Libros que te dejan… qué sé yo

Para (y por) la ternura

Desde hace algunos años, me pasa un fenómeno muy curioso: sé que los libros que elijo y decido leer me gustarán, en mayor o menor medida.

Las editoriales tienen mucho que ver en esto, porque yo sí juzgo un libro por su portada (y por su diseño, sus ilustraciones, si las hay, su traducción, su prólogo, su manufactura e incluso la reputación o fama del sello editorial). Pero también ayuda el hecho de conocer, aunque sea vagamente, autores o clásicos, y es cierto que mi personalidad siempre se inclina por los clásicos, aunque es lo suficientemente aventurera para experimentar con otros géneros y propuestas. Además, cuando leo por placer o para hacer reseñas en este blog, no pierdo el tiempo en leer libros con una técnica pobre: la vida es muy corta.

Por eso, en mi última visita a la librería, tomé una edición de Hojas de hierba, de editorial Austral, que me gustaría y me gustó, a pesar del diseño modesto (pero compensado por ser la primera traducción de la edición original en inglés). Luego, me agaché, miré en los entrepaños que están más cerca del suelo, y encontré un pequeño ejemplar, de 10.5 x 18.5 cm, de editorial Norma, escondido entre otros libros para niños. Era La bolsa amarilla de Lygia Bojunga, que estaba agazapado en el librero, tal como los personajes que viven dentro de la bolsa amarilla. Ni el título ni el nombre de la autora me decían nada, y la ilustración de la portada no me gustó, si bien recuerda a las de los libros infantiles de los 90. Bueno, en general el libro no me pareció particularmente atractivo hasta que le di vuelta y leí la contraportada.

¡¿Cómo era posible que no haya oído hablar de la autora si ganó el Hans Christian Andersen en 1982, y no sólo eso, sino que ese año se lo dieron por primera vez a un autor latinoamericano?! “Este sí o sí me lo llevo”, pensé. “Y me gustará”.

Esto sucedió el mes pasado, durante mis vacaciones de verano. Fui a la librería para buscar nuevas lecturas, ya que había terminado el libro sobre psicópatas que me llevé en la maleta. Últimamente he estado leyendo géneros que no suelo leer con tanta frecuencia, como la poesía y la divulgación, aunque nunca dejo la narrativa y mucho menos, la literatura infantil. Creo que empecé a leer La bolsa amarilla ese mismo día y lo terminé también aquel día. En parte fue gracias a que estaba de vacaciones y en parte fue porque la historia, el lenguaje y la sensibilidad de la autora me maravillaron.

Raquel quiere ser escritora, pero ese es uno de sus secretos. Los otros son ser mayor y volverse hombre. Estos secretos crecen y crecen, por eso hay que encontrarles un buen escondite. No tiene que ser muy sofisticado, como una caja fuerte detrás de un cuadro; de hecho, puede ser más modesto, como la bolsa amarilla que la tía Brunilda desechó por ser muy fea y vieja.

Los secretos de Raquel a duras penas caben dentro de la bolsa, y el espacio se reduce todavía más con los estrafalarios inquilinos: Rey, un gallo que prefirió llamarse Alfonso, la Paraguas, el Gancho de Pañal y, temporalmente, el gallo Terrible.

Ilustración por Pedro Hace

La bolsa amarilla tocó fibras muy sensibles dentro de mí, porque yo, al igual que Raquel, fui una niña que quería ser escritora. Además, las historias de rebeldes, de gente que cree que no “encaja” en la sociedad o dentro de su familia o en su muy reducido círculo de amigos siempre me inspiran. Desde que leí Matilda he estado acompañada de valientes que desafían las normas convencionales y viven su vida exactamente como ellos quieren, con reglas que ellos mismos diseñan (a menudo, inspiradas por la literatura y el arte).

Como dice Raquel: “Un día me puse a pensar qué iba a ser yo más tarde. Resolví que iba a ser escritora. Y empecé a fingir de una vez que ya era” (Bojunga, 2005, p. 8). Entonces, la chica empieza a inventarse amigos con los que se escribe cartas imaginarias. Le envía cartas a Andrés y a Lorelai, a quien le cuenta que su vida era más feliz cuando vivía en el campo y desea fugarse para regresar allí, entonces, ¿por qué no?, se inventa todo el viaje con papel y pluma.

