros mismos y llenarnos de fantasía.

Para preguntar en la librería:

Cayó del cielo

Terry Fan & Eric Fan (texto e ilustraciones)

México, Leetra, 2022

Una vuelta al mar

¡El mar, el mar!

Dentro de mí lo siento.

Ya sólo de pensar

En él, tan mío,

Tiene un sabor de sal mi pensamiento

José Gorostiza, “Pausas I”

Recuerdo la primera vez que vi el mar. Habré tenido unos once años. Iba en carretera con mis papás cuando de pronto, mi papá anunció “Ya casi vamos a ver el mar”.

Y sí, de un momento a otro un paisaje azul apareció al lado de mi ventana. Mi papá paró en la carretera, me bajó en brazos y me puso sobre la arena, justamente cuando rompía una ola. “¿Te gusta?”, preguntó. Me impresionó. Sentí vértigo cuando mis pies tocaron la arena y la ola se alejaba. Últimamente he pensado que ese vértigo se quedará conmigo para siempre, mi mar personal.

Tengo la cabeza en todas partes, pero siempre sueño con el mar. Quizá está en mi corazón, como en el corazón del pescador o en el de Micaela Chirif, autora del poemario El mar (ilustrado por Armando Fonseca, Amanda Mijangos y Juan Palomino).

El primer poema de El mar se pregunta cómo es el cielo, y el último poema explora cómo es el mar: arriba y abajo, el todo. Y en medio, peces, ballenas, pescadores, sirenas, y hasta un tigre y un río. Me imagino los poemas de este libro como encerrados entre el azul del cielo y el azul del mar, sostenidos todos por la red del pescador.

Las definiciones encierran en cajitas a las cosas del mundo, pero hay cosas que son tan infinitas que no pueden tener una sola definición, como el mar:

El mar es una línea que no termina

El mar es muy pesado y se dobla. (“El mar”, Chirif, 2020).

Pero todos, como ya he dicho, tenemos un mar:

Para los pulpos el mar tiene ocho patas

Para las vacas el mar es verde y se come

Para los tigres el mar no tiene el menor interés (“El mar”, Chirif, 2020).

Para Martín Adán, citado en el epígrafe del libro, “El mar es un alma que tuvimos”.

Para mí, el mar es un movimiento en el centro de mi cuerpo.

La sirena, Micaela Chirif (texto); Armando Fonseca, Amanda Mijangos y Juan Palomino (ilustraciones).

Aunque los poemas de El mar hablan de seres que están siempre en el mismo lugar, están lejos de ser estáticos (tanto los poemas como los seres marinos). Por ejemplo:

Las estrellas están siempre en el cielo

Los peces están siempre en el mar

Raquel no está nunca en el mismo lugar

Raquel está en la casa, en el parque,

En el mar, en la biblioteca,

En el mercado, en la bañera (“Las estrellas”, Chirif, 2020).

Raquel está en todas partes hasta que se convierte en una estrella y se queda para siempre en el cielo. Somos seres en movimiento que enfrentan un destino estático, horizontal. Pero, mientras llegamos a conocerlo, podemos ser como las nubes:

Las nubes no conocen las palabras

Las nubes tienen forma de tractor,

De nube, de perro, de zapato,

De pajarito, de sombrero

El viento arrastra los sombreros

El viento arrastra las nubes

Los sombreros caen en algún momento

Las nubes no caen

Las nubes llueven (“Las nubes”, Chirif, 2020).

Hasta no convertirnos en ceniza, en tierra, en árbol o en estrella, podemos ser nube, nube-tractor, nube-nube, nube-perro o nube-zapato. Ni el río ni el mar son los mismos dos veces.

“El tigre no conoce el mar”; para él, las flores se llaman flores y no merluza, pejerrey o lenguado. Al tigre no le interesa el mar pero puede sentir su nombre en el río, cuando levanta la cabeza y piensa que, la verdad, la verdad, nunca lo ha visto terminar en algún lado. Porque el mar está en todas partes: en el río, en el corazón del pescador, en el canto de la sirena y en la cola de la ballena. Puede que su nombre y su entrada en el diccionario se renueven cada vez, pero todos sabemos a qué nos referimos cuando decimos mar, cuando decimos río. Las olas de pensamiento e imaginación rompen siempre nuevas.

Las ilustraciones de El mar danzan y se anclan. Las manchas de acuarela parecen discurrir suavemente por la página e incluso dan la impresión de querer escaparse al cerrar el libro, pero las imágenes más realistas de peces, de constelaciones y de flores se esconden tras manchas abstractas de tinta y dan la impresión de no querer interrumpir el flujo de imaginación que nace de este libro.

El mar me hizo meditar con todos sus poemas. Creo que llevaré la cabeza salada por mucho, mucho tiempo.

Para preguntar en la librería:

El mar

Micaela Chirif (texto) & Armando Fonseca, Amanda Mijangos y Juan Palomino (ilustraciones)

México, Fondo de Cultura Económica, 2020

Los remedios para niños malcriados del doctor Hoffmann

Para Toño, que atinadamente me regaló este libro en Navidad

El médico Heinrich Hoffmann no se andaba con tonterías. Una Navidad de 1844 decidió que le compraría a su hijo un libro.

