Hace unos días me llegó una carta maravillosa que quiero compartir con ustedes.

¡Hola! Katy, he leído con gusto tus ensayos. Te confieso que sé casi nada sobre literatura juvenil. Mis lecturas al respecto son escasas. Entre ellas recuerdo unas de Verne, de Hesse, y poco más. Si bien no me desagradaron tampoco me impactaron. Quizá las leí a una edad inapropiada. Hace no mucho me he interesado por la literatura juvenil. Y ante este reciente interés y tus ensayos (sobre todo la interpretación acerca de Los invictos, de Faulkner) tengo varias dudas sobre lo que puede considerarse o no una novela juvenil, pues leí Filosofía del tocador, del Marqués de Sade, y siguiendo algunos de tus señalamientos −la edad del personaje central (Eugénie), la incapacidad de la madre de ésta para entender el nuevo rumbo de su hija, las aventuras (en este caso sexuales), la iniciación al mundo de los adultos−  se podría afirmar que este relato entra en la categoría de novela juvenil o, por lo menos, así podría entenderse. Aquí la pregunta central: ¿Filosofía del tocador es adecuada para jóvenes?

Su contenido sexual resulta transgresor; pero esto forma parte de la experiencia literaria. El objetivo no consiste en “pervertir” a la juventud sino mostrar varias sendas y dimensiones de la existencia humana, útiles para el desarrollo de la sensibilidad. Y creo que si la literatura no sirve para ello, entonces sirve de poco. Como contraargumento puede adelantar: quien lee novelas de crímenes no se convierte necesariamente en un asesino y, en la misma línea, la violencia no necesita de la lectura para llevarse a cabo.

Una de las inquietudes más grandes en la juventud es el despertar sexual. Y en lo que menos se educa en México es, entre otras cosas, en la sexualidad. Filosofía del tocador es un libro pedagógico, pese a que no compartamos sus valores. El Marqués [de Sade], considerando su sarcasmo e ironía, no sólo da una lección sexual a su manera −criticando las prohibiciones de la legalidad y el cristianismo como la sodomía y la reproducción, respectivamente− sino también nos ofrece un auténtico curso de educación filosófica y política. Sade no sólo se anticipó a Hegel en sus premisas fundamentales y, por lo tanto, a varios de los postulados de la modernidad, sino también nos muestra otros derroteros inteligentes de ir a contracorriente de la autoridad.

Filosofía del tocador es un desafío para comprender una visión crítica del mundo y la existencia. Y es ahí donde creo en la importancia de este texto, independientemente si cumple o no con los parámetros canónicos impulsados por grupos de poder, cuyos intereses suelen ser opuestos a la educación.

A menudo la literatura trata fundamentalmente de la trasmisión de valores ético-morales. Nuestra posible incomodidad ante esta obra del Marqués para la juventud estriba en nuestros prejuicios más que en otra cuestión. A mí mismo me cuesta trabajo pensar en quién acompañará esta lectura para los jóvenes: promotores de lectura, profesores, educados en los valores criticados por Sade.

¿Tú qué piensas de todo esto?

Disculpa por extenderme demasiado. ¡Felicidades por tu labor!

Rodrigo

Estas “cartas del lector”, como las he llamado, me emocionan mucho. No sólo porque son inteligentes y abren la discusión en torno a la literatura y a los lectores, sino también porque eso me demuestra que no estoy hablando sola. Y encontrar lectores es, probablemente, lo más divertido de escribir. O, más bien, lo más divertido de publicar textos.

Trataré de responder a esta carta de la mejor manera posible, ya que me encuentro frente a un problema considerable: no he leído Filosofía del tocador (también traducido como Filosofía en el tocador, título con el que me referiré a la obra en adelante), por lo que no puedo responder con total seguridad si es una novela para jóvenes o no. Y como no puedo responder con total seguridad, prefiero no responder esa pregunta en absoluto.