Pero resulta que, para no variar, su familia no la entiende; ellos creen que Andrés y Lorelai son personas reales y que Raquel se quiere escapar de su casa. Por más explicaciones que Raquel les da acerca de cómo funciona la ficción y la literatura, nadie la escucha, y peor aún, se ríen de ella.

No me gusta hablar acerca de cuáles son los “temas” de los libros que leo, porque pienso que los libros (especialmente la narrativa) no dicen, sino son. Sin embargo, en el caso de La bolsa amarilla, si hay que hablar de algún “tema” en especial, ese sería la contraposición entre el mundo adulto y el mundo de los niños y jóvenes. Raquel tiene el deseo de volverse mayor para que la tomen en serio, para que no la pongan a hacer gracias, cantar y bailar enfrente de tíos y primos que ni siquiera le caen bien y para que nadie insista en saber qué guarda en la bolsa amarilla. A un adulto no le exigimos que de la nada baile, cante y se ponga feliz o que nos muestre la intimidad de su bolso. ¿Por qué lo hacemos con los niños?

Muy a menudo, libros como La bolsa amarilla, Matilda, Elvis Karlsson, La grúa o El pato y la muerte me hacen pensar en la ternura. La ternura es un sentimiento primigenio, que conocemos los seres humanos cuando, al nacer, alzamos los bracitos o ponemos ojitos alegres. Es, entonces, el sentimiento provocado por aquello que es nuevo, blando, fácil de doblar, fácil de provocarle el llanto. Alguien tierno tiene la sensibilidad a flor de piel, pero este no es el tipo de sensibilidad en fuga, que rompe todo cuanto se encuentra a su paso y lo tiñe de golpes; es la sensibilidad más contemplativa y suave, que recibe estímulos del exterior, los comprende, los saborea y devuelve algo todavía más bello, si cabe. Esta es la sensibilidad de Raquel, la que tiene y la que transmite al lector. Por consiguiente, es también la de Lygia Bojunga.

Ilustración por Pedro Hace

No es muy fácil que digamos percibir esta sensibilidad. A mí me aterra perderla, entonces trato de afinarla todos los días tratando de abrir mi mente, aceptar el pacto narrativo y entrar a la ficción que el libro me propone sin reservas. No es que esto me haya sucedido con La bolsa amarilla, pues fue increíblemente fácil comprender su mundo, pero a veces uno tiene cosido el pensamiento. Hay muchos personajes así en la novela, como el gallo Terrible, a quien le cosieron el pensamiento de pelear y pelear y pelear contra otros gallos. Este pensamiento estaba cosido con un hilo tan fuerte que selló el destino del pobre animal.

Pero, más adelante en la novela (en el capítulo 9, de un total de 10, titulado “Comienzo a pensar diferente”) vemos, por contraste, que la familia de Raquel tiene el pensamiento fuertemente cerrado con costuras hechas de hilo de poliéster. En ese capítulo, la chica conoce a una singular familia que se dedica a reparar todo tipo de cacharros viejos, desde ollas hasta relojes. Y, siempre que sienten que ya han trabajado demasiado, cambian de roles o hacen una pequeña fiesta en la que todos bailan. Mientras está con ellos, Raquel se da cuenta de que quizá los adultos no sean tan difíciles de entender después de todo. Eso, sobra decirlo, no sucede cuando está con su propia familia, tan cerrados como son al arte, a la literatura y a la diversión en general.

Terminé La bolsa amarilla un día de julio, en la casa de mi infancia, en la misma casa donde alguna vez “Resolví que iba a ser escritora”, en la misma casa donde está mi librero de hojas de otoño, con los libros que me acompañaron y me han de acompañar siempre. Creo que ya es obvio señalarlo, pero, tal como predije en la librería, La bolsa amarilla me gustó. Sin embargo, me tomó por sorpresa el profundo amor que sentí inmediatamente por este libro y la admiración que desde ahora tengo hacia Lygia Bojunga. Como siempre me sucede con mis libros favoritos, ahora quiero leer toda la obra de la autora.

Dentro de muchos años, seguramente volveré a La bolsa amarilla. Mientras tanto, me seguiré preguntando qué tipo de libro es: ¿uno suave?, ¿uno puntiagudo?, ¿uno pesado?, ¿uno liviano?, ¿uno irónico?, ¿uno tierno?, ¿todos a la vez?

Para preguntar en la librería:

La bolsa amarilla

Lygia Bojunga (texto) & Esperanza Vallejo (ilustraciones)

México, Grupo Editorial Norma, 2005

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