Llega un momento, en cierta época del año, en donde una limpieza profunda se hace necesaria. Mi estudio ya lo pedía a gritos, así que en un fin de semana me armé de valor.
Había mandado a pedir dos cajas de plástico con cierre hermético para guardar ahí mis libretas viejas. Me partía el alma pensar en guardarlas, pero si no lo hacía, los libros seguirían en el piso del estudio, apilados de mejor o peor forma en los dos libreros, en torres cada vez más altas sobre mi escritorio o desperdigados en mi sillón de leer. Mi objetivo era guardar las libretas en cajas para acomodar algunos libros que ya leí o que no pienso leer a corto plazo en los entrepaños del clóset del estudio, donde antes estaban las libretas, algunos documentos y cachivaches de lo más variopinto.
Así que fui limpiando cada libreta con mis utilísimos trapitos de microfibra, primero una y luego otra y otra y otra, hasta llenar una de las cajas. ¿Es posible que haya escrito tanto de la universidad para acá? Nunca lo había dimensionado, quizá porque, por mucho tiempo, no lo consideré bueno y, entonces, “no contaba”.
Cuando limpio o saco cosas del baúl de los recuerdos trato de no recrearme demasiado en esas memorias. No soy nostálgica y no llevo diarios para leerlos después, pero, claro, eché alguna mirada. Recordé casi exactamente cómo me sentía y qué pensaba sobre la literatura y el arte cuando estudiaba la carrera (hace más de diez años). Hay textos que reflejan la extrema importancia que le daba a la experimentación; pensaba que cualquier cosa que escribiera tenía que ser novedosa, con temas extravagantes, con referencias a otras obras, entrelazando texto e imagen…
No es que ahora crea que la experimentación no es importante. Lo que quiero decir es que mi acercamiento ha cambiado. Antes pensaba que era necesario experimentar porque era lo que los demás esperaban (¿quiénes eran los demás? No lo sé con exactitud, tal vez los editores, los lectores, mis profesores…), pero ahora soy más libre. Si tengo ganas de experimentar lo hago sólo por el placer de hacerlo, por el gusto de plantearme un reto y cumplirlo.
Luego, en mis años de universidad, a veces se me ocurría alguna imagen o tenía un atisbo de inspiración e inmediatamente pensaba “Esto lo escribo, ¿pero de qué tema quiero hablar realmente?” Las clases de la universidad me habían hecho creer que detrás de una historia tenía que haber un tema mucho más importante, más serio o más relevante para la realidad del país que la historia que se contara. Luego me gradué y descubrí que esa era una forma de leer, pero no de escribir.
(Por eso, lo mejor que le pasó a mi estilo y a mis textos fue salir de la universidad y deshacerme de todas aquellas creencias).
También encontré algunos ensayos muy áridos sobre los libros que leía. Parecían trabajos escolares. En ese entonces no sabía cómo ser creativa al hacer ensayos, me daba miedo que nadie me entendiera, perderme en ensoñaciones sin llegar al punto o terminar hablando de cosas que no tenían nada que ver unas con otras. Un día, en aquellos años, escribí un ensayo llamado “Dos cabalgaduras” que me gustó bastante. Era mucho más lírico que lo que había escrito hasta ese momento. Aún hoy me sigo preguntando de dónde saqué la inspiración y las ideas.
Como he dicho, ahora me gusta divertirme y ser libre. Me gusta sentirme como cuando era pequeña y entraba en un estado frenético de perseguir las palabras como si se fueran a evaporar en el aire si no las escribía. Todavía me gusta experimentar, pero más con géneros y registros que con temas. Siento que he pulido lo que es importante para mí en la escritura (el humor, cierta clase de ternura y un acercamiento especial a la experimentación); todo eso siempre me ha acompañado, quizás desde que era pequeña y tomé un lápiz y una hoja blanca de papel por primera vez. Así que, aunque he sido leal a mí misma, también he sabido mejorar y cambiar muchos vicios que tenía a la hora de escribir.
No quiero sonar a Marie Kondo y su técnica de agradecerle a lo que ya no te sirve y piensas desechar, pero sí creo que reacomodar los libros en mis libreros me reacomodó la mente. Verán: puse libros que ya leí o que no voy a extrañar dentro del clóset, en doble fila, no tan a la mano. Y los libros que me encantan, sin los cuales no puedo vivir o por lo menos, los libros que tengo que estar viendo cada que entro a mi estudio, están en los libreros. De éstos, algunos siguen reflejando mis viejos intereses universitarios (como una muy barata edición de Azul de Rubén Darío que compré cuando sentí la nostalgia del hogar) y otros, la mayoría, reflejan lo que soy ahora. Quizá podría decir, como Borges en su poema “Mis libros”:
Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
de sienes grises y de grises ojos
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
pienso que las palabras esenciales
que me expresan están en esas hojas
que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
me dirán para siempre.
Pero los libros que se quedaron en el fondo del armario, así como las libretas viejas, también son parte de mí, también me dicen. Soy la que fui: la que leyó esos libros y escribió esos textos tan inmaduros. Lo sigo siendo, pero (espero) de otra forma, más madura, más yo.
marzo 24, 2024 a las 3:16 am
Todos seguimos avanzando y mejorando cada día. A veces toma un poco de perspectiva para darse cuenta lo similar y diferente que somos con nuestro pasado yo.
marzo 24, 2024 a las 7:34 am
Precioso, Katy