Entró a todas las librerías de Frankfurt, pero no encontró lo que buscaba; seguramente habrá pensado “¡libertinos! ¡A dónde vamos a parar! ¡Se han perdido los valores!”, así que decidió escribir él mismo un libro para su hijo.

No podía ser cualquier libro, no obstante. Tenía que ser un libro de esos que educan, de los que vuelven a uno “mejor persona”, tenía que mostrarle a su hijo qué les pasa a los niños malcriados y crueles que, por cierto, tienen destinos peores que los niños a los que se los lleva el policía o el ropavejero. Así nació Der Struwwelpeter (en español, Pedro Melenas), un libro catalogado por algunos espantados como “el libro para niños más cruel de la historia”.

(No se preocupen, yo crecí leyendo a Roald Dahl y estoy curada de espanto).

Difícilmente en 1845 se hubiera pensado que Pedro Melenas era una obra “cruel”; como le escuché decir a una historiadora brillante, “no podemos llevar nuestro presente al pasado”. La infancia y el trato hacia los niños ha cambiado considerablemente con el paso del tiempo, y aunque en la Europa del siglo XIX todavía se les confería a los niños cualidades casi divinas y, por lo tanto, irreales (ideas derivadas del romanticismo del siglo XVIII), había costumbres familiares orientadas a la disciplina y a la coerción de los niños.

En la Alemania de mediados del siglo XIX eran populares los manuales de comportamiento infantil o las guías para padres que deseaban disciplinar a sus hijos. Un fascinante ejemplo de esto es el médico alemán Daniel Gottlieb Moritz Schreber (1808-1861), ortopedista, educador e inventor de aparatos diseñados para impedir que los niños hablaran o para que mantuvieran una postura erguida. Además, pensaba que “un niño bien educado podía ser controlado por sus padres, ya que como buen hijo tenía que obedecerles en todo. Se pretendía que el niño tuviera un sentimiento genuino de amor y libertad, y si lo golpeaban, después debía ofrecer un apretón de manos y mostrar una sonrisa amistosa que probara que no guardaba rencor” (Robertson, 2012, p. 90, cursivas del original).

Aparato de Schreber para mantener a los niños erguidos. Tomado de Wikipedia.

Otra de las “linduras” de la filosofía de Schreber se encuentra en su obra El libro de los ejercicios para el cuerpo y el alma, en donde habla de controlar de manera sumamente detallada el comportamiento, los hábitos y hasta la postura de los niños: “se aconseja a padres y educadores que hagan uso de una máxima presión y coerción durante los primeros años de vida del niño, para promover así la salud mental y corporal sometiendo al niño a un rígido sistema de entrenamiento físico, de ejercicios musculares metódicos combinados con medidas restrictivas y castigos” (Charaf, 2016, p. 79). Hay otros ejemplos de coerción de niños muy pequeños en esa época en Alemania, por ejemplo, el uso de nodrizas era bastante común, y existía el término Wickelkinder o “niños envueltos”, ya que se tenía la costumbre de envolver a los niños en metros y metros de tela, lo que les impedía extender los brazos hacia sus cuidadores o explorar su entorno por medio del tacto, sin contar con que esto era perjudicial para su postura (Robertson, 2012).

Uno podría recordar la novela, también europea y del siglo XIX, Tiempos difíciles, donde el señor Gradgrind adopta a una niña huérfana que trabaja en el circo (es decir, a una “salvaje”) y se propone educarla por medio de “hechos”, de datos duros y estadísticas frías, haciendo a un lado la imaginación, el arte y la fantasía. Sin embargo, a diferencia de Gradgrind, el doctor Schreber jamás cuestionó ni cambió sus estrictos métodos educativos que, por otro lado, no resultaron muy buenos que digamos cuando los aplicó en sus propios hijos: su primogénito se suicidó y otro de sus hijos, Daniel Paul Schreber, fue un famoso paciente de Freud y autor de Memorias de un enfermo de nervios.

Conociendo todo este contexto, es fácil intuir por qué Heinrich Hoffmann, un médico que se dedicaría a tratar pacientes psiquiátricos (aunque él mismo no fuera psiquiatra), decidió escribir un libro de imágenes y poemas para educar a su hijo: al parecer, era “el espíritu” de la época, lo que estaba en boga. De acuerdo con Rey (2012), el nacimiento de Pedro Melenas no sucede en aquella Navidad de 1844, sino mucho antes, cuando el Dr. Hoffmann calmaba a los niños que no se dejaban auscultar con dibujos de un chico salvaje, descuidado, con el pelo y las uñas largas. (Digamos que el doctor no regalaba paletas para tranquilizar a sus pacientes, sino estampas de lo que sería su destino si no atendían su salud).

Pedro Melenas. Tomado de Wikipedia.

