Leer por segunda vez La Gran Gilly Hopkins fue para mí como regresar a casa y abrir puertas, ventanas y cajones todavía desconocidos.

Mi edición de La gran Gilly Hopkins

Mi edición de La gran Gilly Hopkins es del 2003. Me parece extraño haber leído ese libro en aquel año, cuando yo tenía diez, así que calculo que lo leí más o menos a la misma edad de Gilly, trece años. Ahora, a mis veinticinco, volví a leer la novela, y creo que me gustó más que la primera vez.

Pocas veces releo un libro, pero esta vez decidí hacerlo por varias razones; la principal, sin embargo, es el reencuentro (literario) que tuve con la autora, Katherine Paterson. Eso sucedió, en parte, gracias a Maria Nikolajeva y su libro Retórica del personaje en la literatura para niños (un libro esencial para especialistas en la LIJ). Allí, Nikolajeva habla de varios clásicos de la LIJ dando por sentado que el lector los conoce. Así, a veces simplemente hablaba de Lyddie o de Amé a Jacob, y cuando yo buscaba esas novelas en internet, me sorprendía al ver que eran de Katherine Paterson porque son tramas muy distintas a la de La gran Gilly Hopkins.

Pero lo que más me sorprendió de la lectura de Nikolajeva fue que argumentara que en Gilly Hopkins había cierta forma de monólogo interior, una técnica narrativa que yo aprendí hasta la universidad, cuando conocí y estudié (de la mano de mis maestros, por supuesto) a autores considerados grandes exponentes de esa herramienta, como William Faulkner o Virginia Woolf. El monólogo interior es, además, una técnica considerada difícil, que exige un lector con cierta práctica. Yo no recordaba que Gilly Hopkins hubiera sido una lectura particularmente difícil para mí, aunque claro, más de diez años después, tampoco podía recordar si, en efecto, había monólogo interior, especialmente porque a los trece años yo no sabía qué era aquello. Así que decidí releerlo, ahora con un poquito más de práctica y consciencia lectora.

No recordaba casi nada, excepto el principio y el final de la novela, pero de forma muy aislada, casi entre sueños. Lo que sí recuerdo con viveza es que, a mis doce o trece años, la rebeldía y la audacia de Gilly Hopkins me intimidaban: yo nunca me he considerado rebelde ni audaz, pero en esta ocasión pude desprenderme un poco de la subjetividad de la chica y leer La Gran Gilly Hopkins desde una perspectiva más adulta.

Entonces, como preguntaríamos en una charla con amigos: ¿de qué trata esta novela? La Gran Gilly Hopkins tiene un narrador focalizado en Gilly, una chica de trece años y cabello rebelde que ha pasado gran parte de su vida en muchas casas de acogida, hasta que es adoptada por Maime Trotter. En esa casa, Gilly empieza a sentir cariño por “la Trotter”, como ella la llama, por William Ernest, otro chico adoptado, y por el señor Randolph, su vecino invidente. Sin embargo, Gilly todavía guarda la esperanza de ser rescatada por su madre biológica, a quien escribe para que vaya a verla y se la lleve “de esa casa de locos”.

Esta narración focalizada en Gilly está combinada con los pensamientos de la chica (es decir, el monólogo interior), que van desde un rápido “Cállate, Trotter” hasta algo más elaborado, como

Si fuera a quedarme, yo haría un hombre de tu pequeño alfeñique. Pero no puedo; podría volverme blanda e idiota yo también, como me sucedió en casa de los Dixon. Dejé que aquella mujer me engañara con todos sus mimos y palabras tiernas mientras me mecía en sus brazos. La llamaba mamá y me subía a su regazo cuando tenía que llorar. ¡Dios! Ella decía que yo era su propia niña, pero cuando se mudaron a Florida me pusieron en la calle con el resto de trastos que dejaron atrás […]

[Gilly] sintió un codazo en las costillas.

Gilly volvió bruscamente a la realidad. ¿Qué diablos?

Es como si el narrador le cediera la voz a los pensamientos de Gilly, que generalmente hablan de los sentimientos de la chica acerca de vivir en casas de acogida. Y es que esos sentimientos son extremadamente profundos, ricos y complejos como para ser tamizados a través de la voz del narrador.

No es mi intención hacer que esta entrada sea una clase de monólogo interior; de hecho, Maria Nikolajeva tiene una taxonomía muy completa de éste. Simplemente quería hablar sobre las cosas que me ha enseñado la literatura infantil con el paso de los años; en este caso, creo que tuve la suerte de leer un mismo libro desde dos identidades diferentes. La primera, la de mi yo de trece años, definitivamente estaba de parte de Gilly y quería que la chica escapara de casa de Trotter y cruzara todo Estados Unidos en un autobús, sola, en busca de su madre biológica. Pero ahora, muchos años después, mi yo adulto, con más experiencia lectora, ya no le cree tanto a Gilly, pues a pesar de que ella diga que los miembros de su nueva familia son todos unos “fanáticos religiosos”… ¿realmente lo son? La postal que Gilly recibe de su madre ¿realmente está escrita con genuino amor y añoranza o, más bien, la chica está idealizando a su madre?

Leer La gran Gilly Hopkins por segunda vez, a los veinticinco años y con otros libros leídos acumulados en mi cabeza me permitió descubrir dos cosas, cosas que de algún modo ya sabía, pero que se enriquecen con los pensamientos que sólo la experiencia de primera mano puede brindar: esta manipulación que la novela le hace al lector permite que nos alejemos o acerquemos a la subjetividad de Gilly, y con base en eso podemos construir nuestra propia, muy personal, experiencia e interpretación lectora. La segunda cosa que aprendí y que reafirmé es que los mejores libros infantiles son los que crecen con sus lectores.