Bajo la nieve

Charles Dickens es, probablemente, uno de los escritores que más quiero y admiro. Uno de esos autores cuya obra podría leer completa, libro tas libro, sin parar.

Hay una cita en Grandes esperanzas que ha resonado en mí desde que leí la novela, y ahora que leí Canción sobre un niño perdido en la nieve resonó todavía más:

Los que estáis leyendo esto meditad por un instante sobre la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que nunca os habría sujetado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable.

(Dickens, 2013, p. 106).

En las novelas de Charles Dickens yo veo con claridad esos eslabones en la vida de los personajes, esos acontecimientos que los hacen ser como son (malvados, prepotentes, agrios, ansiosos o crédulos), y tuve la misma sensación cuando leí Canción sobre un niño perdido en la nieve.

Relaciono esta obra de Antonio Malpica con Charles Dickens porque es una obra derivada de Canción de Navidad. Creo que todos hemos oído hablar de esa historia, pero si no, recordemos al malhumorado señor Scrooge, un anciano tacaño y rico que es visitado por el espíritu del pasado, el presente y el futuro la noche del 24 de diciembre. Esos espíritus le muestran a Scrooge cómo será su vida si no cambia su forma de ser. Finalmente, como es esperable en una novela de Dickens, el protagonista aprende su lección y cambia.

Canción sobre un niño… empieza quince años después de ese acontecimiento en Canción de Navidad, con un señor Scrooge cambiado, generoso al punto de la abnegación, despojado de todas sus pertenencias. El señor Scrooge pasa la Navidad en casa de los Cratchit, la misma en donde celebró hace años, aunque fuera en las páginas de otro libro. Los Cratchit están preocupados por su hijo menor, Billy, que desde hace mucho no ha pasado Navidad con ellos.

Billy Cratchit es un auxiliar contable muy pobre que vive resentido por el dinero y el éxito de los demás, especialmente por su jefe, el acaudalado señor Macy. Entonces, el señor Scrooge, convertido él mismo en el espíritu de la Navidad, decide darle algunas lecciones morales a Billy a través de su pasado, su presente y su futuro.

Si la lección del señor Scrooge fue dejar de ser tacaño y abrirle su corazón a los demás, la de Billy será encontrarse a sí mismo y valorar las cosas importantes de la vida, además de mirar lo que le sucede desde otra perspectiva. Como dice Dickens en la cita de Grandes esperanzas que puse al principio, las cadenas que nos sujetan son de espinas o de flores, dependiendo de cómo vivamos o resignifiquemos lo que nos pasa.

Billy Cratchit ha elaborado una cadena de espinas que lo sujeta a una vida amarga llena de odio y resentimiento, pero esta cadena florecerá gracias a la observación de su propia vida, a esos momentos específicos que fueron forjando su carácter. Y es que Billy, como dice el título de la novela, es un niño perdido en la nieve. No siempre fue una persona amargada; cuando era niño solía ser inocente, soñador y romántico. Fue la vida la que le lanzaba duras bolas de nieve hasta que lo sepultó por completo. Hasta ahora. Hasta este 24 de diciembre de 1858.

Volver a encontrarse a uno mismo y retomar el camino que trazamos en la infancia y sepultamos en la nieve cuando crecimos es algo con lo que me he topado constantemente en mi vida. ¿Cómo sería yo si viviera en otra ciudad o si hubiera nacido en otro país? ¿Cuál fue el primer eslabón de la cadena que se formó para sujetarme al amor que tengo por los libros? Creo que basta cambiar un solo momento de un segundo para tener una vida totalmente distinta. Billy Cratchit se enfrenta a algo parecido a esto cuando el señor Scrooge lo lleva a un futuro donde Billy pudo comprar el reloj cucú pero, a cambio, su padre y su hermano han fallecido.

Con Canción sobre un niño perdido en la nieve también cabe preguntarse si es posible desenterrar nuestros viejos sueños e ilusiones y volver a ser tan sensible y creativo como alguna vez lo fuimos. Claro, para ello, antes hay que dar paso a la añoranza y la nostalgia, y Billy tiene amuletos que lo transportan al pasado con ayuda del señor Scrooge. Por ejemplo, el misterioso sobre que contendría la carta más hermosa del mundo.

Casi estaba olvidando hablarles del muy agradable estilo autorreferencial del narrador. Este se siente como un tío muy mayor que está contándonos la historia de Billy Cratchit y su epifanía como un cuento mágico delante del pino de Navidad, a la luz de la chimenea y al calor de un chocolate espumoso. Creo que este narrador les ayudará mucho a los lectores que no conozcan Canción de Navidad, ya que se toma la delicadeza de explicar qué ha pasado con Ebenezer Scrooge y con los Cratchit desde aquella Navidad en que el tío Eb fue visitado por los espíritus del pasado, el presente y el futuro. De hecho, ahora que lo pienso, este narrador me recordó bastante al de Peter Pan: ambos tienen un estilo cálido, amigable y familiar que suele encantar a los lectores.