Sin embargo, esta carta es un pretexto para abordar otro tema que ha estado dando vueltas en mi cabeza (y por eso, es muy probable que saque a relucir el mismo tema más de una vez): la iniciación. Específicamente, la iniciación de los niños o adolescentes al mundo de los adultos. De hecho, me parece que muchas novelas que no nacieron como novelas juveniles, sino que fueron usadas así por el público lector (finalmente, el uso hace la norma) hablan de algún tipo de iniciación o bien, del descubrimiento de lo desconocido. Pienso en las novelas que menciona Rodrigo, como las de Verne o Demian de Herman Hesse, pero también en Los viajes de Gulliver, Grandes esperanzas o en la poco conocida novela (al menos en el mundo hispanohablante) Un mago de Terramar, de Ursula K. Le Guin.

Por lo que comenta Rodrigo sobre Filosofía en el tocador (y por lo que yo misma he podido investigar), la obra trata sobre una chica virgen, Eugenia, que acaba de salir del convento, y es iniciada por un grupo de personas en las artes del libertinaje. Al final, Eugenia, ya pervertida, demuestra ser una alumna excepcional en estas artes. Entonces, imagino, pero bien puedo estar equivocada, que Eugenia aprende sobre libertinaje pero también descubre otros aspectos acerca de ella misma. Asumo que eso puede estar relacionado con que la obra muestre “varias sendas y dimensiones de la existencia humana, útiles para el desarrollo de la sensibilidad”, como dice Rodrigo. También me imagino la puerta del tocador abriéndose frente a Eugenia, y a la chica contemplando con fascinación todo lo que hay allí. Justamente así me imagino la iniciación de la adolescencia a la adultez, y también de la niñez a la adolescencia: como una puerta que se abre para descubrirnos los secretos de ese otro mundo.

Fotograma de «Ocho y medio», escrita y dirigida por Federico Fellini (1963).

De hecho (y espero que puedan disculpar la digresión), de pequeña yo veía un programa que me fascinaba: Los secretos de la magia al fin revelados, conducido por “el mago enmascarado” que revelaba los mecanismos detrás de trucos de magia. Naturalmente, ocultaba su identidad por respeto a la comunidad de magos: siempre usaba su máscara negra con extrañas rayas blancas, como imitando la cara de un tigre, y nunca hablaba. Todo el programa era narrado en voz off.

De la misma forma me imagino a los adultos iniciadores de niños o adolescentes. ¿No es verdad que los adultos tienen la apariencia de guardar Grandes Secretos de la Vida? ¿No es verdad que, cuando niños, tenemos la sensación de que los Adultos saben cosas terribles que tarde o temprano, cuando seamos lo suficientemente mayores como para tomar café sin leche, nos revelarán? Y al final, tal como sucede en Los secretos de la magia al fin revelados, descubrimos que los mecanismos que hacen posible “la magia” son bastante simples; de hecho, parecen tinglados que pudo idear cualquiera.

Digamos que los secretos de la adultez al fin revelados son cosas tan nimias como aprender a usar un cajero automático, pagar impuestos (el tan temido Servicio de Administración Tributaria se ha convertido, al menos en México, en un símbolo de la Adultez), sacar una tarjeta de crédito, hacer labores domésticas, llamar al banco para pedir una aclaración de cargos no reconocidos (y, en su caso, cancelar esa tarjeta y sacar una nueva)… Una vez que nos enfrentamos con todas esas situaciones, la puerta se abre o bien, se descorre la cortina, y descubrimos los “secretos” que hacen posible la “magia” que ya no es magia, sino un proceso como cualquier otro.

