Pinocho es un clásico. Eso significa (entre muchas otras cosas) que es un libro del que se habla mucho sin necesariamente haberlo leído.

Para los italianos, Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi ha existido siempre, y los niños lo leen antes del Abecedario, según Italo Calvino. En ese mismo ensayo,[1] Calvino comenta lo extraño que es que se cumplan cien años de la publicación de este libro, pues ¿podemos imaginarnos un Pinocho de cien años? No lo creo, porque Pinocho no envejece: después de los casi 140 años y las miles de ediciones de esta novela (en italiano y en otros idiomas), el títere de madera se renueva cada vez, y cada vez tenemos una lectura distinta.

En Por qué leer los clásicos, Calvino dice que los clásicos son libros acerca de los cuales la gente suele comentar que los está releyendo, no leyendo por primera vez.En honor a esa observación, esta entrada trata sobre mi relectura de Pinocho. Hace varios años leí Las aventuras de Pinocho por primera vez, en una edición de la Secretaría de Cultura. En ese primer encuentro, el títere me cayó mal. Recuerdo haber pensado lo molesto que era que las cosas nunca le salieran bien, que se regocijara en su papel de víctima y que molestara y se aprovechara tanto de Geppetto. Pero hace unos meses, en la relectura, sentí compasión por él; en buena medida, tal vez las ilustraciones de Gabriel Pacheco, que acompañan la edición de Nostra, me ayudaron a sentir esa compasión.

Pienso que las ilustraciones de obras clásicas revitalizan una característica inherente de este tipo de libros: la posibilidad de leerlos desde otra perspectiva. En este caso, Gabriel Pacheco dibuja a Pinocho con mucho movimiento en las extremidades; tiene que hacerlo así porque, desde luego, se trata de un títere, pero esto también alude al desgarbo, a la despreocupación y a la excesiva libertad del muñeco. Por ejemplo, cuando Pinocho sufre un accidente o cuando corre o salta de alegría, sus piernas y brazos parecen elevarse, flotar en el aire, lo que le da una sensación vivaz (aunque la energía que impulsa sus deseos lo mete en problemas).

Ilustración de Pinocho por Gabriel Pacheco (2016).

En algunas páginas del Pinocho ilustrado por Gabriel Pacheco creo adivinar los pensamientos del títere. Por ejemplo, en una de mis escenas favoritas, cuando el Gato y la Zorra (los “asesinos”) cuelgan a Pinocho de la Encina Grande y lo dejan ahí toda la noche, el rostro del muñeco parece decir “¡Más me valdría haber ido a la escuela!” Justamente, esta ambigüedad en las actitudes de Pinocho, que se debate entre ir a la escuela, ser bueno con su padre y aprender el abecedario, e ir al País de los Juguetes para sólo divertirse y jugar es lo que lo mantiene vivo, a más de cien años de su publicación.

De nuevo, Italo Calvino, en Por qué leer los clásicos (un ensayo que parece ser mi faro en este texto) dice que “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad” (2015, p. 4). Ya sea por Disney, por la cultura popular o porque conocemos (de oídas, justamente) la historia básica de Pinocho (un títere de madera que quiere ser un niño de verdad), creemos que lo conocemos. Pero luego, cuando finalmente leemos el libro, resulta que hay escenas dignas de los mejores cuentos fantásticos, como el primer diálogo entre Pinocho y la Niña de los cabellos turquesa, que sucede cuando el muñeco llega a la casa de la Niña y esta le dice:

– En esta casa no hay nadie. Todos están muertos.

– ¡Al menos ábreme tú! – gritó Pinocho gimoteando y clamando.

– Yo también estoy muerta.

– ¿Muerta? Y, entonces, ¿qué haces en la ventana?

– Espero el ataúd que vendrá por mí.

(Collodi, 2016, p. 76).

 Los tres médicos que atienden a Pinocho: el Cuervo, el Tecolote y el Grillo-parlante o los enterradores, cuatro conejos enormes, negros, que llevan un ataúd a cuestas para enterrar a Pinocho si no se toma su medicina son también personajes fantásticos. Y cómo olvidar al cochero de la carroza que va al País de los Juguetes:

Un hombrecito más ancho que alto, tierno y untuoso como una barra de mantequilla, con carita de manzana, una boquita siempre sonriente y una voz sutil y acariciante, como la de un gato que se acoge al buen corazón del ama de casa.

(Collodi, 2016, p. 164).

Si la descripción del cochero ya es inquietante por sí sola, la ilustración de Gabriel Pacheco la vuelve aún más perturbadora: el fondo oscuro, el coche cargado de niños díscolos y ansiosos por llegar al País de los Juguetes, los burritos resignados que tiran del carro y la duda en el rostro de Pinocho convierten la escena en algo salido de un sueño, pero un sueño ambiguo, pues todavía no sabemos si es una pesadilla o no. Esa es la duda de Pinocho, porque, por un lado, quiere ir al País de los Juguetes, pero también se pregunta qué le dirá el Hada si se va.

Ilustración de Pinocho por Gabriel Pacheco (2016).

Otra de las maravillas que nos ofrece la edición de Nostra es la traducción y prólogo de Felipe Garrido, un escritor que también cuenta con mucha experiencia en la promoción de la lectura. En el prólogo, Garrido insiste en la ambigüedad de Pinocho y dice algo que no hay que pasar por alto cuando se habla de este libro: “Pinocho es una obra moralista y por eso muchos sinceramente la aprecian […] Pinocho está del lado de los padres y los maestros” pero, a la vez, “Pinocho está del lado de los desbocados impulsos de independencia y desobediencia que proyectan a los niños y los jóvenes hacia el futuro. Pinocho está del lado de los niños y los adolescentes y los viejos y los adultos que conservan ese espíritu de disidencia y de lucha” (Garrido, 2016, p. 12). Si queremos ponernos simbólicos, el Pinocho de madera es el que está del lado de los niños, el desobediente, burlón, juguetón y caprichoso, y el Pinocho de carne y hueso es el que está del lado de los adultos, el que se levanta temprano para ayudar a su padre y se esmera en aprender a leer y escribir.

Sin embargo, esta no es una visión maniquea, porque, como escribe Garrido, Pinocho le habla a los adultos que conservan un espíritu rebelde; es decir, las personas no siempre somos seres racionales, completamente de carne y hueso, sino que a veces coqueteamos con la idea de ser “de madera”, de estar incompletos y de ser un poquito irresponsables. Me pregunto si el buen muchacho en que se convierte Pinocho al final del libro no cae en el vicio de tener una cabeza de madera de vez en cuando.

Si es cierto lo que anota Calvino en Por qué leer los clásicos, seguramente Las aventuras de Pinocho seguirá sacudiéndose de encima las críticas literarias que pretenden interpretarlo, y vaya que serán muchas, porque, no importa cuánto tiempo pase, estoy segura de que seguiremos leyendo este libro desde diferentes perspectivas. Y así, Las aventuras de Pinocho será no sólo un clásico de la literatura general, sino también un clásico personal de los lectores.

Para preguntar en la librería:

Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi (texto), Felipe Garrido (traducción y prólogo) & Gabriel Pacheco (ilustraciones)

México, Nostra, 2016.

Y para el lector curioso:

Calvino, I. (2015). Por qué leer los clásicos. Madrid: Siruela.


[1] Pinocho o las andanzas de un títere de madera (1982), El correo de la Unesco, (6), pp. 11-14.