Una joya escondida de la literatura infantil

Tal como dice Aidan Chambers, si tratas de interpretar La grúa página a página, al final te quedarás con la sensación de no haber entendido nada.

Eso me pasó a mí: estaba en la página 70 de 124 y aún no sabía muy bien de qué iba aquella historia tan simple a primera vista. El conductor de la grúa se sube a ella un buen día y nunca más vuelve a bajar. Mientras tanto, a sus pies pasan épocas históricas larguísimas: hay una guerra, el pueblo huye, el mar se adentra a la tierra, luego retrocede y otro pueblo vuelve a nacer. Mientras tanto, me imaginaba al conductor de la grúa como un santo, como Simón del desierto, subido a una columna sin disponerse a convivir con el resto del mundo.

Sin embargo, el conductor no es un exiliado ni un ermitaño que odia a la humanidad, ya que la grúa se convierte en una extensión de su cuerpo y hasta de su identidad, y gracias a ella, puede ayudar a su amigo Lectro cuando los secretarios del ayuntamiento lo despiden (entonces, el conductor mece a éstos sobre el mar, peligrosamente, y les provoca mareos). Aunque se lleva bien con Lectro y con su otra amiga, el águila, que aparece hacia el final de la narración, parece que el conductor de la grúa está perfectamente bien donde está.

No hay una explicación sobre por qué el conductor se obsesiona con la grúa y ya nunca se separa de ella. Cabría esperar que el libro nos lo dijera tarde o temprano, ya que eso es lo que sucedería en una narración tradicional de hechos concatenados unos con otros, pero La grúa no es ese tipo de historia. Aidan Chambers dice que se trata de la narrativa del sueño, porque los acontecimientos no están ligados unos con otros.

Aunque Chambers tiene razón en que se trata de una narrativa del sueño, porque cada imagen tiene un significado lógico y no posee una conexión con otras imágenes (al menos no una conexión propiamente “narrativa”), lo cierto es que todas esas imágenes están conectadas gracias al protagonista. El conductor, en su grúa, es testigo de la historia y, en última instancia, nos la cuenta (incluso muchos dibujos, hechos también por el autor del texto, Reiner Zimnik, tienen la perspectiva del conductor de la grúa).

«La grúa», Reiner Zimnik (texto e ilustraciones)

En La grúa existe cierto desapego a los acontecimientos históricos que suelen marcar la historia humana, como la guerra. Por ejemplo, Lectro dice, cuando se convierte en soldado: “Llevo un uniforme. Es de pura fibra sintética, pero ¿qué le vamos a hacer? No hay nada que hacer” (Zimnik, p. 59). Cuando Lectro y otros de sus compañeros mueren a causa de un bombardeo, el conductor de la grúa, a través del narrador, se lamenta diciendo que muchos de ellos habían dejado una bicicleta, un jardín o su club de natación, y quisieran seguir viviendo. Pero la guerra continúa, la ciudad es destruida y la gente la abandona. Luego, llega la invasión del mar; la vida sigue para el conductor. 

El conductor puede comer caramelos de eucalipto (sus favoritos), hornear panecillos redondos y obtener sal y pescado del mar. No le hace falta nada más, se adapta rápidamente al cambio, incluso deja de ser una grúa para convertirse en faro. Constantemente, el narrador (focalizado en el protagonista) repite “Él era el hombre de la grúa”, como recordando la fortaleza y la resiliencia del conductor. De hecho, contrario a lo que Aidan Chambers aconseja, yo me quedaría con esta interpretación, al menos de momento: siempre podemos adaptarnos y sacar lo positivo de las adversidades, incluso después de una guerra, incluso cuando nuestro entorno se vuelve desconocido.

He de decirles que llegué a esta conclusión muchos días después de haber terminado el libro. Creo que esa es una de las razones por las que Aidan Chambers habla de que La grúa tiene la magia de los cuentos de hadas. En muchas ocasiones les he contado que estoy convencida de que seguimos leyendo cuentos de hadas, estoy obsesionada con ellos y con el efecto que tienen en la sensibilidad de los lectores. La grúa cumple con muchas características de este tipo de narraciones, por ejemplo, tiene un lenguaje claro y directo, aunque no por eso es un cuento simple. Muchas de las imágenes oníricas del libro son sumamente simbólicas, por ejemplo, el león plateado de Lectro. No hay una explicación sobre por qué aparece y qué función tiene en la narrativa: simplemente es un león con la piel de plata que se pasea por la ciudad. 

En los cuentos de hadas a menudo nos encontramos con episodios que no tienen una explicación clara y, si los quitáramos, probablemente seguiríamos entendiendo el cuento. Pero su función, como he dicho, no es “narrativa”, sino simbólica. Las escenas oníricas no apelan a las conexiones cerebrales que hacemos cuando leemos, sino a los sentimientos del lector. En este caso, voy a aventurarme a decir que el león plateado es un símbolo de seguridad, una fantasía de esas que alguien más nos cuenta y que nosotros repetimos en nuestra mente para darnos valor. El león plateado llegó, eso significa que todo estará bien.

Tristemente, no hay muchas ediciones de La grúa, lo cual significa que es un libro prácticamente inconseguible. Originalmente fue publicado en 1956 y se tradujo al español en la década de los 80. La edición más reciente que pude encontrar es de Kalandraka, del 2009 (aunque yo leí una de Espasa-Calpe de 1990). Estoy de acuerdo con Aidan Chambers sobre las razones por las que este libro no se reedita demasiado: para ciertos padres, profesores o mediadores de lectura, La grúa puede parecer un libro excesivamente oscuro y hasta engañoso. 

Aun así, creo firmemente que vale la pena publicar libros como La grúa, especialmente porque apelan a un tipo de sensibilidad humana muy antigua, el tipo de sensibilidad que tenían los primeros humanos con un lenguaje articulado que se sentaban alrededor de una fogata y escuchaban o contaban historias. En ese entonces (y aun ahora, cuando leemos cuentos de hadas o La grúa) accedíamos a los sentimientos y al simbolismo de la narración de forma directa. Esto es importante porque los libros nos sirven como faro o como espejo de nosotros mismos, lo cual sucede gracias a los sentimientos invocados y transmitidos del autor al lector. No es que la literatura nos salve (no creo mucho en eso), pero sí nos pone en contacto con una parte esencial de nosotros mismos que, muy a menudo, se encuentra en el fondo del sótano de nuestra casa interior. 

Para preguntar en la librería:

La grúa

Reiner Zimnik (texto e ilustraciones)

México, Espasa Calpe-Conaculta, 1990

1 Comment

  1. Me imagino que fue muy diferente a lo acostumbrado. Me gustó el mensaje esperanzador con el que te quedas, el sacar lo positivo de las adversidades. ¡Muy buena entrada!

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