Hay investigadores y médicos que van incluso más lejos al asegurar que, por medio de Pedro Melenas, Hoffmann describió por primera vez el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), por ejemplo, Prada (2016) afirma: “Otro precedente de este trastorno [el TDAH] lo podemos encontrar en la obra del psiquiatra alemán Hoffman [sic.] (1845), un libro de poemas infantiles en la que el autor realiza una descripción de dos casos de TDAH que corresponden a dos personajes de dos poemas distintos, un niño que presentaba todas las características del predominio hiperactivo-impulsivo y otro niño con predominio inatento” (p. 84). Supuestamente, el personaje con predominio hiperactivo-impulsivo es Felipe, de “La historia de Felipe Rabietas” y el de predominio inatento es Juan de “La historia de Juan Babieca” (Rey, 2012).

Creo que es un tanto excesivo proclamar que la descripción del TDAH propiamente dicho se encuentra en un libro de poemas para niños, porque justamente se trata de un poema, no un artículo científico ni mucho menos un estudio de caso. Por supuesto, no descarto que Hoffmann se haya inspirado en los pacientes que atendió en el hospital psiquiátrico de Frankfurt donde trabajaba, o incluso en su propio hijo, como dicen algunas fuentes.

Heinrich Hoffmann no descubrió el TDAH, sin embargo, sí fue uno de los primeros autores en contar historias con imágenes, y es que para el doctor Hoffmann, el mejor remedio para domesticar a los niños era mostrarles dibujos de chicos crueles o traviesos enfrentándose a su destino; para él, las palabras no causaban la misma impresión en los lectores, ya que, como solía decir, “El niño sólo aprende de manera sencilla a través de los ojos”.

Por ello, por las páginas de Pedro Melenas desfilan toda clase de pillos, como Federico el cruel, el Pequeño Chupadedo, Paulina y los cerillos o Gaspar el melindroso. Las ilustraciones son todas exageradas y caricaturescas. Por ejemplo, “La historia del cazador desalmado” muestra al cazador llevando una escopeta más larga incluso que él mismo, igual que las tijeras que utiliza el sastre para cortarle el pulgar al Pequeño Chupadedo. El destino de todos aquellos pequeños macabros también se lleva al límite: por jugar con los cerillos, Paulina queda reducida a cenizas (y sus dos gatos le lloran amargamente); por no comer sopa, Gaspar enflaquece hasta morir; por tener la cabeza en las nubes, Juan se cae al río y los peces se burlan de él.

Algunos de estos poemas se pueden entender sin necesidad de leerlos; tan sólo mirar las ilustraciones basta, como es el caso del poema sobre Gaspar, que al principio se ve regordete y poco a poco va perdiendo peso hasta morir. La fuente llena de sopa que está sobre su tumba es un puntazo de ironía proporcionado únicamente por la ilustración, ya que en el texto no se menciona. Otra de mis historias favoritas de Pedro Melenas, la del Pequeño Chupadedo, parece advertirles a los niños sobre la existencia de un “sastre” que sorprende a los niños que se chupan el pulgar, entra a su casa y les corta los dedos con tijeras tan largas que parece que nada ni nadie se les escapa.

Las ilustraciones de “La historia de Federico el cruel” son mucho más narrativas, ya que vemos a Federico maltratando insectos, pegándole a su niñera y golpeando a su perro, hasta que éste lo muerde y Federico convalece en su cama tomando medicinas, mientras su perro, por haber sido bueno y soportar los maltratos de Federico, disfruta un plato de comida caliente sentado en la silla del malvado chico.

Uno podría preguntarse, como diría mi amigo Alejandro, si esto es una especie de ley de Poe. ¿Heinrich Hoffmann estaba parodiando los manuales de coerción infantil o es él mismo un despiadado disciplinador de menores? Debo confesar que, antes de leer este libro, yo creía ingenuamente que todo era una broma, pues ¿quién iba a escribir poemas tan crueles en serio? Pero no: Hoffmann escribió Pedro Melenas muy en serio, para educar a los niños y, especialmente, a su hijo. Con el paso del tiempo, y gracias a que la literatura infantil se liberó de sus ataduras moralistas, empezamos a leer (y a utilizar) Pedro Melenas como un libro de poemas humorísticos que abriría el camino para otros libros igual de crueles y graciosos, y así, en lugar de amenazar, provocaba la burla de los infortunados niños retratados allí. De acuerdo con Ana Garralón (2017): “En Struwwelpeter se dieron dos tradiciones: la del movimiento racionalista de la Ilustración, con su eterna constante de prevenir a los niños, y la de la tradición popular con la sencilla ordenación del mundo entre lo bueno y lo malo. La novedad residió en el niño anárquico que hace lo que quiere sin importarle las consecuencias” (p. 70).

Pienso en todos los libros que vinieron después de Pedro Melenas, como Los pequeños macabros de Edward Gorey, que de moralista no tiene nada y de cruel, todo. O en los personajes de Charlie y la fábrica de chocolate que, después de haberse portado mal en la fábrica, desfilan llevando a cuestas su castigo físico. Vamos, hasta las canciones de los Oompa-Loompas parecen herederas directas de los poemas de Pedro Melenas. También “Mark Twain tradujo del alemán el libro, cercano al espíritu de sus propios personajes literarios como Tom Sawyer y Huckleberry Finn” (Hanán Díaz, 2021, párr. 5).

(Mmmh, habría que escribir sobre esas dos joyas de la literatura y la ilustración, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión).