Ilustración de «Canción sobre un niño perdido en la nieve» por Sara Quijano

Canción sobre un niño perdido en la nieve está ilustrado por Sara Quijano, quien utiliza un estilo casi cinematográfico para jugar con la temporalidad de la historia. Es decir, en una misma ilustración vemos al señor Scrooge llegar a su casa, fallecer en el suelo, volver en forma de fantasma (o, más bien, en forma de espíritu de la Navidad) y, así, asomarse a su ventana para gritar “¡Feliz Navidad!” Me gusta especialmente este estilo en las ilustraciones porque muestra, a su manera, cómo se juega con el pasado, el presente y el futuro en la narración. Si en Canción de Navidad esto está bien estructurado (en parte, gracias a la brevedad), en Canción sobre un niño… la temporalidad explota en una espiral al estilo de la fisión nuclear, como diría Aidan Chambers. En la novela de Antonio Malpica, los amuletos de Billy hacen estallar su memoria, el tiempo y el espacio hacia otras realidades probables. En las ilustraciones de Sara Quijano, la explosión nuclear se queda suspendida ante nuestros ojos y, en un mismo dibujo, vemos el pasado, el presente y el futuro.

No sé qué tienen las historias ambientadas en Navidad, como Canción de Navidad, Canción sobre un niño perdido en la nieve o “El Cascanueces y el rey de los ratones”, pero siempre se sienten mágicas. No es el tipo de magia de un mundo fantástico que, de pronto, se aparece en nuestra ordinaria y aburrida vida, tampoco es el tipo de magia que viene con fuegos artificiales o la magia que te pone a temblar en la oscuridad. Es magia que vive en una cabaña dentro del bosque, una cabaña negra con una única ventana iluminada y la chimenea echando humo. Magia arrebujada en una manta de tartán escocés o escondida entre las páginas de un libro rojo de pasta dura.

Probablemente se trate de magia que se hace bolita y se acurruca en el pecho de los lectores (la misma que sentí cuando leí Elvis Karlsson) y que, un día, sale de nuestra boca convertida en vaho, en una noche decembrina llena de copos de nieve.

Para preguntar en la librería:

Canción sobre un niño perdido en la nieve

Antonio Malpica (texto) & Sara Quijano (ilustraciones)

México, El Naranjo, 2020

Encuéntralo en Bookmate: https://es.bookmate.com/books/tPvTanQV

Y para el lector curioso:

Dickens, C. (2013). Grandes esperanzas. México: Debolsillo.

Dickens, C. (2014). Canción de Navidad. Cuentos de Navidad. México: Debolsillo.

Al norte del futuro, en un invierno perpetuo, hay un jardín…

En este blog he hablado bastante sobre literatura para niños y jóvenes, pero aún no he dicho por qué vale la pena hablar de ella. Y más todavía: por qué deberíamos leerla (o leérsela a los niños), cuestionarla, explorarla, contemplarla, ponerla de cabeza, al fin.

A veces pienso que la literatura para niños se siente diferente a la literatura “general”. Me refiero a que tengo sentimientos diferentes cuando veo mi librero de literatura general y cuando veo el de LIJ; este último, por cierto, me parece más bonito, más colorido y más emocionante. No es que desprecie la literatura general, pero con la LIJ yo siento una pasión especial que, supongo, se deriva de las cosas que he aprendido de ella.

Con la literatura infantil me siento retada constantemente. Es cierto que no leemos el mismo libro dos veces, sobre todo cuando de niños leemos un libro y volvemos a él ya de adultos. Es el mismo libro pero es otro a la vez. Esa fue la experiencia que tuve con Gilly Hopkins: leí la novela cuando era pequeña, creyendo que era solamente la historia de una adolescente intrépida y deseosa de tener una familia; en ese entonces yo, sin duda, estaba del lado de Gilly. Sin embargo, me reencontré con esta chica más de diez años después, atónita por la presencia de monólogo interior en una novela juvenil, pero también ya con más experiencia lectora, lo que me permitió alejarme de la subjetividad de Gilly y leer el libro con otra perspectiva. Disfruté La gran Gilly Hopkins en esas dos ocasiones porque un buen libro para niños y jóvenes es un libro que crece con su lector.

No suelo releer libros muy a menudo, pero la repetición en los libros para niños es muy importante; por ejemplo, en los cuentos de hadas los hechos suceden tres veces: el protagonista obtiene tres objetos mágicos que lo ayudan a superar tres pruebas. Sin embargo, la repetición es más relevante en las nanas o canciones de cuna.

De pequeña, mi mamá me cantaba “Los cinco alpinos”, una canción infantil que habla (qué novedad) de un amor imposible entre una princesa y un alpino que venía de la guerra. Cada estrofa de la canción se repite dos veces. Hacia el final, el alpino pide la mano de la princesa, pero el rey lo manda a fusilar, la princesa muere de pena y el rey “se fue a morir a China”, según la canción.

