Los libros que nos hicieron

A lo largo de mi vida, especialmente durante mi etapa adulta, he sido una inconformista. Muchas veces observo a los demás (amigos, conocidos, compañeros de trabajo) y las decisiones que toman; muchas de ellas, por inercia, y me descubro pensando que una vida como la de ellos no es la que yo quiero para mí. Quizá he desarrollado esta característica a raíz de haber leído historias como Matilda, quien, a su corta edad, observa la infinita ignorancia de sus padres y decide rechazarlos, no ser como ellos y construir y caminar por su propio camino. Además, es un camino que también le es descubierto gracias a los libros. Yo le llamo a esto “el emperador va desnudo”.

¿De qué nos liberan los libros? Sergio Pitol, en su presentación de la colección Biblioteca del Universitario de la Editorial de la Universidad Veracruzana, dice que nos hacen “Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios legionarios, del oprobio, de la trivialidad, de la pequeñez. El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginación” (2006, p. 11).

“Libres de la pequeñez”. Asumo que Sergio Pitol se refiere aquí a la pequeñez de pensamiento, a la cortedad de miras de algunos grupos sociales totalitarios, penosamente literales y profundamente asustados de la libertad. Por eso no es de extrañar la práctica de la censura en pleno siglo XXI. Recientemente, libros como Caperucita Roja y Maus fueron retirados de bibliotecas escolares: el primero por sexista y el segundo por mostrar cuerpos desnudos y poner groserías como goddamn! (porque oye, sí, los nazis te están gaseando y tratando peor que a un objeto, pero tampoco es para que digas groserías). La libertad y la lectura, siguiendo a Sergio Pitol, nos engrandecen.

Luchar contra la pequeñez y los tiranos implica entrar a un libro y, más que eso, entregarse a él, a su mundo y a su lógica interna. Cuando me adentro de lleno a Caperucita Roja, me pregunto ¿fue ingenua Caperucita al creerle al lobo y atravesar el bosque? ¿Fue cobarde? ¿Era una simple damisela en apuros? ¿Acaso yo misma no he atravesado bosques para descubrir, al final, que todo salió bien, que no había ningún lobo y que, si me lo hubiera encontrado, habría sabido cómo enfrentarlo? De Maus, por otro lado, me pregunto si vale la pena esconderles a los niños una realidad histórica. ¿Es mejor correr un “caritativo velo” sobre las atrocidades que ha cometido un grupo social sobre otro en aras de “protegerlos”? La libertad es conocimiento, la censura es un yugo. 

Se prohíben libros bajo una idea radical: porque el protagonista es inmoral (el caso de Huckleberry Finn en 1885), porque fomenta que los niños tengan una imaginación ilimitada y busquen compañía (el caso de El Principito en la dictadura militar de Argentina, entre 1976 y 1983), porque los animales hablan (el caso de Alicia en el País de las Maravillas en China en 1931. Aparentemente, los chinos se olvidaron de que el Rey Mono, fundador de su literatura, no sólo habla sino que les juega bromas a los dioses) y un largo, largo etcétera. La historia del miedo de la humanidad está en la historia de la censura. 

Tira de Mafalda por Quino

Actualmente, ciertos grupos sociales “progresistas” desean que los niños lean cuentos de hadas “mejorados”: feministas, incluyentes, con “mensaje”, sin crueldad, sin malas palabras, sin colonialismo, sin salvadores blancos. Estos grupos tienen la idea de ajustar las historias antiguas al “contexto en el que vivimos”, sin embargo, ¿es ese nuestro contexto cultural? ¿Ya estamos en un mundo feminista en el que las niñas no son vendidas, intercambiadas o casadas con viejos asquerosos en contra de su voluntad? En la carta que envié a Puffin sobre la censura a Roald Dahl, me preguntaba si vale la pena seguir adaptando estas historias o si lo mejor sería escribir nuevos cuentos que muestren el mundo como los “progresistas” lo ven. Así, las dos visiones pueden coexistir y será decisión del lector cuál quiere leer, cuál le gusta más y cuál va a recordar el resto de su vida.