Sin embargo, puedo pensar en algo supuestamente propio del mundo adulto, tan propio, que quizá por eso se resguarda con tanto celo de los niños: la sexualidad. En la entrada anterior, dedicada a la revista Fuera [de] Margen, hablé un poco del fotolibro ¡A ver! y de cómo me parecía que su asepsia ocultaba lo que realmente es el sexo: especialmente porque las escenas que se retratan suceden en un ambiente anónimo, como es casi imposible que ocurran en la vida real. Esto, por supuesto, es una forma de ocultar que el sexo constituye el juego de los adultos.

Pero el sexo, además de un juego de adultos (lo llamo juego por la dosis que tiene de sugerencia y revelación, de estira y afloja, de ambigüedad, de misterio que debe ser resuelto), es también un secreto, un secreto que se nos revela, comúnmente, en la pubertad o la adolescencia, como en el caso de Eugenia, la protagonista de Filosofía en el tocador. Aunque, por lo que he podido investigar, a Eugenia no se le revela la sexualidad como un secreto, sino como una lección, como una educación.[1] Y es que, en cierto sentido, la sexualidad es una habilidad para saber vivir la vida, independientemente de si nuestra intención es reproducirnos. Entonces, en ese sentido, ¿cómo educar a los adolescentes en materia sexual? ¿Cómo hacerlo a través de la literatura? ¿Deberíamos enseñarles sobre sexo a través de la literatura? ¿Es adecuado un acercamiento perverso al sexo, como el que se maneja en Filosofía en el tocador? En ese caso, ¿cómo guiarlo? Cuando, finalmente, los adolescentes descubran el mundo de la sexualidad, ¿qué descubrirán acerca de ellos mismos? ¿Será algo Perverso y Horrible? ¿Es por eso que los adultos se empeñan tanto en hablar de abejas y flores o de “semillitas”?

En principio, estoy en contra de la condescendencia y de la infantilización en la literatura para niños y jóvenes, por lo que creo que no debemos enseñar sino mostrar. A eso me refiero cuando digo que tal o cual obra es honesta: un libro es honesto cuando se cree su propio mundo, cuando sigue sus propias reglas y cuando nos hace creer que sólo quiere contarnos una historia. Esto es, cuando el libro no elabora por completo su propio significado, sino que le deja parte del trabajo al lector, es decir, sus fines son puramente estéticos. En cambio, cuando el fin de algún texto es pedagógico, se pierde toda la magia porque no vemos el truco, sino su explicación.

Por eso creo que muchos padres confían en libros pedagógicos (los llamados “libros para”; para aprender a ir al baño, para la hora de la cena, para comer verduras, etc.): porque piensan que les ahorran todas las preguntas incómodas que tendrían que enfrentar si, en cambio, les dieran a sus hijos libros que hablaran de esos mismos temas de una forma poética. Ahora que lo pienso, es como si los adultos también tuvieran sus propios secretos no revelados, su propia puerta cerrada, porque ellos, ciertamente, tampoco lo saben todo, pero no están listos para aceptar eso, y mucho menos delante de sus hijos.

El que los padres exploren, junto con sus hijos, preguntas suscitadas por una lectura, no me parece condescendiente. O al menos, no es condescendiente en la medida en que el propio padre reconozca los límites de lo que no sabe, porque entonces la lectura se convierte en una oportunidad para que padres e hijos reflexionen juntos. Y ese, al final, es el propósito de toda buena literatura.

Para concluir, sé que no he contestado la pregunta principal de la carta; al contrario, considero que he divagado bastante. Aun así, espero que esta entrada sirva para abrir otros inesperados diálogos que son, como ya dije, lo que más me emociona de publicar lo que pienso.

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[1] Probablemente la única diferencia que haya entre secretos y lecciones escolares es que a menudo éstas carecen de expectativa. La frase “¿te digo un secreto?” ya lleva en sí misma el misterio y quizá es el secreto mismo: cuando el secreto se revela, deja de ser secreto. En cambio, la lección escolar, aunque a menudo eche mano de este tipo de mecanismos para generar interés, se nos presenta simplemente así, sin que nadie lo solicite.