Recuerdo con especial vividez lo que sentía cuando mi mamá estaba a punto de cantar la parte en la que todos morían. Sentía una especie de adrenalina, la que es propia del momento anterior a hacer una travesura. Pensaba “Aquí viene, aquí viene… ¡Sí! ¡Todos murieron!” No sentía pena por los personajes porque la canción continuaba así: “Años después, los tres resucitaron”, una estrofa que también se repetía dos veces. Y es que los buenos libros para niños, como las nanas, brindan seguridad y nos dicen que, no importa lo que pase, al final todo estará bien. Aprendí a disfrutar esto más tarde, con los libros de Roald Dahl, cuando la vida se ponía más divertida después de una aparente tragedia o de un suceso traumático para el protagonista.

Si bien cuando era más chica disfrutaba especialmente los libros de mucha acción y aventuras, ya de mayor comencé a leer libros para niños en los que aparentemente “no pasa nada”, como Elvis Karlsson de Maria Gripe. En el primer tomo de esta serie, Elvis tiene un Secreto; no sabe qué es ni como es, solamente lo siente. “Era como una luz en la noche. Luce, pero uno no sabe si está cerca o lejos” (Gripe, 2018, p. 42), pero “si se toman unas cuantas semillas y se plantan en los lugares que frecuenta la gente que te gusta, es casi lo mismo que compartir el Secreto, además de la alegría que les das” (Gripe, 2018, p. 44). Los buenos libros para niños nos dicen que, sin importar qué tan ordinario sea el mundo, uno siempre puede cultivar un mundo interior extraordinario. Aunque Elvis es un niño de padres ignorantes y tiene una vida exterior como cualquier otra (incluso su apellido, Karlsson, es el más común en Suecia), grandes pensamientos e inquietudes anidan en su interior, y eso le da seguridad en el absurdo mundo de los adultos.

Ciertos libros que también me hubiera gustado leer de pequeña, porque me da curiosidad saber qué hubiera pensado yo al leerlos, son los álbumes ilustrados, un género exclusivo de la LIJ que empecé a conocer cuando terminé la carrera. Y a diferencia de Elvis Karlsson, una novela que se hizo un ovillo y se quedó anidando dentro de mi pecho, el libro álbum El pato y la muerte me sacudió.

Me sacudió por su minimalismo: todavía recuerdo la expresión del pato cuando se le aparece la muerte, una expresión de perplejidad que se ve reflejada solamente en su ojo. Luego, me sorprendió por la síntesis de una experiencia tan compleja como la muerte, tratada de una forma sublime, poética y filosófica. Por ejemplo, cuando el pato se encuentra en compañía de la muerte contemplando su estanque:

“‘Así que eso es lo que pasará cuando muera’, pensó el pato. ‘El estanque quedará… desierto, sin mí’.

A veces, la muerte podía leer los pensamientos.

― Cuando estés muerto, el estanque también desaparecerá; al menos para ti”

(Erlbruch, 2007, pp. 21-22).

No obstante, lo que más me sacudió fue también lo que, hasta la fecha, me parece una característica fascinante en los libros álbum; en los buenos, quiero decir: la ambigüedad. En este caso, la relación entre el pato y la muerte se puede interpretar, en algunas escenas, como una relación romántica. Tiene cierto sentido, pues la muerte siempre nos ha acompañado, y al pato le parece especialmente simpática. De hecho, lo que plantea El pato y la muerte es una visión novedosa de la muerte como algo que puede ser amado. ¿Es posible amar a la muerte? Sí, como un horizonte, una línea de llegada, como un límite que nos recuerda a la vida que tenemos.

Probablemente yo no habría llegado a tener estos pensamientos sin haber leído El pato y la muerte, pero eso es quizá lo más valioso de los libros álbum: un buen libro para niños nos hace ver el mundo de maneras insospechadas.

¿Por qué he seguido leyendo libros para niños a pesar de que he crecido? Además de todas las razones que he enumerado, que son también enseñanzas de la literatura infantil, intuyo que la LIJ me da algo que no encuentro en otro tipo de literatura. Bueno, decir eso es ser injusta: sí hay libros y autores de literatura “general” que puedo leer y releer, como si volviera a los lugares especiales que he encontrado en la literatura para niños; algunos de esos autores son Ana María Matute, Neil Gaiman y Charles Dickens. Y lo que he notado es que ellos, al igual que muchos otros autores que han trascendido el tiempo, en el fondo escriben cuentos de hadas. Tengo una fuerte intuición que me dice que no hemos dejado de leer cuentos de hadas; incluso, C. S. Lewis le dedica a su ahijada Lucy su libro El león, la bruja y el armario, y le dice que, aunque ella ya sea mayor, “algún día serás lo bastante mayor para volver a leer cuentos de hadas”, porque, en realidad, un buen libro para niños es un libro que puede leer todo el mundo.