No es poca cosa haber contribuido a abrir el camino a los libros infantiles con personajes anárquicos, como dice Ana Garralón, ya que de esta manera la literatura para niños consiguió su libertad. Poco a poco, los personajes de la LIJ se irían alejando de los duros corsés del moralismo (que parecían diseñados por el mismísimo Schreber) para hacer exactamente lo que se les diera la gana. Al final, parece que Hoffmann no descubrió el remedio para meter en cintura a los niños malcriados, sino que les dio una maravillosa medicina: la literatura humorística, libre y satírica. Creo que leer un clásico como este es refrescante en una época en la que retiran cuentos como Caperucita Roja de las bibliotecas públicas, en una época en la que se leen cuentos de hadas de una manera terriblemente literal y, en suma, en una época en donde nos abstenemos de nombrar lo que debe ser nombrado simplemente porque duele, porque “no es correcto” o porque da vergüenza. Los libros infantiles son mucho más que princesas y príncipes, más que Heidi corriendo libre por el campo y, la verdad, hay personajes que no son precisamente unos pequeños lores. Hay muchas más posibilidades creativas en la LIJ y es nuestro derecho como lectores conocerlas todas.

¡Viva la libertad! ¡Y larga vida a Pedro Melenas!

Imagen tomada de Germany.in-24.com

Para preguntar en la librería:

Pedro Melenas

Heinrich Hoffmann (texto e ilustraciones)

España, José Olañeta Catalán, 2017.

Y para el lector curioso:

Charaf, D. (2016). Daniel Gottlieb Schreber: perversión y locura, de padre a hijo. Ancla, 6, pp. 77-86. Disponible en: https://psicopatologia2.org/ancla/Ediciones/006/Ancla-006.pdf

Garralón, A. (2017). Historia portátil de la literatura infantil. México: Ediciones Panamericana-Secretaría de Cultura.

Hanán Díaz, F. (2021). “Pedro Melenas” de Heinrich Hoffmann. Serie Libros que desafían el tiempo. Cuatrogatos. Disponible en: https://cuatrogatos.org/blog/?p=8112#more-8112

Prada, M. (2016). Estudio de caso único de un paciente de 12 años diagnosticado con TDAH presentación Hiperactiva-Impulsiva [Tesis de maestría]. Universidad del Norte. Disponible en: https://manglar.uninorte.edu.co/bitstream/handle/10584/5835/22521757.PDF.pdf?sequence=1&isAllowed=y

Rey, C. (2012). Pedro Melenas, el terror de las neuronas. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 32(116), pp. 877-887. Disponible en: https://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0211-57352012000400014

Robertson, P. (2012). El hogar como nido: la niñez de clase media en la Europa del siglo XIX. En Medina, M. B. (Coord.), Giros y reveses. Representaciones de la infancia a través de la historia (pp. 79-114). México: Conaculta.

Los libros en la maleta

Parece increíble que en pleno siglo XXI se invente un nuevo formato de libro. Más increíble aún es que se trate de un nuevo formato de libro físico. Y todavía más asombroso es que alguien haya inventado y patentado un nuevo formato de libro físico para imprimir la Biblia.

Pero justamente eso fue lo que pasó en 2009, cuando la editorial neerlandesa Royal Jongbloed inventó los dwarsligger, libros cuya novedad consiste en imprimir el texto de forma paralela al lomo en tomos que miden, generalmente, 8 x 12 cm. Esto obliga a utilizar un tipo de papel muy fino, llamado papel biblia, y a cuidar mucho la encuadernación para que el libro no se deshaga, pero también hace que el libro sea ideal para llevar a todas partes, porque cabe en cualquier bolsa o bolsillo de pantalón o chamarra; además, como clama la propia Royal Jongbloed, estos libros se pueden leer con una mano.

El concepto ha sido exportado a países como España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En 2010, Ediciones B publicó sus “Librinos” con este formato e incluyó títulos como Entrevista con el vampiro de Anne Rice, El psicoanalista de John Katzenbach y El círculo mágico de Katherine Neville.

Más recientemente, en 2018, Penguin publicó un set de libros de John Green con este formato, que incluye The Fault in Our Stars, Paper Towns, An Abundance of Katherines[1] y Looking for Alaska. Y en 2019 lanzaron The Puffin in Bloom, una colección de tres dwarsligger que incluyen los clásicos Heidi de Johanna Spyri, Anne of Green Gables de Lucy Maud Montgomeryy A Little Princess de Frances Hodgson Burnett.

En la Feria del Libro de Frankfurt, durante la presentación de los dwarsligger, uno de los editores rememoró las palabras de Neil Armstrong, “Este es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Comparto su emoción: por supuesto que un nuevo formato de libro físico es un evento retador tanto para editores como para lectores; sobre todo si se trata de un diseño que imita el scroll que hacemos cuando leemos tuits o un documento en PDF. Sin embargo, todo libro tiene un lector ideal y, en ese caso, ¿cuáles son los lectores ideales de los dwarsligger?

