Opaleye, ofiura, muimuy, rorcual de omiura, anoplogaster, foraminíferos, misidáceos, dinoflagelados. Caí rendida de amor por La vida en el océano al leer en voz alta esas palabras, que se sienten como caramelos en la boca.
Dentro de la no ficción para niños, la divulgación de la ciencia tiene un papel fundamental, casi protagónico. Los libros sobre ciencia, dinosaurios, científicos o los que hablan sobre mocos y popó desde una perspectiva científica son sumamente populares en librerías.
No sé si el éxito de la divulgación de la ciencia en la LIJ se deba a la insaciable curiosidad de los niños o a la necesidad de los padres de darles respuestas a las interminables preguntas de sus hijos que, luego de varios rodeos, se reducen a ¿por qué el cielo es azul?, ¿por qué las flores tienen olor?, ¿por qué los pájaros cantan?, o una que me encanta y que, de hecho, es el título de un libro de filosofía: ¿por qué hay todo y no nada?
La vida en el océano, ilustrado y escrito por Julia Rothman, da respuesta a las preguntas más comunes que los chicos podrían tener sobre el mar y su flora y fauna. Está estructurado en ocho capítulos que muestran lo extenso del tema en cuestión: desde por qué el agua del océano es salada hasta las profundidades del fondo marino, la vida en los polos y los arrecifes de coral.
En esta entrada quiero detenerme un poco más en las ilustraciones que en el texto. El texto no tiene nada del otro mundo, es sintético y explicativo, informativo a fin de cuentas, va al punto y no hace alarde de metáforas o figuras retóricas (aunque esto no quiere decir que esos juegos del lenguaje están exiliados de la no ficción, al contrario). Son las ilustraciones, cuyo trazo es fluido y juguetón, las que llevan al lector a imaginar cómo es la vida en el océano.
Hace ya tres años, en un curso de libros de no ficción para niños, la profesora y escritora Ana Lartitegui nos presentaba tres modelos de divulgación para niños, cada uno en un nivel distinto de representación. El primero, Botanicum (Kate Scott y Kathy Willis), tiene un tono muy científico e ilustraciones realistas que recuerdan a las ilustraciones botánicas del siglo XIX. Luego estaba El gran libro del árbol y del bosque (René Mettler), a medio camino entre la ciencia y la poesía y por último, Ahí fuera (Maria Ana Peixe Dias, Inés Teixeira do Rosário y Bernardo P. Carvalho), el más poético y libre de los tres; incluso las ilustraciones de árboles y follaje son de color azul.
En ese sentido, creo que La vida en el océano está a medio camino. El texto es directo y, si bien utiliza algunos tecnicismos, no es demasiado científico. Las imágenes son mucho más libres, aunque no al grado de las de Ahí fuera. De hecho, aunque son ilustraciones poco realistas, es posible identificar y observar las partes de un pez, de un tiburón o de una medusa en el recurso más constante del libro: la “anatomía” de los seres marinos.
Esto me lleva a preguntarme sobre el realismo de los libros de divulgación científica para niños. ¿Las ilustraciones deben tener siempre una representación mimética, es decir, fiel a la realidad que pretenden mostrar? Si no tienen este tipo de representación, como La vida en el océano o Ahí fuera, ¿se consideran poco precisas o poco serias?
No necesariamente. En la divulgación de la ciencia, sobre todo en ensayos dirigidos al gran público, es muy frecuente el uso de metáforas o de experiencias personales para explicar algún hecho o dato científico. Usamos la metáfora, así como otras figuras retóricas, para que todos nos entiendan, incluso si nos dirigimos a lectores poco familiarizados con cualquier rama de la ciencia. En este caso, el texto de La vida en el océano, como ya he dicho, no es muy atrevido en cuanto a juegos y retruécanos, pero las ilustraciones sí se dan ese permiso, y aunque no son naturalistas, podemos encontrar, por ejemplo, formas de identificar a una tortuga con ayuda de dibujos de su cabeza y caparazón.
Lo mismo ocurre con las maneras de identificar una concha (colmillo de mar, concha de gusano, rissoido, lapa o almeja): los dibujos son monocromáticos en un tono salmón muy suave, al igual que el trazo. De hecho, estos dibujos parecen la sombra de las conchas, pues no son para nada naturalistas y no se pueden tomar como una guía definitiva para quien quiera ir a la playa a coleccionar conchitas; pero aun así, funcionan para informar al lector en esta materia.
Lo que quiero decir es que la divulgación científica no debería estar cerrada solamente a la representación mimética en aras de “no confundir” a los niños o de enseñarles cosas “adecuadamente” (es decir, a la manera de la escuela y los libros de texto). En la no ficción para niños es posible jugar con el fondo y la forma, y las posibilidades son infinitas.
Pero el juego en la no ficción para niños no se utiliza (o no debería utilizarse) como mero adorno o pretexto para interesar a niños y jóvenes con temas científicos complejos, como si los recursos poéticos y literarios fueran la envoltura del caramelo. Fondo y forma deben estar unidos y ambos deben responder a un “¿para qué?” Considero que esto sí sucede en La vida en el océano que, además de informar a los lectores, les permite imaginar, nutrir su curiosidad e interesarlos por el ambiente, ya que al final, una parte del libro se dedica a hablar brevemente sobre el cambio climático, la pesca de alto impacto, el derretimiento de los polos y otras cuestiones que afectan directamente la vida en el océano.
No suelo leer mucha no ficción, tanto la que está dirigida a niños como la que se dirige a adultos, pero ese es uno de mis “propósitos lectores”: leer más géneros literarios que no acostumbro leer. Me encantan los libros que juegan, que son libres y que se dan el permiso de experimentar.
Para preguntar en la librería:
La vida en el océano
Julia Rothman (texto e ilustraciones)
España, Errata Naturae, 2022
junio 8, 2022 a las 4:46 pm
¡Excelente entrada! Creo que son títulos como éste, el que acercan a los niños a temas que les pueden llegar a apasionar. ¡Más libros de ciencia!