Mi tesis consistió en la lectura por placer. En ese entonces, para mí era una obviedad la razón por la que se debía fomentar la lectura, especialmente entre los niños: porque leer es algo placentero. No recuerdo a detalle (ni quiero recordar) cómo definí lectura por placer en ese entonces, creo que la oponía a la lectura eferente o utilitaria de Louise Rosenblatt. Con todo este contexto, comprenderán que fue para mí un shock encontrarme, ahora durante la maestría, con la pregunta ¿debemos dejar de hablar de “placer” en el fomento a la lectura?

Pero empecemos por el principio: ¿qué es el placer de leer? Para Barthes, el placer está en la ruptura del lenguaje con la tradición o más bien, en la tensión de esa ruptura. Está en el juego entre autor y lector, en donde el primero deja marcas que el lector tendrá que notar para leer el libro de la manera que éste quiera.

Creo que esa es la definición más académica que puedo dar, al menos por el momento, y también la más aterrizada, porque muy a menudo el placer de leer se relaciona con cuestiones casi místicas y metafísicas, como que “leer te transforma”, “leer te hace mejor”, “leer es como viajar”, “con los libros nunca estarás solo” y demás copys publicitarios bastante cursis.

Todo eso está muy bien para campañas publicitarias, pero cuando hablamos de lectura en contextos concretos, como la escuela, la biblioteca o las salas de lectura, es necesario preguntarse si el placer puede impedir que nos iniciemos en la lectura o si es éste un concepto sólo para lectores experimentados.

Imaginemos un joven que se encuentra bombardeado constantemente por los ya sin duda consabidos placeres y ventajas de la lectura que, además, le han recetado como cantilena en la escuela, así como se recitan las ventajas de hacer ejercicio y comer frutas y verduras. Ahora pensemos que, finalmente, se acerca a un libro y no consigue encontrar ese placer que medio mundo dice que está allí. ¿No es natural que se sienta frustrado, incluso excluido?

Eso, en el mejor de los casos, pues he notado cierta tendencia hacia el desinterés por el arte y la literatura. Esto no es noticia para nadie, pero en el mundo de las redes sociales, donde todo es inmediatez, brevedad, consumo y patetismo, ¿qué lugar tiene la reflexión pausada de la literatura? Regreso a Barthes, que dice “para leer a los autores de hoy es necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos” (Barthes, 2011, p. 20), sin embargo, ¿se puede ser ese tipo de lector hoy?

La mayoría de las veces, la literatura no proporciona lo que las redes sociales nos dan. Hay literatura del silencio, de la pausa, de la reflexión. Pienso en Elvis Karlsson o en un álbum ilustrado como Kintsugi de Issa Watanabe, donde el muy perseguido significado se demora en hacerse notar, donde los silencios son tan amplios como sonoros, porque también le dicen algo al lector. ¿Qué pasa con esos textos y el lector inexperto? ¿Es acaso el placer una sustancia mística reservada sólo para unos cuantos afortunados que logren descifrar el código bajo el cual se refugia del mundo material?

Estoy hablando del placer como se habla popularmente de la felicidad: como algo que está en alguna parte (quién sabe dónde) y necesita ser encontrado (¿por qué?). Pero Jorge Larrosa habla del placer como algo que puede ser cultivado, aprendido (igual que muchos filósofos y psicólogos conciben la felicidad). En ese camino hacia el perfeccionamiento del placer no existe la división entre obligación y goce, entre lo difícil y lo fácil, porque el lector no está ante un camino plano. En el aprendizaje del placer también hay dificultad, con la diferencia de que se trata de una dificultad placentera.

Yo misma la he experimentado, precisamente con El placer del texto, que acabo de citar. Me he topado con muchos libros así en mi vida, en los cuales transito suavemente, pero no por mucho tiempo, porque ya delante de mí se encuentra un escollo que no sé muy bien cómo sortear. No obstante, a veces me sorprendo subrayando frases que no sé si comprendo en su totalidad, pero subrayo porque son hermosas o porque no sé, en realidad, qué hacer con ellas. ¿Sufro con estas lecturas? Sin dudarlo. ¿Obtengo también algún tipo de placer? Sí, quizá el placer de pensar con un poco más de detenimiento, más del que normalmente utilizo.

Regresando a Jorge Larrosa, el académico dice que el lugar en donde se aprende el placer es (para sorpresa de nadie) la escuela, y da una definición tan bella de escuela que se siente utópica, sobre todo en el contexto mexicano y, me atrevería a decir, latinoamericano:

La escuela no es el lugar de la transmisión de los saberes que preparan a los niños y a los jóvenes para sus actividades futuras de adultos. La escuela propone actividades gobernadas por una lógica heterogénea a la del orden productivo. La escuela es el espacio y el tiempo situado fuera de las necesidades del trabajo, el lugar donde se aprende por aprender.

Larrosa, 2022, pp. 5-6.

Ahora, ustedes díganme si esa es la escuela pública que tenemos en México. Evidentemente, en nuestra cultura todavía prima el modelo vertical de enseñanza-aprendizaje, donde los maestros son los depositarios de todo el conocimiento y los alumnos son ese receptáculo vacío a la espera de ser llenado, en serie (es decir, rápido y de la misma manera) por el maestro.

Ilustración de Matilda (Blake, s.f.)

¿Es en este ambiente donde se puede cultivar el aprendizaje del placer? ¿O deberíamos cambiar el sustrato antes de cualquier intento de cultivo? En esta verticalidad todavía se opone la lectura utilitaria (la lectura “para algo”) con la lectura por placer. O, peor aún, el placer ni siquiera se encuentra a la vista (no digamos ya el placer de la dificultad). Los niños y jóvenes, según algunos testimonios que he escuchado, están cada vez menos dispuestos a pensar por sí mismos, y la pedagogía de la verticalidad, de acuerdo con Paulo Freire (aunque él no la llama así), contribuye a que los estudiantes se queden en donde están, es decir, sin poder salir adelante por sí mismos.

Si bien hay muchas iniciativas muy valiosas para promover la lectura, creo firmemente que ése es el trabajo principal de la escuela. Después de haber pasado por la especialización en Promoción de la Lectura, me quedé un poco harta de ella. Comienzo a pensar, con Daniel Goldin, que, en esta empresa, deberíamos dejar de lado la faramalla, la excesiva teatralidad y los shows que poco o nada tienen que ver con la lectura y acercarnos a un fomento lector más seductor. Regresaré a Roland Barthes una vez más para decir, junto con él, que en el placer (el de la lectura y el general) uno no se apresura. El aprendizaje del placer por la lectura se toma su tiempo, primero, para aprender qué es la lectura, cómo nos sentimos cuando leemos, qué hacemos cuando leemos, qué pasa por nuestra mente y cuerpo durante el proceso. Sólo entonces se puede comenzar a hablar de construir el placer, mientras uno va acumulando lecturas. Sin embargo, esta lógica es incompatible con el sistema capitalista y de redes sociales. ¿Tiene algún sentido luchar contra él? O más bien ¿podemos aprender a cultivar el placer de leer a pesar de ese sistema?

Barthes, R. (2011). El placer del texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France. Siglo XXI.

Goldin, D. (2023). Los días y los libros. Océano.

Larrosa, J. (2022). El aprendizaje de los placeres. En E. M. Ramírez Leyva (Coord.), Los poderes de la lectura por placer (pp. 3-12). Universidad Nacional Autónoma de México.