Para responder esa pregunta, hay que tomar en cuenta que estos libros (en especial los editados por Penguin) se pueden encontrar en Wal-Mart, Target o en tiendas de diseño y decoración. Su formato, como ya dijimos, permite que se lleven a todas partes, en el bolso o en la maleta de mano. Naturalmente, los textos más adecuados para editarse así son los libros de viajes, como la Guía de la Tierra Santa de la editorial Verbo Divino, que une dos géneros: el bíblico y el propio del turismo. Imagino al lector ideal en el aeropuerto, rumbo a Tierra Santa, curioseando en las librerías y comprando esa guía. Luego, este viajero llegará al Monte Sinaí o al Río Jordán con su guía en el bolsillo del pantalón, que sacará después, en algún café cercano, para leer… ¿un salmo? ¿O curiosidades sobre el lugar que visita? Los dwarsligger pueden cubrir ambas necesidades.

Pero el viajero religioso también comparte el gusto por los dwarsligger con el adolescente apasionado, en especial si este es fanático de John Green. No obstante, el que este joven sea fan del autor de Bajo la misma estrella implica que ya ha leído sus libros y que, incluso, ya los tiene. ¿Para qué querría las mismas ediciones en un formato de 8 x 12 cm?

“La gente joven todavía está aprendiendo cómo le gusta leer”, dice Green. “[El dwarsligger] está más cerca de la experiencia con un celular que los libros normales, pero es mucho más cercano a un libro que a un celular. El problema de leer en un teléfono móvil es que este también hace muchas otras cosas”.[2]

Es verdad: aunque el formato imita el scroll que hacemos en una pantalla, esta experiencia no está emparentada con leer un PDF, por ejemplo: al fin y al cabo, seguimos leyendo en un soporte constituido por papel y cartulina. No parece que la razón por la cual los jóvenes eligen los flipbooks (el término en inglés para dwarsligger) sea el que estos se asemejen a la experiencia de leer e-books.

Creo que los lectores de John Green vuelven a comprar (no sé si releen) Looking for Alaska en flipbook justamente porque es un libro que ya conocen y que ya les gusta. Por eso mismo, quieren volver a tener esos libros, que atesoran y guardan en un lugar especial en su corazón (es bien conocida la enorme cantidad de lectores y fans que posee John Green, sobre todo en booktube). Como buenos fans, querrán tener toda la parafernalia, todos los libros y todos los objetos alusivos a su autor favorito.

Ahí radica, también, la decisión editorial de Julie Strauss-Gabel, presidenta y editora de Dutton Books for Young Readers (parte de Penguin Random House): les ofrece a los jóvenes lectores algo conocido y amado en un formato nuevo para que la experiencia no resulte demasiado atemorizante. Y también, hay que decirlo, para asegurar las ventas.[3]

Las guías de viaje y los bestsellers son, digamos, los géneros “naturales” para editarse en formato dwarsligger, aunque también podemos encontrar clásicos, como los de la colección The Puffin in Bloom o Emma de Jane Austen, publicada por Hodder & Stoughton en el Reino Unido. ¿Por qué se eligen clásicos y por qué, precisamente, esos? Creo que la razón es muy similar a la que llevó a Strauss-Gabel a publicar así los libros de John Green: porque el público ya los conoce, de alguna u otra manera. De los tres clásicos que conforman la colección The Puffin in Bloom, quizá Heidi sea el más conocido a nivel mundial, gracias al manga japonés; los otros dos tomos, Anne of Green Gables y A Little Princess quizá son más conocidos en el mundo anglosajón, pero no descarto que cada vez más lectores se acerquen a ellos debido a la serie de Netflix Anne with an E, basada en la obra de Lucy Maud Montgomery, y a la película de 1995 llamada también A Little Princess.

Además de ser clásicos “poco intimidantes”, por llamarlos de algún modo, pues no son tan complejos como la obra de Shakespeare o de Proust, son populares: la gente ya los tiene y quizá, con un poco de suerte, ya los ha leído. A veces, los clásicos se vuelven tan entrañables que el lector quisiera llevarlos en el bolsillo por siempre, a través de fronteras geográficas y temporales, para formar con ellos una biblioteca personal e íntima que, sin duda, salvaría del fuego. Yo, a veces, me encuentro con libros que se vuelven fundamentales en mi vida, tanto, que siento que me los quiero tatuar. Ese mismo sentimiento de apego es el que me provocan los dwarsligger.

En cuanto a los dwarsligger en México, encontré que Ediciones B evaluó la posibilidad de traer sus Librinos a nuestro país en 2010, cuando publicaron sus primeros ejemplares. Desgraciadamente, los Librinos fracasaron en España debido, sobre todo, a los precios: mientras los libros de bolsillo cuestan entre 7 y 8 euros, los Librinos rondan los 10. ¿Correrían la misma suerte en México? ¿Vale la pena lanzar un nuevo formato de libro en un país con un nivel de lectura bajísimo? Si pensamos racionalmente, podríamos contestar que lo más sensato sería no publicar dwarsligger en México si queremos evitar un fracaso de ventas. Ni hablar de publicarlos durante esta pandemia, que tiene a muchas editoriales independientes al borde de la supervivencia. Sin embargo, luego pienso en la gente que tiene que recorrer distancias largas en metro o metrobús (haya pandemia o no) y que lee un libro en el trayecto. ¿No serían los dwarsligger una buena opción para esos casos? Quizá estoy soñando con un mundo ideal de lectores, pero creo que tenemos derecho a que las editoriales nos ofrezcan opciones que llamen la atención de la gente y la vayan convirtiendo, poco a poco, en lectora. Cómo hacer que las personas, sean niños, jóvenes o adultos, elijan leer entre todas las opciones que tienen para pasar su tiempo libre es la gran tarea pendiente de la promoción de la lectura y de otros agentes implicados en el proceso lector, desde la familia hasta la escuela.