Me he desviado bastante, déjenme retomar el rumbo y tomar un respiro de la mano del brillantísimo Aidan Chambers. A propósito de la literatura juvenil, de Mark Twain y de Huckleberry Finn, dice: “Para adquirir la libertad, los adolescentes empiezan por tratar de sacudirse las identidades que les dieron cuando niños. Con frecuencia atacan las categorías ortodoxas psicológicas y sociales que les asignó la sociedad, al verlas simplemente como otra imposición. En cambio, demandan una autoridad basada en su propia singularidad y en su revisión individual de las leyes y costumbres establecidas” (2006, p. 48). Más adelante, Aidan Chambers se pregunta: “¿Cómo nos inventamos y qué se siente hacerlo?” (2006, p. 49).

No tengo una sola respuesta para esta pregunta tan importante, pero, al parecer, todo comienza con un alboroto, un ruido en nuestro interior que pone de cabeza la identidad prestada o impuesta por los padres, la familia o la sociedad: nuestros primeros preceptores, censores, a menudo, de nuestro verdadero yo, que se encuentra enterrado debajo de un montón de ideas inservibles. 

Yo misma experimenté ese ruido cuando salí de la universidad. Durante la carrera no nos forman como escritores, sino como lectores (me sorprendí al saber que la mayoría estudia literatura porque quiere ser escritor; no fue mi caso, yo elegí ese camino porque amo los libros). Aun así, escribimos muchos ensayos (y, de vez en cuando, algunas ficciones) que terminan pareciéndose bastante entre sí. Todavía hoy me sorprende leer a jóvenes estudiantes que nacieron en el 2000 escribir como sus viejos profesores les dictan (y, por consiguiente, pensar y leer como sus profesores). Este fenómeno es bastante molesto pero esperable mientras se es estudiante universitario. Es al graduarse que uno tiene que descubrir su propia voz y eso se logra, me temo, rechazando y cuestionando todo lo aprendido: tomar lo que sirve y expurgando lo que estorba. 

Esta reinvención se logra educando el gusto y adquiriendo nuevas experiencias estéticas. La lectura de libros variados (“adecuados” para tal edad o no), las preguntas suscitadas en torno a ellos y el recuerdo (y eventual rechazo) de preceptos anticuados oídos en otro tiempo, en la escuela o en una sociedad rancia nos devuelven a nuestro verdadero ser, nos regalan la libertad. 

La censura es el silencio que acalla, ominosamente, la libertad del descubrimiento de nosotros mismos. Los censores chinos pueden pasar como tontos al prohibir Alicia en el País de las Maravillas porque “los animales hablan”, pero quizá lo que realmente censuraban era la imaginación ilimitada. 

He hablado de censores como los malos, como otras personas, como servidores de la Santa Inquisición moderna, pero si existe algo peor es la autocensura. A este respecto, Adela Cortina (2022) dice: “¿Domina la vida pública ese punto de vista porque es el más verdadero? En absoluto; triunfa porque en todas las sociedades, también las democráticas y presuntamente tolerantes, funciona la autocensura de aquellas opiniones que no van a ser bien acogidas. Por supuesto en las totalitarias la autocensura va de suyo, excepto en el caso de los disidentes, que pagan muy cara su osadía. Pero en todas las sociedades funciona la autocoacción a morderse la lengua” (párr. 8). En una sociedad en donde cada ciudadano es víctima de la autocensura, la autoridad no necesita ojos ni oídos.

Recuerdo el final de Un mago de Terramar, cuando Ged encuentra la fuerza oscura que llevaba buscando todo el libro y no podía nombrar. Finalmente, al enfrentarla, al verla directamente a los ojos, el mago puede pronunciar el nombre de esta fuerza maligna: GED. Es un momento de revelación tremendo que todos merecemos experimentar, porque no podemos saber quiénes somos hasta que somos libres.

Chambers, A. (2006). Lecturas. México: Fondo de Cultura Económica.

Cortina, A. (7 de junio de 2022). Libertad de expresión: Autocensura: destruyendo la democracia. El País. Disponible en: https://elpais.com/opinion/2022-06-08/autocensura-destruyendo-la-democracia.html

Pitol, S. (2006). Presentación. En Muerte en Venecia. México: Universidad Veracruzana.

1 Comment

  1. Creo que me quedo con el ser fieles a uno mismo. Censura habrá siempre, pero es labor de todos nosotros el que no triunfe sobre mensajes importantes de ser recibidos.

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