[1] Los editores comentan que fue especialmente difícil adaptar An Abundance of Katherines a este formato, porque el texto incluye notas a pie de página y ecuaciones.

[2] La traducción es mía.

[3] En 2018, Penguin imprimió un tiraje de 500,000 copias de las obras de Green en flipbook. Desgraciadamente, no encontré cuántos ejemplares se han vendido desde entonces.

Dentro de la Wunderkammer

Desde hace tiempo he pensado que los álbumes ilustrados son mi patio de juegos secreto. Son una esquina de la literatura infantil a donde voy cuando quiero llenar mis ojos de belleza. Y cuando lleno mis ojos de belleza, siento que también mi alma se reconforta.

¿Qué es un álbum ilustrado o libro álbum? Según Uri Schulevitz (cito de memoria):

“Un libro álbum es un libro que no se puede contar por teléfono”.

Según Murièle Modély (2017-2018):

“Un lugar de juego en torno al escrito, un campo nuevo donde se desarrolla, en un pacto de lectura aumentada, un paseo lúdico y sensible a través de la imagen” (p. 11).

Según Sophie Van der Linden (2015, citado en Escuela, 2017):

“El álbum es un soporte de expresión cuya unidad primordial es la doble página, sobre la que se inscriben, de manera interactiva, imágenes y texto. Mantiene una organización libre de la página y una concatenación articulada de página a página. La gran diversidad de sus realizaciones deriva de su modo de organizar libremente texto, imagen y soporte” (párr. 3).

Además, Maria Nikolajeva (2014) hace un par de precisiones técnicas sobre el álbum en Retórica del personaje en la literatura para niños (pero seguro que abunda más en ello en How Picturebooks Work):

“El único tipo de literatura para niños que permite un protagonista solitario es el libro álbum,[1] en el cual el personaje se presenta interactuando con objetos inanimados más que con personas. Esto puede reflejar la visión solipsista del niño muy pequeño” (p. 195).

Y más adelante, señala:

“Los álbumes ilustrados, con su representación tanto verbal como visual, pueden hacer uso de la omisión como contrapunto entre las palabras y las imágenes. Por ejemplo, en Donde viven los monstruos, la madre se representa en el texto pero nunca aparece en las ilustraciones.” (p. 468).

Espero que estas definiciones nos ayuden a ver que los álbumes son, a la vez, complejos y fascinantes. Justamente, a mí me apasionan porque parecen ser inacabables, y las preguntas que suscita la lectura de álbumes son igual de apasionantes. Por eso disfruté tanto leer la revista Fuera [de] Margen, especializada en el álbum y las narrativas gráficas. Pero, también, esta revista tuvo la piedad de mostrarme cuánto me falta por descubrir del mundo de las narrativas gráficas en general.

Fuera [de] Margen es la versión española de la revista francesa Hors Cadre[s], y quizá una de las cosas que más me gustan de esta publicación es que sus números son monográficos, porque eso permite adentrarse más profundamente en un tema específico. En este caso, los tres números de Fuera [de] Margen que he leído son el 21, 22 y 23, dedicados al juego de la letra (es decir, las letras como elementos plásticos y poéticos), las series y la relación entre realidad y ficción, respectivamente.

Para hablar brevemente de cada número, abordaré los artículos que más me gustaron, los que más me hicieron pensar o los que fueron un feliz descubrimiento por su contenido.

Creo que elegí leer el número sobre realidad y ficción casi inconscientemente, porque el papel de la fotografía en los álbumes y los fotolibros en general me interesan mucho. En este caso, me sorprendió y me intrigó a la vez el libro ¡A ver! de Helga Fleischhauer-Hardt con fotos de Will McBride que se analiza en el artículo “La fotografía miente mejor que el dibujo: breve historia de los libros de fotografías para niños” de Anna Castagnoli (2018-2019).

¡A ver! es un libro con intenciones pedagógicas que pretende hablarles a los niños sobre sexualidad sin tabúes, por medio de fotografías explícitas del coito, la penetración, el parto y el embarazo. Aunque esto podría parecer escandaloso, según Castagnoli (2018-2019), estas fotografías son “poco realistas” (p. 20), pues además de que muestran a los adultos teniendo sexo en ambientes impersonales (los fondos son blancos y, al parecer, hay poca o ninguna ambientación), las fotografías “muestran detalles anatómicos desde puntos de vista imposibles que ninguno de los dos participantes en un acto podrían ver” (p. 20).

¡A ver!, Helga Fleischhauer-Hardt y Will McBride (1975)

Lo anterior me hace pensar que, tal como señala Castagnoli (2018-2019), al mostrar la sexualidad de una manera tan aséptica, se eliminan muchos aspectos del sexo que son, precisamente, lo que lo hace realista; entre otras cosas, la espontaneidad, el escenario, los tipos de cuerpo (Castagnoli no lo señala, pero me pregunto qué clase de cuerpos tendrán los actores de las fotos. ¿Serán delgados y atléticos, como modelos de revista?). Me da la impresión de que, paradójicamente, en aras de hablar de forma realista sobre sexo, se ha retirado todo detalle que ayudaría a que el tema fuera más cercano a los lectores. Por eso, me parece a mí que las fotografías de ¡A ver!, por su pretendida objetividad y frialdad,se parecen más a las de una enciclopedia que a las de un fotolibro que busca provocar asombro o curiosidad en sus lectores. Las fotografías de ¡A ver!, aunque reales, están manipuladas para ofrecer un discurso sobre el sexo como algo impersonal.

Otro descubrimiento de este número fue la ilustradora Fanny Pageaud, quien firma la ilustración de cubierta. El perfil de Pageaud y un resumen de su currículum están en el artículo “Fanny Pageaud: juegos de palabras, juegos de imágenes” de Maya Michalon (2018-2019). Tomando como pretexto a esta fantástica ilustradora puedo hablar de otra cosa que me fascina del álbum: la posibilidad que tiene de jugar con otros formatos para dejar de ser libro y convertirse en un objeto plástico que también es “volumen, espacio, se pliega, se despliega, se envasa, se agujerea” (Michalon, 2018-2019, p. 14). Esa es una de las ventajas de la periferia: como nadie ve, el álbum tiene la posibilidad de crecer y de expandirse hacia muchos espacios también periféricos. Un ejemplo de ello es la obra de Pageaud Alice racontée aux petits, una Alicia adaptada para los débiles visuales que combina fondos y textos realizados con lápices de colores y personajes hechos con elementos “táctiles” de diversos materiales.  

El Musée des museaux amusants, un álbum con ilustraciones hiperrealistas (Pageaud es una maestra del hiperrealismo) de hocicos de diferentes animales coquetea con el libro informativo o de divulgación, pero a la vez, los ángulos que elige la ilustradora para mostrar estos hocicos tienen un punto divertido, lo cual me parece que rompe con la seriedad del libro informativo para niños.

Musée des museaux amusants, Fanny Pageaud (2018)

Otra autora sensacional que descubrí gracias a Fuera [de] Margen es Anaïs Vaugelade, en el número 22, dedicado a las series. En esta entrevista, titulada “Anaïs Vaugelade: ‘¿Un poco más de serie?’”, Sophie Van der Linden presenta a Vaugelade, una autora de dos obras en formato serie (aunque ella lo niegue): Zuza y los Quichon, unos álbumes que me muero por leer.

Zuza es una chica audaz que tiene el poder de cambiar su entorno y volverlo más divertido. En palabras de la autora, los tres libros de Zuza (La Chambre de Zuza, Le Dîner de Zuza y Zuza dans la baignoire) parodian a la llamada, según Ana Garralón, “súper LIJ”, es decir, libros para la hora del baño, libros para la hora de la cena o libros para la hora de acostarse (Vaugelade llama a esto “libro medicamento”). De acuerdo con la autora, Zuza no es una serie porque no sigue la línea de los “libros para”; por el contrario, Vaugelade dice “quise otras cosas para el personaje” (2018, p. 17). Sin embargo, a su editor no le interesaba publicar más libros sobre Zuza debido al fracaso que había representado en librerías. Aun así, más allá de si es o no una serie, lo que llamó mi atención sobre Zuza es que sea la obra de Vaugelade que haya recibido más cartas de los lectores. Al respecto, la autora señala: “Si este personaje conmueve a los niños, es porque seguramente es un niño visto por dentro. Pero creo que la mayoría de los padres prefieren no saber que sus hijos tienen una vida interior; me dicen a menudo que Zuza es ‘desagradable’, que no es nada ‘mona’ […]” (2018, p. 17).

Zuza dans la baignoire, Anaïs Vaugelade, (1998)

Lo que dice Vaugelade sobre Zuza abona a la tesis que cité antes de Nikolajeva: el álbum es el único género de la literatura para niños que permite un protagonista solitario. La verdad no sé qué tan solitaria sea Zuza, pues no he leído los libros, pero parece que sí tiene un gran mundo interior, como señala bellamente su creadora: Zuza “es un niño visto por dentro”, y eso quizá es lo que fascina y lo que da vértigo a la vez. No puedo decirlo con tanta seguridad porque no he leído nada de Zuza, pero intuyo que lo que asusta a los padres es el mundo interior del personaje (¿a quién no le asusta conocer los más íntimos pensamientos de una persona, sobre todo si esta persona es cercana a nosotros?); por ende, es también la razón de que estos libros no se compren con tanta frecuencia en librerías pero sí se tomen prestados de bibliotecas.[2]

En el número 22 de Fuera [de] Margen hay muchas otras cosas que probablemente interesarán a muchos más lectores, como los superhéroes (que viven, mueren, reviven y se reinventan con una frecuencia que yo envidio), los cómics y la posibilidad que éstos tienen de sobrevivir más allá de sus escritores e ilustradores, algo que me parece por demás fascinante: cuando la serie está ya tan establecida y es tan robusta que no necesita de su creador y también las cajas de Wonder Ponder, de las que ya hablamos por aquí.

Por último, el número 21 de Fuera [de] Margen, dedicado a “el juego de la letra”, está más cercano al mundo del diseño gráfico. La reflexión que nos propone este número es la siguiente: separar las letras del alfabeto de su función, servir como representaciones de los sonidos emitidos en una lengua concreta, para observarlas de manera más autónoma, es decir, ver las letras como las vería un poeta,[3] un poeta gráfico.

Entre los artículos que más llamaron mi atención está el de Manuel Garrido Barberá, “Typocalypse, un alfabeto contra el odio”, que analiza el Typocalypse elaborado por el estudio Eraboy en 2017. Este alfabeto toma la primera letra de las palabras más representativas del discurso de odio de Donald Trump e ilustra, por ejemplo, la A de Arrogance, la B de Bad hombre, la C de Climate change, la D de Deportation, la E de Enemy… Me parece que este ejercicio es capaz de mostrar cuán importantes son las palabras de un discurso tan mediatizado como el de Donald Trump. Al respecto, Garrido Barberá cita estas declaraciones de Eraboy: “Utilizar a Trump como personaje de nuestro abecedario parecía una idea lógica. Su postura no estaba, hasta ese momento, basada en acciones, sino en retórica y discurso, que en su forma más elemental no son más que letras de un abecedario utilizadas de la peor forma” (2017-2018, p. 13). Naturalmente, las letras de un abecedario se usan con otros fines perversos, ya que podemos usar la lengua como queramos. Pienso qué palabras usaríamos si quisiéramos hacer, por ejemplo, un abecedario sobre los feminicidios en México (y, más aún, sobre la forma en que éstos se abordan en la prensa mexicana): P de Poder, V de Víctima, M de Machismo… Tal vez así, reduciendo el discurso a su mínima expresión (las letras), las autoridades entenderían la urgencia de atender este problema. O quizá sería contraproducente; no puedo asegurar que nuestras autoridades entiendan tanta abstracción.

M de Migrants, Typocalypse, Eraboy (2017)

Justamente la abstracción y todo aquello que se “esconde” detrás de los álbumes y de las narrativas gráficas es lo que me fascina y también lo que me reta: como he dicho antes, aunque los álbumes ilustrados sean mi patio de juegos o el bosque a donde voy para salir un poco de mí misma, ello no quiere decir que sean simples. Bien se sabe que, entre el follaje del bosque, siempre se esconde algo más oscuro y poderoso, y eso, para mí, es lo que hace irresistibles a los álbumes ilustrados.

Por todo eso, celebro revistas como Fuera [de] Margen, que me enseñan y me hacen querer saber más sobre los álbumes ilustrados, sobre autores e ilustradores, sobre nuevos formatos de álbum, sobre las relaciones de este género con otras propuestas gráficas y, lo más importante, sobre cómo leer mejor texto e imagen.

Para conseguir Fuera [de] Margen:

http://www.pantalia.es/revistas.php

Y para el lector curioso:

Castagnoli, A. (2018-2019).La fotografía miente mejor que el dibujo: breve historia de los libros de fotografías para niños. Fuera [de] Margen, (23), 18-21.   

Escuela, L. (28 de diciembre de 2017). Libro álbum. Herramientas para el análisis [Versión web] Recuperado de https://narracionoral.es/index.php/es/documentos/articulos-y-entrevistas/articulos-seleccionados/1377-albumes-ilustrados-herramientas-para-el-analisis

Garrido, M. (2017-2018). Typocalypse, un alfabeto contra el odio. Fuera [de] Margen, (21), 12-13.

Michalon, M. (2018-2019).Fanny Pageaud: juegos de palabras, juegos de imágenes. Fuera [de] Margen, (23), 14-15.

Modély, M. (2017-2018). Abecedarios: los desafíos de la imagen. Fuera [de] Margen, (21), 10-11.

Nikolajeva, M. (2014). Retórica del personaje en la literatura para niños. México: FCE.

Van der Linden, S. (2018). Anaïs Vaugelade: “¿Un poco más de serie?”. Fuera [de] Margen, (22), 16-19.


[1] Aunque yo dudo que esta afirmación sea cierta, pues encuentro que Elvis, el protagonista de la serie de novelas cortas Elvis Karlsson también es un niño algo solitario que interactúa con objetos inanimados, los cuales funcionan como una extensión de su mundo interior.

[2] Este es un fenómeno bastante común en la literatura para niños: libros que no se compran mucho pero sí se toman prestados de bibliotecas. Me parece interesante abordarlo como teoría de la recepción, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

[3] Hablando de esto, me viene a la mente el libro de poemas De la A a la Z por un poeta de Fernando del Paso. No es un álbum, pero las letras son el objeto central de los poemas que, además, incluyen ilustraciones hermosas de letras capitulares.